Carlos VI en la Rápita/IX
IX
Tánger, Abril (rija de nuevo el almanaque cristiano).- Ya estoy en la ciudad marroquí del Estrecho, la más arrimada a la civilización europea, aunque sólo reciba de ella sensaciones de vista y olor que no llegan al alma... Pero dejo esto para mejor ocasión, que en la presente debo contar mi llegada, mi instalación en la morada de El Nasiry. Quedaron las caballerías en una casa próxima a la puerta por donde entramos, y el hijo de Ansúrez, seguido tan sólo de Ibrahim y un servidor, se dirigió a su vivienda por empinadas calles que conducen al alto en que está la Alcazaba. Nos apeamos junto a una puerta humilde; hízose cargo de las mulas Ibrahim, y el amo y yo entramos a un patio ni grande ni bonito, sin adorno de tracería ni frescura de plantas. Salió a recibirnos la esclava Maimuna y con ella se internó El Nasiry, ordenándome que en aquel patio le esperase. Un ratito estuve allí solo y aburrido, hasta que vi venir al amo, que, llevándome al portal y metiéndose conmigo en un desmantelado aposento donde no había cama, ni sillas, ni mueble alguno, ni más descanso que el de un poyo con el revoco desconchado, me habló de este modo: «Esta casa, alquilada para poco tiempo, no tiene comodidad para mi familia ni para mis huéspedes. La dejaremos en cuanto la paz nos permita volver a mi casa de Tetuán. Mi hospitalidad, como ves, es bastante mezquina; pero confórmate hijo, pues no hay otra cosa. Adecentaremos este cuartucho con alfombras y tapices, y el poyo, guarnecido de buenas mantas, te servirá de lecho. Se te pondrá una mesilla o cualquier trebejo donde puedas escribir; se te proveerá de tintero y papelorio... Comerás conmigo alguna vez en aquella estancia que ves al otro lado del patio, con puerta labrada de alfarjía, o comerás aquí solito, servido por Maimuna. Baño tendrás también cuando lo pidas... Dispensa, hijo, que no sea más espléndido; pero ya ves... soy aquí ave de paso, y no he podido encontrar mejor nido».
Haciendo gala de la humildad y gratitud que me correspondían, le dije que su hospitalidad, con sólo ofrecerme un techo y un pedazo de pan, era mucho más de lo que yo merezco. Y él entonces, sentándose en el poyo junto a mí, me soltó lo más interesante y pertinente del sermón que preparado traía. Aquí lo copio: «No porque mi hospitalidad sea mísera, impropia de mi posición, dejaré de suplicarte que correspondas tú al amparo que te ofrezco. No estará bien que, dándote yo asilo, saques tú ahora las mañas españolas y cristianas, burlando la confianza que pongo en ti. Olvida que eres de la otra banda, de que yo también lo fui, y dame palabra de respetar los hábitos morunos, que yo guardo y reverencio desde que los adopté con libre voluntad. Te lo diré más claro, Juan: aquí hay mujeres; yo tengo mis mujeres, y los moros las guardamos del apetito y de la vista de los extraños. Ya sabes que esto es así, y no me pondrás en el caso de enseñártelo de otro modo. Recogidas están las hembras en la parte de la casa que se las destina, y allá viven solas, sin más salida y desahogo que la azotea, en donde por las tardes se solazan. Estando tú aquí, las obligaré a mayor escondite, prohibiéndolas que asomen las narices a este patio, y aun que curioseen en las celosías altas que desde aquí ves, y por cuyos huequecillos puedes ser visto. Si a ellas las guardo, a ti con mayor rigor te amonesto para que en ninguna manera traspases la puerta por donde entrar me viste; tampoco esta otra del ángulo derecho, donde hay una escalerilla que sube al piso alto. Mucho cuidado, Juan. Cada país tiene sus dogmas, y yo, al acomodarme a la vida mora, he abrazado esta religión de las costumbres, y antes me dejaré morir que faltar a ella o consentir las faltas de los demás en mi propia casa. Tenlo entendido... y no te digo más».
-¡Oh!, El Nasiry -exclamé con dignidad-. ¿Cabe en ti la sospecha de que yo cometa acción tan vil? ¡Burlar yo tu hospitalidad! ¡Abusar de tu confianza! ¿Por quién me tomas, El Nasiry, o Gonzalo Ansúrez, para hablar en cristiano?
-¡Ah!... No dudo, no dudo de tu honradez... Pero... por si acaso, Juan, por si acaso, te hago las advertencias que has oído, pues nadie hay en el mundo que esté libre de una mala tentación... Desconfiados somos los que profesamos la fe de Allah, ley de pura desconfianza... y cartuchera en el cañón.
-Como toda ley que gobierna el alma: prohibiciones y más prohibiciones, lo que pone a los fieles en el trance de infringir alguna vez que otra... Pero éste es un caso de honor, de amistad y de compañerismo. Ten de mí la seguridad que tendrías de un hermano.
-Sí que la tengo; pero me pongo en guardia, y así es mayor mi seguridad. No olvido, Juan, que tus amigos españoles te llaman Confusio, con lo que indican que está en tu naturaleza el confundir las cosas, sin que sepas remediarlo... Puede suceder que un día te levantes con los sentidos trastornados, y sin darte cuenta confundas lo cristiano con lo moro... y recaigas en la gran confusión española, que es respetar lo ajeno si se trata de dinero o alhajas, y no respetarlo si se llama mujer. Para el español no hay ley de tuyo y mío cuando se encapricha por una hembra suelta o atada, con dueño o sin él... Podías tú, con muchísima honradez, irte del seguro, y por eso te aviso que estoy a la mira... Y punto final, que para los dos basta con lo dicho.
Reiteradas mis protestas de fidelidad, volvió mi amo a sus quehaceres en el interior de la casa, y yo, tendiéndome en el poyo sobre la blandura de tapiz y mantas que me trajo la diligente Maimuna, me entregué al descanso con la quietud y descuido de quien tiene asegurada la pitanza y un techo. Al siguiente día, diome la esclava el café y pan que necesitaba para mi desayuno, y luego vino Ibrahim con un traje español que para mí había comprado a un ropavejero judío. Grima sentí al ver el odioso pantalón, un levitín de paño y un chaleco rameado, que me parecieron prendas de malísimo corte, en mediano uso todavía, no mal apañadas de zurcidos y arreglos. Trabajo me costó meter mi cuerpo en aquellos andrajos de la civilización, tan diferentes de los airosos trajes árabe y hebreo a que se habían hecho mi rostro y mis carnes; pero al fin me vestí a la europea, que tal era el deseo de mi protector. En la cabeza, no disponiendo aún de sombrero adecuado, me puse un fez, y di con mi cuerpo en la calle, ansioso ya de ver la ciudad a que me habían traído mis africanas aventuras.
Si gana Tetuán a Tánger por el misterioso laberinto de sus calles y por la grandeza y frescura de los montes y vegas que la circundan, ventaja lleva este pueblo al otro por la majestad del mar, en cuya orilla está edificado, y por la diligencia de tanto comercio y del entrar y salir de mercancías. Incansable y curioso recorrí toda la población, dominándola de un extremo a otro. Vi el Zoco grande, concurrido de tantos mercaderes y de la pobretería pintoresca de derviches, juglares, mendigos y fascinadores de serpientes; admiré el Marchan con lindas casas europeas; descendí por la calle principal al Zoco chico, hervidero de judíos, de españoles y de otros europeos que han traído las modas haraganas de cafés y cantinas; seguí hasta el puerto, donde vi los cárabos y faluchos que hacen la navegación del Estrecho, y algún vapor de Marsella o Gibraltar; vi la Aduana opulenta con tantísimos ganapanes afanados en el mete y saca de fardos y cajones; salime luego por la puerta que da paso a la playa; corrí por las arenas de ésta, viendo la cáfila interminable de moros campesinos que llegan diariamente al mercado seguidos del burro y la familia, con cargas míseras de carbón o de leña, y por allí anduve largo rato considerando cuán intensa y lacerante es la pobreza de este pueblo marroquí, y qué poco alivio recibe de la civilización europea, por la castiza inflexibilidad y resistencia del carácter berberisco. La valla de su religión le separará siempre del resto del mundo, aun cuando todo el mundo viniese a ocupar su suelo. Así vemos que, con raras excepciones, pobreza y barbarie se mantienen aquí tan dueñas de la vida como en los pueblos y aduares de tierra adentro, al pie del huraño Atlas.
De vuelta a mi morada humilde, invitado fui a la mesa de mi protector, que en realidad no era mesa, sino una baja tarima, junto a la cual él y yo en el santo suelo nos sentamos, a usanza mora, entre cojines blandos. Nos servían Ibrahim y Maimuna, tomando los platos de unas manos blancas o morenas, que detrás de una cortina se parecían, con el espacio y tiempo precisos para dar y coger loza, y sin que más allá de las manos pudiéramos distinguir ningún pedacito de brazo ni menos de rostro. Comimos estofado de carnero con tanto aroma de especias, que más regalaba el olfato que el gusto; unas como albóndigas ensartadas en palitos, todo ello con el indispensable kusk-sú o alcuzcuz, que amañábamos en pelotillas. Siguieron los pasteles dulces llamados el macrod, y otras especies de almíbares o mermeladas empalagosas. Hacían los dedos de tenedores y cucharas, suciedad que pronto se remediaba con el lavar de manos en perfumosas aguas. Luego nos dieron té, más moro que chinesco, con hojitas de yerba buena flotantes en la infusión abrasadora. Trajo Ibrahim las pipas o fumaderas, que yo acepté porque no eran del maldito Kif, sino de buen tabaco de Gibraltar; y en esto se reclinó El Nasiry sobre el cojín que tenía por el lado derecho, y fumando y sonriendo, con un tonillo agridulce y socarronas pausas, me dijo:
-Mientras comíamos, observaba yo que tu curiosidad no tenía descanso. Te traían sin sosiego las manos que veías en aquella puerta soltando y cogiendo platos... Por ser esta casa tan menguada, que en ella falta espacio para todo, has visto esas manos; que si la casa fuera como la de Tetuán, ni sombra de tales manos verías... Y vete curando de esas mañas fisgoneras, buen Confusio, pues nada absolutamente has de ver, y cuanto menos mires, más tranquilo estarás.
-Mi curiosidad por las manos que se aparecían y ocultaban -le respondí-, no tiene nada de maliciosa. Tú me has contado que posees tres mujeres, y que la preferida, la verdadera esposa, se llama Puerta de Dios.
-Así es: en árabe su nombre es Bab-el-lah.
-Sin la pretensión de ver a tu esposa, pues sólo el pretenderlo sería impertinencia grave, yo te digo que deseo tu felicidad y la de esa señora, como la de tus esclavas, que son también tus mujeres...
-La una es Quentza, la otra Erhimo. Ni a estas dos, ni a Bab-el-lah, has de verlas por mucho que aguces el filo de tu curiosidad. Yo te hablé de ellas porque con alguien había de desahogar mi alma en los días de ausencia. Yo amo a mi familia, y mis mujeres y mis hijos me absorben todos los pensamientos cuando estoy lejos de casa.
Después de una pausa en que los dos mirábamos silenciosos los giros del humo de nuestras pipas, mi protector y amigo me dijo que si nunca podría yo ver a sus mujeres, no tenía inconveniente en mostrarme sus hijos. Poco después aparecieron, traídos por Maimuna, un niño como de cinco años y una niña como de siete, tan lucidos y graciosos que quedé absorto contemplándolos. A uno y otra acaricié, extremando mis afectos en la niña, llamada Luz-il-lah, y recreándome en el gran parecido que le encontré con su hermosa tía. La pureza de facciones, el divino conjunto del rostro, la proporción y medida de todas las partes del cuerpo, igualmente se mostraban en la hija y en la nieta de Ansúrez. El niño era también muy lindo, de color moreno aceitunado, esbelto de talle, los ojos ávidos de penetración, con un brillo que me recordaba los de Vicentito Halconero. A la chiquilla le caía tan bien el trajecito de mora, que no podía yo imaginarla vestida de otra manera. Llevaba un caftán finísimo listado de amarillo, faja colorada, aros de oro en las orejitas, y en la cabeza un bonete de terciopelo rojo; los pies desnudos en babuchas con la punta encorvada. Alí Ben Sur llevaba la menor cantidad de ropa, luciendo así su varonil gallardía. No me hartaba de besarlos, y hablé con ellos todo lo que pude, valiéndome del poquito árabe que yo sé y del corto número de voces españolas que ellos conocen. Su padre, alelado de orgullo, y cayéndosele la baba, repetía la cariñosa queja de todos los padres, así moros como cristianos: «Ah, son muy malos... No se les puede sujetar... Todo el día están alborotando... Me vuelven loco...».
Contemplando con mayor arrobamiento el rostro de la encantadora niña, dije a El Nasiry: «En tu Luz-il-lah veo todos los rasgos de la noble raza de Ansúrez. Veo algo más: otra raza escogida, superior. O mucho me engaño, o la madre de esta niña es una mujer espléndida, hermosísima». Y El Nasiry, poniendo los ojos en blanco para dar toda la expresión posible al encomio, me respondió: «Tan hermosa es, Juan, que no parece criatura mortal, sino ángel del Cielo. No hay en ninguna lengua palabras con qué describir y cantar tanta belleza. Como poeta que eres, podrás imaginarla; verla nunca podrás». Y dicho esto, con musulmán gesto ordenó a los niños que se retirasen.