Carlos VI en la Rápita/XXVII
XXVII
«¡Si serán listos esos sinvergüenzas, que me han engañado a mí! -exclamó el Capellán, dando un golpe en la mesa-; a mí mismo, señores, que siendo, como soy, católico ferviente, no creo en milagrerías. Ello fue en Gandesa, cuando servía yo en el Provincial de Teruel. Una patrona que allí tuve, y cuyo nombre no hace al caso, se emperró en que le llevara la rosa de Jericó: estaba la pobre en meses mayores. Llegaron por allí esos tunantes. Me acuerdo de verles en el pórtico de la iglesia, donde el cura les hacía el artículo, y a todos recomendaba que se proveyesen de aquellas porquerías. Llegué yo a comprar la rosa, porque la patrona no me dejaba vivir. ¡Maldita casualidad! Las rosas se habían concluido; pero me ofrecieron las hojitas del propio lugar en que estuvo el Señor orando... Yo no quería... O rosas, o nada. Pero los mercachifles y el cura mismo me querían hacer tragar las hojitas, diciéndome que la eficacia era tal, que no había parto desgraciado con semejante droga. Total, que caí en la trampa: ¡veinticuatro reales me sacaron por unas hojuelas arrugadas, con las que no se podría hacer un cigarrillo de papel!... ¡Lástima de dinero! La patrona se murió de sobreparto: Dios la tenga en gloria... Meses después, me encontré al cura que había tenido su parte en aquel timo, y le dije: 'Oiga usted, so farsante: tiene usted que darme un duro y una peseta que con su garantía me sacaron los ladrones aquellos de Tierra Santa'. Y él se echó a reír, y convidándome a refrescar, me dijo que a él le habían sacado mucho más, pues por unas botellas de agua del Jordán para curarle los ojos a su sobrina, las cuales valían tres duros, les arreó media onza, y ellos, al darle la vuelta, le encajaron un doblón de a cuatro... más falso que Judas... 'Y la sobrina, ¿curó de los ojos?...'. 'Sí, señor, curó... El agua no era falsa: la tengo por legítima del Jordán. Aún me queda un poco: se la ofrezco a usted para curarse ese grano que tiene en la nariz'. Le mandé a la porra, y no le he visto más».
La graciosa historia de los vendedores de santas bagatelas, y el incidente que contó el capellán, nos divirtieron hasta la hora de comer. Tanta simpatía me inspiró el Ansúrez acuático, que por disfrutar de su grata conversación me fui por la tarde al café con don Higinio y el Capitán. Reunidos en amena tertulia, nos contó Diego lances peregrinos de su vida de navegante; luego nos dijo que posee un buen falucho, en el cual saldrá dentro de unos días con carga para distintos puertos de la costa, rindiendo viaje en Cartagena, donde dejará el barco a un compadre suyo, y pedirá reenganche en la Marina de guerra. De lo mucho que habló el hombre de mar, no he podido colegir que sea casado, aunque sin duda lleva mujer consigo. Como yo le manifestara deseos de hacer un viajecito por la costa para ver mundo y esparcir los pensamientos, me invitó a navegar en su compañía de aquí a Cartagena. Si por el momento decliné muy agradecido la invitación, en el curso de la tarde, por inesperados sucesos, me sentí muy inclinado a no rechazar cualquier proporción de viaje que se nos presentara.
Ved lo que ocurría: llegué a mi casa con objeto de recoger a Donata para dar un paseo, y a quien primero vi fue a Polonia con una taza en la mano. «Voy a darle a ésa un poco de tila -me dijo-. Se nos ha puesto malucha». Encontré a mi pobre odalisca demudada, llorosa. Con trémula voz me dijo: «¡Ay, mi Confusio, qué ganas tenía de que vinieras! ¿No sabes lo que pasa? Olegaria está en Tortosa: Polonia la ha visto. Ya sabes lo mala que es... Que te cuente Polonia lo que le han dicho... Corre por la plaza el rumor de que el Arcipreste está aquí también, disfrazado de payés... y ha venido... ya puedes suponerlo... A Polonia le han dicho... que te lo cuente... le han dicho que ni tú ni yo nos reiremos de don Juanondón... Yo tengo un miedo horrible... Cuando ésta me dijo que vio a Olegaria en los porches de la plaza, creí morirme... Juanico mío, no me dejes un momento sola... A ti y a mí nos matarán. Lo que te dije: no nos perdonan lo que hemos hecho... ¡Fugarme de su casa!... ¡sacarme tú de su casa!... Polonia, Confusio, escóndanme bien... discurran cómo hemos de escaparnos a lugar más seguro... lejos, lejos...».
Dejando para después el discutir si debíamos o no marcharnos a un lugar más distante de la esfera de acción del Arcipreste, Polonia y yo procuramos expulsar del cerebro de mi aragonesa los pensamientos terroríficos que en él se habían metido. Cuando nos quedamos solos, Donata se estrechó más contra mí, oprimiendo mi cuerpo con un abrazo forzudo, y me dijo: «Tuya soy, tuya me hiciste por amor, y a ti me pego, y no habrá quien de ti me separe... ¿Te acuerdas de lo que hablamos en la tartana viniendo de Ulldecona? Tú me preguntabas si el Arcipreste es bueno o es malo, y yo no sabía qué contestarte... Ahora te digo que es malo, o que está en la vena de volverse demonio. ¿No te contó él lo que hizo con el teniente que le quitó a Fabiana? Pues lo mismo querrá hacer contigo... ¡Qué horror! Vámonos, vámonos pronto de aquí... ¿Permitirá la Virgen de la Cinta que ese hombre se vengue de ti por haberme robado y de mí por dejarme robar? No: la Señora no lo permitirá. Yo le diré a la Señora que don Juan no merecía mi constancia... Yo he pecado... él más... él es, como quien dice, monstruo, y su casa... como eso que me contaste de los harenes... ¿no se llaman así?... Te diré una cosa, y también he de decírsela a la Virgen de la Cinta. Don Juan me compró a mí por mil quinientos reales... No te asombres. Es como te lo cuento: mil quinientos reales dio por mí... Mi pobre madre necesitaba la cantidad, porque le habían embargado el huerto de la Diezma, única hacienda que teníamos... Y ello fue porque mi padre dejó una deuda que al principio era de poca cuenta, pero crecía, crecía, año tras año, como una mala hierba que se corta, mas no se arranca. Para librarse de esta trampa empeñó mi madre la Diezma... Mi prima Polonia, que vivió con nosotros muchos años en la sacristía de Alcoriza, podrá contarte las fatigas que pasó mi madre. Pidió al rico don Juan que le prestase dinero para el desempeño de la Diezma, y no quiso dárselo. Lo que él decía: 'Estoy harto de hacer beneficios. Saco a estos pobres de la miseria, y en la miseria se vuelven a meter'. Y yo digo: 'No tienen la culpa los pobres, sino la miseria de los pueblos, que es mayor que toda caridad...'. Pues nada: don Juan iba todos los años a Alcoriza, donde tiene tierras muchas... Mi madre le daba matraca, y él que no, que no. Me parece que le oigo... Al fin... el año pasado no, el otro... a poco de salir de allí el Arcipreste para Ulldecona, mi madre, desesperada, discurrió ofrecerme a mí por el dinero. Un arriero, apodado Mañas, fue quien trajo y llevó los recaditos para el arreglo del negocio, y ese Mañas, en el mes de Octubre, no en el último Octubre, sino en el de más atrás, me trajo a mí, y llevó a mi madre los mil quinientos reales...».
La pena y bochorno de estas revelaciones me hicieron enmudecer. Antes que Donata me refiriese su caso, había yo visto que en España tenemos esclavitud mal encubierta de formas legales o de sociales artificios. «¡Y este hombre -prosiguió ella- se atreve a disputar su esclava al que me ha comprado por amor, no por dinero!... También te digo que don Juan no tomaría venganza de ti y de mí si esa perra de Olegaria no le pusiera en el disparadero con sus arrumacos... porque él... vuelvo a decírtelo... enteramente malo no es... Tú lo comprendes, Juanico... Dentro de él andan a la greña los ángeles y los demonios».
De esta conversación surgió la idea de aprovechar la oferta de Ansúrez para buscar refugio en pueblo más distante. A la siguiente mañana, anduve en persecución del hombre de mar, sin poder dar con él. Supe al fin, por un posadero de la calle de Tablas Viejas, que había bajado a la villa de Amposta, donde tenía su embarcación. Acompañome el Músico Mayor en las últimas vueltas que di por la ciudad, no cuidando de recatarme, sino de afrontar la presencia del Arcipreste, si acaso con él me topaba. Por cierto que don Higinio, una vez pasada la gran congoja del fusilamiento, se volvió a revestir de falsa entereza, y no hablaba de otra cosa que del suceso trágico. Todo su empeño era presumir de haberlo visto mejor que yo, y poner reparos a la descripción que yo hacía. Según mi amigo, no eran de color lila, sino de color de paja, los guantes que Ortega llevó al cuadro. Me porfiaba que la levita no era negra, sino azul, y la capa, un capote de caballería... Sobre tales pormenores disputamos en la mesa del café, y la intervención y juicios de otros amigos, en vez de aclarar los hechos, más los obscurecían y embrollaban... Y es que estos espectáculos siniestros, iluminados por el relámpago de nuestra curiosidad terrorífica, no impresionan con igual forma y colorido la retina de cada espectador. Un soldado del piquete que hizo fuego sobre el General, nos dijo que éste llevaba una casaca roja... ¿Sabéis lo que motivó este error del soldado, haciéndole ver tanto rojo? La cruz de Calatrava que Ortega llevaba en su pecho.
Antes de anochecer, Polonia nos llevó noticias que rectificaban las que habían consternado a la pobre Donata. Muy revuelta estaba Ulldecona con las diligencias que hacía la tropa para encontrar a los Príncipes escondidos. El Brigadier Ballesteros, hombre templado muy atento a su obligación, destituyó al Ayuntamiento, que ha sido el primer amparador de carlistas, y metió mano a todos los cabecillas de aquellos contornos. En el casco de la villa fue registrada la casa del Arcipreste, que escapó antes que entrara la Guardia civil. De las innumerables amas y sobrinas, algunas huyeron con su señor; otras volaron por su cuenta, y alguna se quedó al amparo de los propios guardias, que era lo más seguro. El Arcipreste había ido a parar a la Cenia, según unos; otros creían haberle visto camino de los Alfaques... Tranquilizaron a Donata estas nuevas, pues si eran verídicas, ya no debíamos temer la presencia de don Juan en Tortosa. Mas como ni aun así podíamos estar libres de inquietud, uno y otro, al cabo de mucho charlar de las probables contingencias, resolvimos marcharnos... ¿A dónde? Nuevas dudas. ¿Iríamos a Cartagena en el falucho de Ansúrez, o a Tarragona en tartana?... ¿Y por qué no a Madrid? ¿No sería esto lo más seguro? Tan indecisos estábamos, que entres veras y bromas propuse a Donata que lo echáramos a la suerte, y el modo y forma de consultar el Destino fue diferido para la mañana siguiente. Ved ahora, amigos míos y amables lectores, Marqués y Marquesa de Beramendi, la solución que nos dio el Oráculo, bajo la sagrada representación de Virgen de la Cinta.
Levantose Donata muy tempranito, casi al amanecer, y con Polonia se fue a la Catedral. De regreso estaba cuando yo me vestía. Risueña entró en el palomar, y con tiernas caricias me notificó la divina solución de nuestras dudas. Bastaron medias palabras para que yo comprendiera que la Virgen hablado había dentro del corazón de Donata con misterioso lenguaje sólo entendido de la sincera piedad. En resumen: decía la voz del cielo que sin miedo ni vacilación alguna nos embarcáramos en la nave del señor Ansúrez. «Y para que veas, Confusito de mi alma -agregó Donata-, cómo ha correspondido la verdad natural a las voces que hablaron en mi corazón, sabrás que al bajar las gradas de la Catedral, vimos pasar a tres hombres, uno muy alto, vestido de azul. Polonia saltó y dijo: 'Mírale... ése es el amo del falucho. Parece que Dios te le envía'. No me atreví a correr tras él. En cuatro brincos fue Polonia; le paró, hablaron... Le encontrarás toda la mañana en el Astillero... Búscale en el tinglado de un calafate nombrado Lleó».
No puedo ocultar que Donata me comunicó su anhelo de huir por mar. También sentía yo en mí la corazonada, las tenues voces íntimas que me aconsejaban lo mismo que la Virgen sugirió a Donata, y esto prueba cuán extenso y variado es el reino de la superstición. Salí en busca del marino; pero no quiso Dios que mis pasos fuesen tan derechos como yo quería, porque al atravesar la Plaza de la Ciudad, sentí tras de mí la voz del Castrense, y antes que me volviera, su mano me cogió del brazo. «Vamos, querido Confusio -me dijo-, vamos a ver con nuestros propios ojos a Carlos VI y a su hermano. ¿Pero qué?... ¿ignora el gran acontecimiento? Anoche les han cogido. Se sabe por un correo que llegó muy temprano. Ya no tardarán en entrar en Tortosa, pues a las dos de la madrugada salieron de Ulldecona. Vamos, amigo, a prisita... no haga el demonio que entren antes de la hora prevista y perdamos esta fiesta. ¡Cuándo veremos otro Rey, aun siendo de papelón y sin ningún derecho a la Corona, digan lo que quieran!...». Me llevó; déjeme llevar hacia la calle del Arsenal, donde está la Comandancia General. A mí, como a don Jesús, se me había despertado la curiosidad vivamente. ¡Carlos VI... un perfil histórico... la encarnación de una idea, tras de la cual corre el caudaloso torrente de la guerra civil! Hay que ver, hay que ver esa cara, dibujada por Clío... con un hueso mojado en sangre española.
Ya había gente en la calle del Arsenal, gente en la Barana y en la calle de Pont... Aquí nos encontramos a don Higinio con otros amigos de la tertulia del café. «Higinio -le dijo el Castrense-, ¿cómo no te has traído la banda para darle a tu monarca un golpe de Marcha Real?». Y el Músico chiquitín replicó: «Lo que le daría yo es un golpe de Himno de Riego, y mejor del Trágala... Por de contado, que le fusilarán. Y a ese fusilamiento sí que no falto, aunque mi estómago se me ponga de uñas... ¿Que no le fusilan? ¿Pues qué justicia es ésta, ajo? Al otro pobre cuatro tiros, y a éste, chocolate con mojicón». Por acuerdo razonable de todos, fuimos a situarnos en la puerta de la Comandancia, donde forzosamente había de parar lo que don Higinio llamó el cortejo, y en efecto, a los diez minutos de espera vimos que entraban en la calle cuatro guardias civiles a caballo, detrás una tartana... más guardias civiles, otra tartana... y una escolta pequeña de húsares...
¡Ya estaban aquí! ¡Qué interesante es ver a la Historia apearse de un carricoche, con aire mohíno, y codearse con los simples mortales que no salen de los espacios grises de la vida privada!... De la primera tartana vi bajar a Montemolín, un joven alto, de buena presencia, pálido, con una nube en un ojo, barba que renacía tenuemente después de afeitada, como cerquillo obscuro en los bordes del ovalado rostro; vi detrás al hermano, más pálido y ojeroso, menos interesante que el primogénito. Ambos, al entrar en la Comandancia, pasaron rozando conmigo: observé sus gabanes largos llenos de polvo; las hilachas de sus pantalones; la chafadura de los hongos negros de seda, blanqueados del polvo; los cuellos de camisa no mudada en luengos días; el deterioro general de sus ropas; los guantes por cuyos descosidos asomaban los dedos; noté las caras soñolientas, mustias, avergonzadas... ¡Oh, qué historia tan triste! Sentí lástima de la Causa y de sus hombres, que parecían conducidos a un patíbulo sin muerte, o a una muerte histórica sin dignidad.