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Carlos VI en la Rápita/XII

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XII

«Ya comprendo -le dije- tu impaciencia por llegar a Tetuán. Allí tienes a los médicos del Ejército español, entre los cuales los hay de muchísima ciencia, y de mano segura contra las peores enfermedades».

-Has adivinado mi intención. A eso voy. Me han dicho que entre tales Físicos hay uno que de este mal del humor, y de otros más hondos e invisibles, entiende como nadie... Porque aún no sabes que el mayor mal de mi esclava no es el achaque del ojo, ni la piel afeada, ni el que haya huido de su boca aquel aliento de rosas y clavellinas; no es eso lo peor, Confusio amigo, sino que con el mucho padecer, y el no dormir y el condolerse de su hermosura perdida, se le ha escapado de la cabeza el juicio que antes tuvo y que por ningún medio podemos devolverle. Desde que llegamos aquí, ha dado en la más extraña manía que cabe en cerebro de mujer, y es pensar y decir que no la queremos, que la atormentamos, que el parche que le ponemos en el ojo está envenenado para que se quede tuerta más pronto, y, por fin, ha caído en la disparatada locura de pedir que la devuelva yo a su primer dueño, un amigo mío de Fez, llamado El Jarráz (el zapatero), porque lo fue su padre. Este buen amigo me la vendió por poco dinero... mejor será decir que me la cambió por un burro, o que fue un excelente burro garañón el precio de la bella morita... No se contenta Erhimo con clamar por el zapatero, sino que se pasa el día gritando, y se quiere matar; a toda persona que ve en este patio, aunque sea desconocida, la llama, y como puede le cuenta su desgracia, le manifiesta sus ganas de ser restituida al que me la vendió, y le pide auxilio para tan grande locura o desatino, pues el zapatero se ha muerto, y aunque viviese no la cuidaría con el esmero y paternal cariño que yo pongo en ella... Créeme, Confusio; estoy afligidísimo: yo miro a mis mujeres, no como esclavas a estilo moro, sino como a hijas de Dios, mis iguales en la dignidad y el amor, y esto, yo te lo juro, es lo que más fijo se me ha quedado en el alma de todo el cristianismo, que abandoné cuando de aquella tierra me vine, y cambié de ropa, de habla y de conciencia.

Dijo esto con sinceridad patética, o con un arte superior que fingía soberanamente la verdad; y en la duda de si debía creerle o no, me decidí por lo primero, rindiéndome a sus designios. Esto era, en mi humildísima posición, más cuerdo y más fácil que no plantarme contra él en terreno tan inseguro como el de un loco ensueño de aventura novelesca. Admití resueltamente lo que me dijo mi protector, y con gallardo arranque le mostré la carta de Erhimo, diciéndole: «Hazme el favor de descifrarme estos garabatos infernales que en el patio me encontré anoche». Y él, echándose a reír, una vez cogido el papel, me contestó: «No necesito descifrarlos, porque ya sé lo que aquí se ha escrito. La pobre enferma no sabe escribir; pero Quentza sí sabe, que estuvo en la esclavitud de un maestro que fue el primer gramático y el más nombrado pendolista de Fez. Erhimo pidió a su compañera que le escribiese la carta; la otra no quería, por ser cosa vedada entre mujeres el toma y daca de cartitas con los de fuera. Pero yo le dije a Quentza: hazle el gusto y escríbele lo que te dicte, para que con la negativa no se le encienda más el odio que por su grave demencia nos ha tomado. Anoche se escondieron en la estancia para escribir: Quentza me lo ha contado. Bab-el-lah, que es toda prudencia y bondad, opinó también que no contrariáramos a la infeliz Erhimo, y de ella ha partido la idea de irnos pronto a Tetuán en busca del médico sabio que me ha de curar, si Allah lo permite, a esta prenda del alma».

Antes de acabar de decirlo, El Nasiry rompió el papel en pedacitos, lo que yo vi como si desgarrara las hojas de un poema, no tan bello por lo ya escrito, como por lo que aún estaba por escribir. Arrojados al patio los fragmentos del papel, un vientecillo que entró por el portal dispersó con el mismo soplo juguetón las estrofas que yo compuse y las que aún estaban en la mente divina de la Musa.

Cogiome del brazo el hijo de Ansúrez, y me dejé llevar a la calle tranquilamente. Ibrahim fue delante con el encargo de comprar una maleta de mano en que llevar con más decoro mi ropita. Digo que iba yo tranquilo, pero no alegre, sino con tristeza mezclada de resignación; que no pudo quedar mi espíritu en mejor estado después de arrancarle de un tirón las alas con que quería largarse a dar una vuelta por los espacios de la poesía, lindantes con lo infinito... Pero bien sabía yo que nada nos alivia de los propios cuidados como el poner interés y conversación en los cuidados públicos; y con esta idea, calles abajo, pregunté a El Nasiry cómo y cuándo y en qué condiciones se había hecho la paz.

-Pues la primera condición de la paz es que los españoles se volverán a su casa, donde, si quieren guerra, pueden ejercitarse en la civil todo lo que gusten.

-Pero no se irá España de Marruecos sin llevarse algo, que alforjas ha traído, ¡vive Dios!, y gran mengua sería llevarlas vacías.

-No se lleva nada... Digo, sí: le dan un poquito de terreno pegado a Ceuta. Esta plaza es hoy para España una chuleta que no tiene más que el hueso. Necesario será pegar al hueso un poco de carne... También se lleva... digo, se llevará, una linda playa del mar Océano, excelente para recoger conchitas y para la pesca de truchas de agua salada...

-Poco ganaría con esto, si no se llevara también a Ojitos de Manantiales.

-¡Ay!, no: Ojitos aquí se queda, rescatada por Marruecos, que compra su libertad con veinte millones de duros.

-¡Jesús, cuánto dinero!... ¿Pero cómo se va el español, si ya tiene a Tetuán por suya, y ha rotulado en lengua castellana todas las calles?

-Borraremos los rótulos después de entregar los veinte millones... También daremos a España un tratado de comercio.

-Poco es lo que sacamos de esta guerra, costosa en dinero y más costosa de sangre.

-Poco no, porque España ha conseguido lo que se proponía, que no era conquistar territorios, sino hacer una demostración de su poder militar. Todo el mundo ha podido ver que tenéis un gran Ejército pequeño.

-Gran desatino has dicho, El Nasiry, aplicando a un objeto calificaciones de sentido contrario. Si nuestro Ejército es pequeño, ¿cómo puede ser grande?

-Grandeza y pequeñez no aplico juntas, sino cada cualidad por distinto lado. Es grande vuestro Ejército, porque tiene generales entendidos que lo manden; tiene oficiales que conocen y practican con devoción religiosa los dogmas de valor, deber y disciplina; soldados tiene que son heroicos con inocencia y naturalidad, borregos para el amor de la patria, leones para su defensa; tiene, en fin, armas y pertrechos de superior calidad, todo bien discurrido y dispuesto por manos sabias y militares. Pero si por esto es grande, pequeño es por la cifra de sus hombres, la cual no le bastará contra cualquiera otro de los Reinos ambiciosos que hay en esos mundos, del Estrecho para allá.

Esto dijo El Nasiry, y sus ideas reproduzco vistiéndolas con un poco de ornato retórico. Luego siguió: «No digamos que se llevará España las alforjas sin más carga que el dinero. Se lleva también buen surtido de honor y caballería, cosas que entiendo yo van escaseando allá por el desmedido uso que de ellas se ha hecho. Lleva también el mayor acopio posible de militar autoridad, con que el buen O'Donnell pueda espantar y hacer el coco a los políticos que le estorban, o no le dejan hacer su gusto en el gobierno de una nación revuelta, engañada y desengañada de tantas coplas de libertad, constitución, y viva la Pepa... No, no deben irse descontentos los españoles con este botín, y de añadidura veinte millones, admitido que se los paguemos, aunque sea en chapas de cobre, más parecidas a cabezas de clavos viejos que a monedas de cristianos...».

En esta conversación amena recorrimos las torcidas calles hasta llegar al puerto. Nos metimos en la Aduana, de cuyo administrador y ministriles era amigo mi protector, y al cabo de otro rato invertido en saludos cortos y coloquios luengos acerca de la paz, llegó Ibrahim con mi maletita y el billete de mi pasaje en el vapor. Aún no había prisa para embarcarme. Llevome El Nasiry a un rincón solitario, donde nos brindaban cómodo asiento unos sacos de trigo, y sentados ambos, mi amigo sacó la encarnada bolsa de Riomesta y Papo, le dio unos toquecitos para que sonara el metal, y poniéndola al fin en mi mano ¡alleluia!, me dijo: «Aquí tienes los cien duros que los sinagogos te dieron por el desempeño de la blanca Yohar. No es eso sólo lo que llevas; pues tu amigo El Nasiry te da otros cien borques, que encontrarás también en la bolsa, descontado tan sólo el precio del billete del vapor. No irás descontento con tus ciento noventa y cinco duros. Otros han hecho más que tú en África, y se llevan menos. Créeme que embarcando contigo un par de moras o una docena de judías, irías más pobre que vas».

Cogiendo en mis manos la bolsita (mentira me pareció), eché de mi boca cuantas palabras y conceptos me parecieron pertinentes para expresar la gratitud, sin cuidarme de adornarlas, pues no era menester, con ningún artificio. Claramente vi ya en Gonzalo Ansúrez un buen amigo, cuyos sentimientos cristianos y generosos en aquel caso se mostraban. No me pidió cuenta de mis diabluras en el patio, que sin duda conocía, ni me riñó por haber intentado sonsacarle a la doliente Erhimo. Fue liberal, fue magnánimo, y para que veáis cuánto me estimaba y en qué opinión tan alta me tenía, copio lo que momentos antes de mi partida me dijo, y lo que me aconsejó y recomendó con paternal solicitud. Fue de este modo: «Bien claro ves, Confusio amigo, que te has hecho lugar en mi corazón, a pesar de tus ligerezas y del poco brío con que atiendes a refrenar tus liviandades. Careces de voluntad firme para poner tus acciones en la regla debida, y dejándote llevar de la imaginación loca, faltas a la amistad y al honor. A pesar de esto, yo te estimo por tu ingenio, y por tu buen corazón te perdono tus travesuras. Vuelves ahora a España, donde has de vivir, o de un empleo, que ha venido a ser el arbitrio de los más, o de tu trabajo, que será el mejor arbitrio. Dime, pues, a qué piensas dedicarte, porque si es tu ánimo agostar tu inteligencia en una oficina, valdría más que aquí te quedaras para toda la vida. En caso de que pienses consagrarte a una carrera noble, profesión u oficio liberal, dime cuál es, para que yo te aconseje según el entender mío, que, aunque te parezca corto, es largo de agudeza y de esa gramática que llamáis parda».

-Pues sabrás -le respondí- que mis gustos y todo mi ser me llaman a las ocupaciones espirituales, y me alejan de lo material y positivo. No sé si me entenderás... Soy enemigo de la violencia: no hay que hablarme, pues, de que sea yo militar. Detesto los enredos curiales y la prestidigitación leguleya: nunca seré abogado ni escribano, ni juez. La Medicina y Farmacia no entran en mí, creyente en la Naturaleza, que así trae los males como los quita. Artes de ingeniero no me seducen, porque ellas tienen su fundamento en las Matemáticas, que no he podido entender nunca. Marina me repugna, porque nada me causa tanto pavor como el oleaje de las aguas y el vaivén de los barcos. Comercio no entra en mí, porque se basa en los números, y en un calcular frío de ganancias y pérdidas que no se aviene a mi entendimiento. A mercader quise meterme cuando discurría los medios de mantener el lujo de Yodar; pero ello fue un comercio de pura fantasía y de navegación aérea, que me habría lanzado al abismo. Papo Acevedo entiende de comercio más que yo: por eso se llevó a Yohar... Pues no me queda más que una carrera, oficio y profesión noble que colme mis anhelos entre todas las que conozco: ¿no adivinas cuál es? ¿No entiendes que, o no seré nunca nada, o seré hombre de religión que lleve las almas al bien, los corazones a la virtud; no ves, en fin, que he de ser sacerdote si quiero ser algo?

-Por un lado -me contestó El Nasiry poniéndose la máscara guasona-, veo tu aptitud para esa carrera; por otro, veo todo lo contrario. Si los curas no estuvieran en el mundo más que para predicar, serías tú el primero de todos. Pero si están para dar ejemplo, que es el sermón mudo de mayor eficacia, me parece, querido Confusio, que no sirves, no sirves...

-Ya te haré comprender que sirvo. Por de pronto, sábete que a mí me han dicho lo que Castelar: «Hazte cura y arrastrarás a las muchedumbres para llevarlas a donde quieras...». Me siento predicador, El Nasiry; reconozco en mí la virtud convincente y avasalladora que ha sido la fuerza de todo apostolado... Me siento también confesor, templador de almas, con el arte psicológico para dar a las conciencias su tranquilidad, y restablecer la moral perturbada... Conozco los dogmas; sé explanar los misterios; entiendo los ritos y sé apreciar su belleza; soy teólogo, soy litúrgico, soy también algo canonista. ¿Qué me falta?

-Pues te falta...

-A eso voy. Déjame hablar. Al decir que algo me falta, debiste decir que algo me sobra.

-Eso, eso.

-No estás en lo razonable con la sobra ni con la falta, pues lo que tú crees sobrante, no es tal, sino que está muy en su lugar. Te diré que no sólo creo compatible el sacerdocio con el cariño de mujer, sino que lo creo necesario, indispensable. Ahí está el quid, amigo Nasiry... Ni el celibato ni el uso constante de la negra sotana, manteo y teja, dan al sacerdote mayor dignidad y veneración más alta. Al contrario, toda esa negrura de fuera y de dentro, le aleja de los corazones... de lo que resulta que lo sobrante, según tú, no sobra, sino que está en su punto, como te dije, y que es locura enmendar la plana a la santa Naturaleza.

-Bien, hijo mío, bien... No dudo que seas religioso y gran predicador; pero dudo que puedas reformar lo que por designio de la Iglesia o del mismo Dios, según decís, es como es; y así lo has encontrado, Confusio, y así lo tendrás que dejar.

-Yo no reformo a nadie; a mí me reformaré si puedo, o me dejaré como estoy.

Algo más iba a decir; pero un tremendo silbido que venía del vapor puso fin a mi conversación con El Nasiry y a mi vida africana. Los dos nos levantamos, y con igual emoción nos dimos los brazos. Sacó después de su pecho mi amigo un voluminoso pliego, que me confió, encargándome que a su padre lo entregara. Contenía carta para éste y para otras personas de su nunca olvidada familia. Le prometí ponerlo, en manos del propio Jerónimo Ansúrez... Repetimos nuestros afectos, en él y en mí salidos del corazón, y prometiéndole yo escribirle mis andanzas en tierra española, asegurándome él que siempre me recordaría con gozo, nos separamos, y fui llevado a la lancha por el procedimiento de embarque más peregrino y chusco que han visto humanos ojos. Un fornido moro me cogió en vilo, y metiéndose en el agua hasta llegar a donde flotaba el bote, allí me dejó sin la más leve mojadura... Otros pasajeros, antes y después de mí, entraron del mismo modo en el reino de Neptuno... Vi a El Nasiry y a Ibrahim que desde tierra me saludaban. Adiós, simpático amigo, compañero fiel; adiós Tánger; adiós Mogreb, desvanecimiento de ilusiones... Aquí va la pobre hoja desprendida del árbol de la poesía... África me suelta... Europa me toma.