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Carlos VI en la Rápita/XXV

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XXV

Acompañé a Donata a la Santa Catedral. Quería mi pobre odalisca apurar su piedad y sus oraciones para mover a la Virgen a un acto generoso por las vías comunes, o por la vía del milagro si necesario fuese... Disparatada fue, según Donata, la conducta de Ortega; pero ¿cómo dudar que en sus propósitos estaba el defender la religión? La Causa últimamente abrazada por el infeliz General, no sólo predica las buenas leyes, sino el reinado de la fe. Pues bien merecía Ortega que se le mirara como soldado de Dios, salvándole de una muerte ignominiosa.

En estas reflexiones y en el afán de sus rezos la dejé, porque me esperaba don Higinio, el Músico Mayor, con quien quedé citado en el café para irnos a ver la ejecución. Es el prototipo de la franqueza angelical, un hombre de esos que llamamos todo corazón, mejor será decir todo nervios, porque no he visto otro más vivo, más cambiante y movedizo en sus sensaciones, ni que mejor traduzca su temperamento en un lenguaje que musicalmente puedo expresar con la notación de presto agitato. Por la mañana me contó que había visitado a Ortega en la capilla, hablando con él un ratito. ¡Qué mal rato pasó! Aunque se tiene por hombre de fibra, capaz de resistir las más patéticas impresiones, no pudo eximirse de la pena del caso, ni disimularla frente al reo. Éste, presumido y bien compuesto de rostro hasta en los trances últimos de su vida, se mostraba ante los curiosos sereno y grave, con una melancolía de buen tono. Había escrito a su mujer una carta afectuosa; se había despedido de sus amigos y cómplices, Elío y Cavero, y hablando del suplicio próximo, trazaba un programa de él, comparándose con el bravo don Diego León, de cuyo heroísmo ante la muerte quería ser imitador fiel. Como expresara su propósito de mandar el fuego, el cura que le asistía le arguyó que es más cristiano el valor callado que el jactancioso. Así pudo quitarle de la cabeza lo de dar las voces de ¡apunten, fuego!, que revela el apego a las vanidades terrestres en el momento de cambiarlas por la eternidad gloriosa.

Todo esto lo contó el Director de la banda a un su amigo que le acompañaba y a mí. Era el amigo un hombrachón espigado, fuerte, como de treinta años largos, con trazas de marino, por su traje azul y lo curtido del rostro. ¿De qué habíamos de hablar sino de Ortega y de su trágico fin? Como algo dijera yo de la descabellada expedición, el desconocido me informó de que él había venido de Palma con el General rebelde. «¿Es usted marino de guerra?» le pregunté. Y él: «No, señor: lo fui. Cinco años estuve en el servicio. Después me metí en lo mercante; pero no me amaño al mucho trabajo con poco provecho, y ahora me vuelvo a los barcos del Rey». Nada más me dijo, ni yo a él, porque nos apremiaba lo que era motivo principal de nuestra reunión, y salimos los tres camino de la explanada de Remolíns, donde nos dijeron que dejaría de vivir el General Ortega. La verdad, no iba yo muy a gusto: desconfiaba de mantenerme entero ante tal espectáculo, y la compasión ocupaba en mi alma más espacio que la curiosidad. Pero don Higinio, en quien la energía y animoso temple contrastaban con la pequeñez del cuerpo, se burló de lo que llamaba mi pusilanimidad. Otro tanto hizo el hombre de mar, declarando que conviene presenciar las desdichas ajenas para que no nos cojan de nuevo las propias, y que cuando sepamos que arden las barbas del vecino debemos ir a verlo, para aprender cómo hemos de poner en remojo las nuestras.

Ya estaba la explanada de Remolíns llena de gente cuando llegamos; pero gracias a los codazos y empujones con que se abrió camino en la masa humana el hombre de mar, nos colocamos en sitio donde podíamos ver cómodamente la función. Hubo un momento en que ésta se presentó en mi mente como función trágica de teatro, que nos da la emoción patética y compasiva. Al influjo del arte, llora uno y se aflige; mas todo ello es como si nos pusiéramos máscara de espanto. Debajo están el rostro sereno y la conciencia de que es mentira lo que vemos entre telones. Nos retiramos alabando el arte del dramaturgo y el bello fingir de los cómicos... En esta ilusión de tragedia teatral permanecí mientras estuvimos en espera del acto, y la causa de mi error no fue otra que el aspecto del apretado público, y su bullicio de impaciente curiosidad. Bullía y bufaba como una muchedumbre de parada militar, de teatro, de toros...

A la derecha, y a bastante distancia de lo que puedo llamar nuestro palco, había una puerta de fortificación. Por allí salieron tropas a caballo, después tropas a pie: traían al reo, y en el momento de verle, mi teatral ilusión desapareció, sustituida por un sentimiento congojoso de la realidad. La figura vestida de negro, con botas; el hombre elegante y melancólico que yo me representaba en mi mente por lo que de él me contaran, estaba vivo ante mí; y vivo, conducido entre dos clérigos, fue llevado a un sitio frontero a mi palco. La distancia que de él me separaba no era tal que pudiera escapar a mi vista la figura aristocrática, la cabeza hermosa y descubierta, el rostro pálido, el bigote rubio, la blanca frente, que al sol relucía como espejo...

Sentí aflicción hondísima, terror, vértigo, cual si me viera al borde de un abismo negro y sin fondo. Quise huir, mas ya no era posible: la multitud me enclavijaba en su cuerpo macizo. En mi retina se estampó la imagen del reo, calificado de traidor. Lo sería; mas a mí se apareció revestido de todo el esplendor de la dignidad... Cuando vi que se apartaban de él los curas; que le dejaban solo, cruzado de brazos, sin vendar los ojos, y que él miraba impávido los fusiles que pronto apuntarían a su pecho, cerré los ojos... No quería yo ver tal ultraje a la Naturaleza. Mi temblor y el temblor de todos anunciaban un cataclismo del mundo moral... Repentino acceso de curiosidad me hizo abrir los ojos. Fue en el mismo instante del tremendo disparar de los fusiles. El cuerpo de Ortega saltó en rápida voltereta. Vi las suelas de sus botas, como si patearan el espacio...

El murmullo de la multitud acarició el cadáver como una onda con gemidos de responso. ¡Oh iniquidad, baldón de la Naturaleza, bofetada y palos en la propia persona de la Divinidad! ¡A las tres de la tarde, en un espléndido día de Abril, cuando el sol alegra los campos, y la tierra fecunda echa de sí para regalo del hombre toda la magnificencia de flores y frutos, la ley nos ofrece su auto siniestro de la Fe jurídica y militar, remedo de los sacrificios idolátricos! ¡Y se llama ley lo que es contrario al sentimiento y a la razón; ley, la violación salvaje del principio cristiano! ¿En qué te diferencias, ley matadora, de los criminales que matan? En que revistes tu crimen de etiquetas y trámites, y en que has sabido cohonestarlo con fórmulas hipócritas de moral falsa y de religión contrahecha. Tan execrable eres tú, perversa ley, como tus auxiliares, los hombres trajeados de negro, cuya misión en el patíbulo es comprometer a Dios a que sancione la barbarie llamada pena de muerte... A mi delirio de furiosa protesta puso fin un triste accidente que a mi lado ocurrió. Fue tan viva la congoja del pobre músico don Higinio ante el terrible espectáculo, que todo el artificio de su presumida entereza se vino al suelo, y lanzando un ¡ay! lastimero cayó al suelo con un síncope. Con no poco trabajo lo sacó de entre los pies de la multitud nuestro acompañante el gigantesco marino, y viéndolo sin sentido se lo echó a la pela. Mujeres hubo a quienes pasó lo mismo; mas no encontraron a un atleta que del oleaje tan gallardamente las sacara.

Poco pesaba el Músico mayor... Véase por dónde vinieron a interrumpir la convulsión trágica risas de sainete. Chiquillos vi, y aun mujeres animosas, que hicieron gran fiesta de ver al don Higinio llevado en brazos por el hombracho. Éste reía también, oyéndose llamar San Cristóbal. Avanzando a paso de procesión, pudimos llegar a donde no nos abrasaban los rayos del sol y se aclaraba la espesa multitud. Recobró su sentido el músico, y tan sorprendido como avergonzado, se limpiaba el sudor de su frente calva. «Es muy raro esto que me ha pasado -nos decía-. No vayan ustedes a creer que fue susto: soy hombre de terrible entereza... ¡Pero tengo el estómago más canalla y más perro que ustedes han visto!... Esta mañana comí unos muscles que me trajeron de Ampolla, y sobre ellos bebí aguardiente... Ya lo ven: me han hecho daño... Lo peor es que se me va la vista, y me tiemblan las piernas... Horrible ha sido el fusilamiento, ¿verdad, amigos?... Entiendo yo que la pena de muerte es una brutalidad... es un asesinato... También lo es comer muscles y encima aguardiente... verdadero asesinato».

Con menos trastorno exterior, quizás la impresión mía fue más honda y lacerante que la del buen músico. Dejando a éste en casa, me fui a la Catedral en busca de Donata, a quien vi consternada, en un corrillo de clérigos y devotas, condoliéndose de que no hubiese venido el indulto. Bien claramente echó de ver mi amada que el trágico suplicio me había descompuesto. Más que condolido del triste fin de Ortega, me mostré indignado de la hipocresía de las leyes, que sacrifican a un hombre en el ara de la Disciplina Militar, mil veces violada y escarnecida. La traición resultó más ridícula que tremebunda, sin ocasionar muertes. ¿A qué tanto rigor contra un soldado iluso a quien debíamos acusar principalmente de necedad inofensiva? «Ya ves, ya has visto -dije a Donata- de qué te han valido tus rezos, y cuán indiferente es la Divinidad a nuestras miserias y dolores. El General muerto tenía mujer, tenía hijos, que habrán rezado tanto como tú, y con más afligido corazón... ¡Valiente caso les han hecho! Y es que la proyección de la Divinidad sobre nosotros en forma de culto, es tan falsa como la otra proyección de la Divinidad en forma de justicia. Todo es mentiroso, todo compuesto para el servicio exclusivo de un grupo de poderosos, que se han alzado con el mundo moral y con el mundo físico... ¡Ay, Donata, repugnancia y miedo me da esta oligarquía, formada con la triple casta de soldados, legistas y curas!... ¡Y dicen que así ha de ser; que no existe mejor sistema; que en la majestad de Dios se apoya este armadijo!... ¡Paciencia! Cantemos las glorias de los que nos esclavizan y atormentan».

Presumo que Donata no entendió mis ideas, expresadas con vaguedad febril... Agarrándose a lo que afirmé de la ineficacia de sus rezos, me dijo: «La Virgen no ha querido salvarle... bien claro está... no ha querido, porque Dios y la Virgen habrán determinado que la Causa tenga mártires».

¡Ay, con qué pena oí este brutal concepto en boca de la mujer tan tiernamente amada! Quizás debí callarme, respetando un error nacido de la propia sencillez y rusticidad de la guapa moza; pero no lo hice, y movido de un ímpetu sectario y de mi locuacidad discursista, solté un sinfín de acusaciones y diatribas contra la Causa y sus príncipes, contra sus caudillos y tropas. Donata me oía consternada, poniéndose ya lívida, ya roja, y haciendo con su linda boca graciosas muequecitas de ira, de burla, de desdén. Sin duda dije mil simplezas, y arrebatado de mi propensión a la vana oratoria, endilgué pedanterías hinchadas, de esas que comúnmente no entran en el cerebro de una mujer. No la convencí, no: en la rudeza de sus ideas macizas, recibidas de la tradición, se estrellaban mis razonamientos como la ola en la peña. Díjele al fin que el vivo ejemplo y símbolo de la Causa lo tenía en el que fue su amo y sultán, de cuyo brutal poder habíala yo librado con ayuda de Dios. La monstruosa Causa se personificaba en el monstruo llamado don Juanondón.

Balbuciente salió Donata a la defensa del Arcipreste, del cual dijo que si estaba cargado de faltas, también poseía virtud y mérito grandes. «No, no, Confusio; no seas injusto. Don Juan es valiente, es piadoso... Piedad y valor tiene, según lo requiere la necesidad. Tú no le conoces bien, y hablas como un papagayo que no sabe lo que dice. Que don Juan peque, no significa que deje de servir a Dios cuando es caso de servirle... Y como talento macho, con luces para entender de cuanto hay, ¿quién se iguala con él? Yo digo que donde está don Juan, que se quiten todos... Hombres así debieran ponerse a gobernar la Nación... ¡Qué derechos andarían los españoles con un tío como el Arcipreste!... ¡Bien les sentaría la mano, bien!... y ellos, los muy cuitadicos, agradeciéndolo, Juan, agradeciéndolo».

Me acometió un reír convulsivo... Hablar quise, y de mi boca no salía más que la risa desbordada y frenética. Donata se asustó al verme, y cuanto más carantoñas y mimos me hacía para calmarme, más locamente me disparaba yo en aquella infernal risa. Acudió primero Polonia; después el bondadoso Castrense, que además de administrativo tenía sus puntos de médico: en mí vio un fuerte ataque nervioso, y me ordenó cenar todo lo fuerte que pudiese para combatir la debilidad. Negueme a tomar alimento; me hicieron acostar; trajéronme aguas cocidas, infusiones en las cuales echó don Jesús no sé qué polvillos... Lentamente se me sosegó el mal de risa que me sacudía los hipocondrios y me quebrantaba la cintura.

Solo con mi moza, ésta procuraba con blando arrullo y expresiones suaves incitarme al sueño. Yo quería dormir; mas algo había en la estancia que me despabilaba, tentándome al furor y a la risa. Veréis lo que era. Algunos días sacaba Donata de mi maleta las prendas de clérigo, sotana y bonete, que en mi equipaje con socarrona intención pusisteis, ¡oh insignes Beramendi y Tarfe! Estimaba mi odalisca en mucho aquellos negros atavíos; cuidaba de ventilarlos de tiempo en tiempo para que no se picase la tela, y después de cepillarlos con esmero y quitarles el polvo, y arreglar con la aguja algún deterioro que en ellos notase, los guardaba de nuevo respetuosamente. Pues aquella noche estaban colgadas frente a mí las feas vestiduras que debían servirme de disfraz en la farsa de mi viaje. En ellas clavé mis ojos espantados, y cuando Donata me incitaba a dormir, yo le dije: «No me deja, no me deja dormir...».

-¿Qué tienes, Juan, qué miras?

-Eso, Donata; eso no me deja dormir. Quítalo y dormiré. Si no te decides a quemar ese horror, esa funda negra, y el nefando gorro de cuatro picos, guárdalos, vida mía, para que yo pueda coger el sueño. Sacerdote quiero ser; pero nunca pondré sobre mi cuerpo ese traje de ajusticiado o de ajusticiante.

Solícita, me libró Donata de la vista de aquellos lúgubres objetos; y hablando de religión, de la misericordia divina, de la redención de nuestros pecados por el arrepentimiento, del amor a todas las criaturas sin distinción de castas, clase ni estado, de lo bueno que es Dios y de la maternal indulgencia de la Santísima Virgen, me quedé dormido como un ángel.