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Carta a los españoles de la Princesa de Beira

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Carta a los españoles
de María Teresa de Braganza
Nota: Firmado en Baden bei Wien el 25 de septiembre de 1864

Aunque por mis cartas de 15 de septiembre y 30 de octubre de 1861, dirigidas a mi hijo Juan, se pudiera entender cuál debe ser nuestra conducta política en las actuales circunstancias, sin embargo, algunos desean mayores explicaciones para tener un norte seguro en los acontecimientos que pudieran de un día a otro presentarse. Con este fin se me hacen especialmente tres preguntas:

1.ª ¿Quién es nuestro Rey?

2.ª ¿Qué pienso yo del liberalismo moderno español?

3.ª ¿Cuál será nuestra divisa para lo futuro?

Aunque estas tres preguntas encierran un sinnúmero de cosas, trataré de responder a ellas con la mayor brevedad posible.

Y en cuanto a la primera pregunta, además de lo dicho en mis precitadas cartas, debo añadir que, supuesto que mi hijo Juan no ha vuelto, como yo se lo pedía, a los principios monárquico-religiosos, y persistiendo en sus ideas, incompatibles con nuestra religión, con la Monarquía y con el orden de la sociedad, ni el honor, ni la conciencia, ni el patriotismo permiten a ninguno reconocerle por Rey. Pues, desde luego, él proclamó la tolerancia y libertad de cultos, la cual destruye la más fundamental de nuestras leyes, la base solidísima de la Monarquía española, como de toda verdadera civilización, que es la unidad de nuestra fe católica.

Los Reyes, nuestros antepasados, juraron siempre observar, y observaron, esta ley, desde Recaredo, sin interrupción alguna, hasta nuestros días; y Juan no sólo no jura observarla, sino que más bien jura destruirla, no teniendo en cuenta sus catorce siglos de existencia ni los inmensos sacrificios que costó a nuestros padres, que pelearon siete siglos contra los agarenos para restablecerla, ni que esa misma unidad de fe católica es nuestro mayor timbre de gloria, y, que aun políticamente hablando, es el medio más eficaz para que haya unidad y unión en toda la Monarquía. No por otro motivo, sino por éste solo, nos envidian otras naciones, y por eso la combaten, porque prevén que esa unidad y unión, que da a todos los españoles su fe católica, será el primer elemento de nueva y rejuvenecida grandeza para la España. El odio que profesan a esa unidad de fe los incrédulos y sectarios de todos los países es un motivo más para que todos los buenos españoles reconozcan su importancia suma y la aprecien en sumo grado. Sin embargo, Juan, por desgracia, parece tener más bien la opinión y la torcida intención de los sectarios incrédulos que los sentimientos de todos los españoles. Y ni aun siquiera repara que dar libertad de cultos sería como hacer leyes para extranjeros (lo cual no le toca a él), y no para españoles, profesando todos la religión católica. En fin, olvida que la tolerancia y libertad de cultos en Inglaterra y Alemania fue causa de guerras de religión que duraron un siglo, guerras de que nosotros estuvimos libres. ¿Se quiere acaso que las tengamos? Proclamando, pues, tal libertad y tales intenciones, Juan no sólo no jura observar la ley más fundamental de España, sino que se propone destruirla. Ahora bien, para ser Rey debe jurar todo lo contrario, y no haciéndolo, no puede serlo. “He todo omme que debe ser Rey, antes que reciba el regno, debe hacer sacramento que guarde esta ley, y que la cumpla” (“Fuero juzgo”, título I.)

Nuestros Reyes de Aragón no tomaban nombre de Rey hasta después de haber jurado en Cortes la observancia de las leyes del Reino. Carlos II, disponiendo en su testamento que Felipe V fuese reconocido por Rey legítimo, añadía: “Y se le dé luego y sin dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos”. No pedimos que nuestro Rey jure la observancia de todas las leyes antiguas, pero a lo menos debe jurar la observancia de las leyes fundamentales de la Monarquía. Pero Juan no sólo pretende destruir la unidad de la fe católica, sino también la monarquía misma y la legitimidad, las cuales son incompatibles con la soberanía nacional que él proclama, y de la cual, como él dice, “lo espera todo, teniendo en nada sus derechos legítimos si no los ve sancionados por la soberanía nacional” (Manif. 29 de septiembre de 1860.) Pretende, pues ser monarca, y admite un monarca mayor, de quien lo espera todo; proclama sus derechos y dice que son nulos mientras no los sancione la soberanía nacional. Por todo lo cual no sólo renuncia de hecho y de derecho a su propia soberanía y legitimidad, sino que pone en cuestión la existencia de la Monarquía y borra todo derecho de legitimidad no sólo para sí, sino también para sus descendientes; porque el pueblo soberano, llamado a decidir, tendría derecho, si tal le pluguiese, de establecer una república o de llamar a ocupar el trono a otra familia nacional o extranjera. La consecuencia de esto es que Juan abdicó de hecho y de derecho, y que ésta su abdicación formal nos basta para reconocer por Rey a su sucesor legítimo, que es su hijo mayor, Carlos VII.

Añadamos que Juan no sólo no jura observar las leyes fundamentales, que son la unidad de fe, la Monarquía y la legitimidad, sino que jura destruir toda ley, pues que al derecho divino le llama “ilusión”; ahora bien, con esto y la soberanía nacional, de la cual “lo espera todo”, hay bastante para concluir que lo que Juan pretende es excluir a Dios de la sociedad, de las leyes, de las instituciones, y sobre todo constituir una autoridad que no dependa en nada de Dios, que no cuente con Dios para nada, sustituyendo, según los principios de los revolucionarios, a la voluntad de Dios la voluntad del pueblo soberano, a las leyes emanadas de Dios o fundadas en las leyes divinas, otras leyes puramente humanas; a la sanción de Dios, la sanción del pueblo. Y de este modo formar un Estado ateo, con autoridades ateas, con leyes e instituciones ateas. A una autoridad independiente de Dios no le queda más prestigio que el de la fuerza bruta, o el absurdo sistema de las mayorías, que también se reduce a la mayor fuerza bruta. Las leyes puramente humanas se consideran como no existentes mientras se las pueda eludir, y se eludirán mil veces, no obstante un ejército de guardias civiles, de agentes de policía y un sinnúmero de carceleros y de cárceles y de casas de corrección. No habrá ni deber ni obligación propiamente dicha; porque prescindiendo de Dios y de su ley, ningún hombre puede imponer deber ni obligación a otro hombre, ni aun una mayoría a una minoría; todo lo cual es la subversión de toda autoridad, de toda ley, de toda sociedad. Ahora bien, Juan, con sus principios, quiere esto, y nada más que esto, y no sólo no jura observar nuestras leyes fundamentales, sino que pretende aniquilar la base misma de toda autoridad y de toda ley; por consiguiente, ningún español puede considerarle como Rey, y en su lugar debe proclamar a su hijo primogénito, Carlos VII.

Y en verdad Juan ha debido reconocer todo esto, pues que no queriendo retractar los principios que había proclamado, y viéndose abandonado de todo el partido monárquico-religioso, ha creído conveniente dar un paso decisivo reconociendo al Gobierno de Madrid y haciendo su sumisión a su prima Isabel. Así es que, después de una exposición hecha a mi sobrina Isabel, en la que Juan dice que todos sus pasos anteriores no tuvieron otro objeto “que arrancar su bandera al intolerable partido monárquico-religioso y que sus pasos presentes no tienen otro fin que consolidar el Trono constitucional”; luego añade que por este motivo “renuncia por sí, y también por sus hijos, a sus derechos, y que jura fidelidad y obediencia a la Constitución”. Enseguida viene el acta pura y simple de renuncia con estas palabras: “Señora, la magnanimidad de V. M. me decide a haceros mi sumisión y a reconoceros por mi Reina, respetando las instituciones nacionales. Suplico de V. M. se digne aceptar con benevolencia mi sumisión y créame su humilde súbdito y primo.—Juan de Borbón.—Londres, 8 de enero de 1863”.

A este acto habían precedido correspondencias con el embajador del Gobierno de Madrid en Londres. Le había escrito por medio de su secretario, Lazeu, en 31 de agosto de 1862, preguntándole cuándo podría presentarse en la Embajada para prestar su juramento a Isabel. Y no habiendo conseguido pronta respuesta, el mismo Juan le volvió a escribir con fecha 20 de septiembre.

Hecha ya su sumisión a Isabel, y deseando confirmarla personalmente, hizo de incógnito un viaje a Madrid, y hospedándose en casa de su prima la Duquesa de Sesa, hermana del marido de Isabel, tuvo ocasión de verse con ésta y besarle la mano. De vuelta a Londres, su secretario, Lazeu, creyó concluida su misión y dio o fingió dar su dimisión diciendo: “Después de la sumisión de V. A. a S. M. la reina (q. D. g.) mi permanencia al servicio de V. A. sería un recuerdo de aquella época que conviene olvidar, etc.”. Pero Juan, no contento con esto, con fecha 7 de mayo de 1863 hizo nueva solicitud, en la cual pedía solamente “que se le levantase la pena de destierro porque deseaba, ante todo, restituirse a su patria como simple ciudadano español y porque deseaba por ese medio recuperar sus hijos”.

A esto respondió el Marqués de Miraflores, entonces presidente de ministros, que Juan estaba fuera del derecho común y que no había lugar a deliberar sobre dicha solicitud. Juan replicó ante tal respuesta con una larga carta, remitiéndole al mismo tiempo copias de las exposiciones que había hecho y en las cuales dice “se ratifica”.

Dejando, pues, a Juan entenderse con el Gobierno de Madrid sobre su vuelta a España y demás cosas consiguientes a su sumisión, nosotros, monárquicos, protestamos solemnemente contra la renuncia que Juan dice hacer también por sus hijos, pues no puede renunciar sino a sus derechos propios y personales. Los hijos de Juan no tienen los derechos de Juan, sino más bien de la ley que marca el orden de sucesión, ley que Juan no tiene facultad de abrogar. Por lo demás, la renuncia de Juan y su sumisión a Isabel eran una consecuencia legítima y necesaria de haber renegado de los principios monárquicos, que eran solos según los cuáles Juan podía alegar derechos legítimos al trono.

De todo lo cual se infiere legítimamente que habiendo Juan renunciado a sus derechos no sólo por los principios anticatólicos y antimonárquicos que proclamó, sino también por su reconocimiento del actual Gobierno y por su sumisión a Isabel, nuestro Rey legítimo es su hijo primogénito, Carlos VII. Y con esto me parece haber satisfecho plenamente a la pregunta de los que aún no sabían a qué atenerse sobre este punto esencial. Vengamos ahora a la segunda pregunta: ¿Que pienso yo con respecto al liberalismo moderno?

2.ª En cuanto a esto, digo primeramente que es un hecho positivo, evidente, que el liberalismo moderno en gran parte se nos impuso por tres potencias, aliadas con el Gobierno usurpador de Madrid contra mi amado y difunto esposo, Carlos V. Es también un hecho positivo, evidente, que mi esposo Carlos tenía en su favor la inmensa mayoría de la nación, pues sin esto le hubiera sido imposible sostener una lucha tan heroica durante siete años; lucha en la cual, no obstante la cuádruple alianza, hubiera triunfado indudablemente sin la alevosa traición de Maroto; y esa misma inmensa mayoría de la España que sostenía a Carlos V durante la guerra civil se mantiene firme en sus principios, siendo muy pocos los que, concluida la guerra hayan abrazado las ideas liberales; y al contrario, siendo ya muchísimos los que entonces liberales, ahora están enteramente desengañados y en el fondo de sus corazones piensan como nosotros.

De donde se sigue que los liberales en España son una pequeñísima minoría; pero minoría armada que subyuga al reino por el derecho de la fuerza.

No es menos positivo que el liberalismo español se mostró enemigo de la religión católica, ya despojándola enteramente de sus bienes, ya persiguiéndola desde el principio hasta el día de hoy en sus ministros, en sus instituciones, en su doctrina, y esparciendo por medio de sus secuaces toda especie de calumnias, toda suerte de libros contrarios a la fe y a la moral, propagando por medio de la enseñanza doctrinas falsas y sirviéndose, en fin, de mil medios para borrar, si le fuese posible, la fe católica del corazón de los españoles. Pedirme pruebas de esto sería como querer demostrar que el sol resplandece al mediodía.

Nadie puede negar tampoco que el liberalismo desciende en línea recta de los réprobos principios de Lutero; que trae su origen inmediato de los malhadados principios de la revolución francesa, que causó en la Francia misma y en toda la Europa los mayores desastres que vieron los siglos. Por lo cual se entiende que es imposible que el liberalismo, que es puro protestantismo aplicado a la política, pueda dar en ésta mejores frutos que no ha dado éste en Religión. En efecto, el liberalismo español ha destruido mucho, pero aún no ha edificado nada; ha hecho y deshecho, ha formado y reformado ya seis o siete constituciones, y aún no se sabe cuál rige o si rige propiamente alguna. Ha hecho y deshecho leyes sin número en todos los ramos de la administración, y si algo hay que se observe son los restos de las leyes antiguas.

Ha prometido libertad de imprenta, y jamás la hubo; ha prometido libertades civiles, y existe de hecho una centralización que es el mayor de los despotismos; ha hecho mil promesas de felicidad a los pueblos, y en pocos años cuadruplicó sus contribuciones, sacó millares de millones de la venta de los bienes de la Iglesia y de la desamortización general con el pretexto de pagar deudas del Estado, y éstas se aumentaron de una manera escandalosa. Además, uno de los bienes supremos de la nación es la unión, y el liberalismo la dividió en cien bandos que, con el ojo puesto en el presupuesto, se disputan el poder. Esta división y egoísmo hubieran traído ya nuestra ruina, nuestra esclavitud y dependencia, si Dios, por su infinita misericordia, y los monárquicos, por su fidelidad y constancia, no hubieran conservado la gran mayoría de la nación unida con los principios de la fe católica y de la Monarquía. Esto, no obstante, el liberalismo español ha estado y está aún supeditado en gran parte a la voluntad de dos naciones extranjeras, como lo han probado hasta la evidencia los acontecimientos de la guerra de África y de la expedición mejicana. Niegue el liberalismo todos estos y otros hechos positivos y palpables que sería largo referir, y si no puede negarlos, confiese que debe ser malo por esencia un árbol que produce tan malos frutos. Por consiguiente, el liberalismo está juzgado y condenado por sus obras. Por lo cual es moralmente imposible que haya español alguno de criterio y de buena fe que pueda absolverlo.

Por esta razón, en efecto, muchos antes liberales, ahora, observando los hechos y la vanidad de las grandes promesas del liberalismo, lo han abandonado ya y defienden francamente y con denuedo nuestros principios. Por último, es un hecho positivo e innegable que el liberalismo, en España, no se ha sostenido ni se sostiene sino por la fuerza. La fuerza material, digámoslo así, le dio el ser, y la fuerza material se lo conserva. El carácter marcado, de toda ésta época liberal, después de concluida la guerra civil, ha sido la dictadura bajo este o el otro general; dictadura que no ha concluido aún ni puede concluir porque el liberalismo, en el último resultado, es la anarquía o la dictadura. Es verdad que esta dictadura continua impidió la completa ruina; pero eso mismo condena al liberalismo, pues ni la anarquía ni la dictadura son el estado normal de la sociedad.

¿Y que diría si hubiese de juzgar del liberalismo no sólo por sus obras, sino también por sus principios? La soberanía nacional, digan lo que quieran ciertos liberales llamados conservadores, es uno de los principios fundamentales de todo el sistema constitucional moderado, y en sentido del liberalismo, de esa soberanía nacional emanan todos los poderes, todos los derechos, todas las leyes. Con esto se sustituye en todo la voluntad puramente humana a la voluntad divina y se niega todo poder, toda ley, todo derecho de origen divino. Ahora bien; esto no es solamente contrario a la razón, sino también absolutamente anticatólico.

Por eso la soberanía nacional, entendida en el sentido del liberalismo, ha sido expresamente condenada por el Sumo Pontífice y los Obispos católicos el día 8 de junio de 1862 por estas palabras: “Y llevan a tal punto la temeridad de sus opiniones que no temen negar atrevidamente toda verdad, toda ley, todo poder, todo derecho de origen divino.” Y siendo este error uno de los principios fundamentales del liberalismo, es claro que todas las consecuencias que de él deduzcan los liberales están implícitamente condenadas, pues en buena lógica de un principio falso no se pueden sacar sino consecuencias falsas. Así negando el principio divino de toda verdad, de toda ley, de todo derecho, de todo poder, los liberales infieren “que los preceptos morales no necesitan la sanción divina; que no es necesario que las leyes humanas sean conformes al derecho natural, ni que reciban de Dios su fuerza obligatoria; afirman que no existe ley alguna divina y niegan con osadía toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo”. Por medio de estos errores, también condenados, el liberalismo moderno tiende a constituir y ha constituido ya en varias partes un Estado ateo, excluyendo a Dios y a su Iglesia de las leyes civiles, de las instituciones, de las asambleas y cuerpos morales de la enseñanza, y, en cuanto puede, hasta del hogar doméstico, relegando a Dios allá a las alturas y a la Iglesia al reino de los espíritus.

Por eso el Sumo Pontífice y los Obispos del orbe católico, añaden: “No se avergüenzan de afirmar que la ciencia de la filosofía y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apartarse de la divina revelación y sustraerse a la autoridad de la Iglesia.”

Es otro dogma fundamental liberalesco que la razón humana es autónoma y, por consiguiente, que es libre e independiente; que ella es árbitro supremo de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo. Que ella basta por sí sola para procurar el bien de las naciones; y por eso los liberales de todo el mundo exaltan tanto la razón, su libertad e independencia, sus fuerzas y sus progresos. Mas el Sumo Pontífice, con todos los Obispos católicos, condenan también estos errores diciendo: “Sientan temerariamente que la razón humana, sin ningún respeto a Dios, es árbitra de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, que ella es ley a sí misma (autónoma) y que bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de las naciones”. Añádase que el liberalismo moderno, tomando por principios fundamentales la soberanía nacional y la autonomía de la razón, anula de hecho toda autoridad legítima; pues no puede haber autoridad en donde todos son soberanos, ni autoridad legítima determinada y una en donde todos son autónomos. Y el sistema de mayorías inventado para suplir a esta falta esencial de autoridad y de legitimidad no es más que una triste comedia, o más bien tragedia funesta, pues por una parte ha estado y está siempre falseando en su base, que son las elecciones, en las cuales campean libremente las intrigas, las promesas, los compromisos, las amenazas, las violencias, y sobre todo, la influencia del Ministerio entonces reinante; y por otra parte, el sistema de mayorías se resuelve en el derecho de la fuerza. Ahora bien; el Sumo Pontífice, con los Obispos condenan esa especie de autoridad y esta suerte de mayorías en estos términos: “De la autoridad y del derecho discurren tan tonta y temerariamente que dicen con desvergüenza que la autoridad no es más que la suma del número y de las fuerzas materiales… y hollando todos los derechos legítimos, toda obligación y deber, toda legítima autoridad, no dudan en sustituir al verdadero y legítimo derecho los falsos y fingidos derechos de la fuerza”. Además ha sido y es constante sistema del liberalismo sustituir al derecho legítimo los hechos consumados, pretendiendo con este principio absurdo y subversivo justificar todos los atentados cometidos en toda la Europa, ya contra los tronos y contra los Reyes legítimos, ya contra la propiedad y los bienes de la Iglesia; como si por este principio réprobo no se pudiesen igualmente justificar todos los crímenes del mundo. Con razón pues, el Sumo Pontífice y los Obispos católicos condenan ese funestísimo principio liberal, reprobando esta proposición: “Que el derecho consiste en el hecho material”; y esta obra: “Que todos los hechos humanos tengan fuerza de derecho”.

Pero como el liberalismo, no obstante sus alardes de libertad, en llegando al poder viene siempre a parar en el mayor de los despotismos, arrogando al Estado, es decir, a sí mismo, un derecho ilimitado sobre la legítima propiedad de la Iglesia católica y sobre otros bienes llamados nacionales, también el Sumo Pontífice y los Obispos le salen al encuentro condenando semejante error en estos términos: “Además se esfuerzan en invadir y destruir los derechos de toda legítima propiedad, fingiendo e imaginando en su ánimo y en sus pensamientos un cierto derecho absolutamente ilimitado, del cual juzgan goza el Estado”. Al mismo tiempo El Sumo Pontífice condena el absurdo de “Que el Estado sea la fuente y origen de todos los derechos”, cuando en realidad el Estado no crea propiamente derechos, sino que su fin es más bien el de proteger los derechos que o por naturaleza o por derecho divino preexisten. Antes que existiese Estado alguno en el mundo, ya Dios reprobaba y condenaba la avaricia, la envidia y el fratricidio de Caín, e imponía a éste severísima pena por los derechos lesos en la persona de Abel. Y no hubo ni habrá Estado en el mundo capaz de substituir a los derechos de Abel los vicios y el crimen de Caín.

Pero aquel absurdo principio de que “el Estado es fuente y origen de todos los derechos” le parece al liberalismo necesario para sus fines; pues que, ya siga a los adocenados regalistas, ya se deje llevar de su instinto absolutista, lo cierto es que en medio de tanta libertad como promete, el liberalismo hace todo lo posible para que sólo la Iglesia Católica sea esclava, pretendiendo que sólo ella, cual si fuese niño de menor edad, esté bajo la tutoría del Estado; que el Estado reciba sus derechos; y que el Estado puede y debe contener a la Iglesia católica dentro de ciertos límites que no deben extenderse más allá del pórtico y la sacristía. He aquí por qué el Sumo Pontífice, con los Obispos, levantan la voz y anatematizan dichos principios por estas palabras: ”En verdad, no se avergüenzan de afirmar que la Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, y enteramente libre; que no goza de propios y constantes derechos, que le hayan sido concedidos por su Divino Fundador; sino que es propio del poder civil el definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda usar de sus derechos. De donde perversamente concluyen que la potestad civil puede mezclarse en las cosas tocantes a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual; como también impedir que los sagrados ministros y los fieles puedan comunicar recíproca y libremente con el Romano Pontífice, constituido por Dios, Pastor supremo de toda la Iglesia… Y sirviéndose de toda especie de falacias y engaños no temen andar publicando en el pueblo que los sagrados ministros de la Iglesia y el Romano Pontífice deben ser absolutamente privados de todo derecho y dominio temporal”. ¿Qué más? El liberalismo, según su principio esencial de autonomía, no reconoce ninguna clase de deberes y obligaciones propiamente dichos; y por eso los liberales, en su jerga liberalesca, no hablan jamás sino de derechos, no admitiendo sino ciertos deberes sociales o un proceder exterior conforme a la llamada legalidad. Y por la misma razón que no admiten deberes de conciencia, porque prescinden de Dios y de todo derecho divino, tampoco admiten delitos ni crímenes sino puramente legales, y menos, delitos políticos. Por eso en sus códigos penales reducen el castigo a puras correcciones disciplinarias, para dar satisfacción, no a Dios, al hombre o a la sociedad, sino sólo a la Majestad de la ley ofendida. Por eso el Sumo Pontífice, con los Obispos, condenan toda esa teoría que los revolucionarios formulan en estas pocas palabras: “Que todos los deberes de los hombres son un nombre vano.”

Pero se ha observado en todas las naciones, que los adeptos del liberalismo, generalmente hablando, colocaban su felicidad suprema en los intereses materiales, y en los placeres y comodidades de la vida, ansiando enriquecerse a toda costa y sin reparar en los medios para procurarse de este modo la mayor suma posible de comodidades y de felicidades. Así es que los bienes de la Iglesia Católica pasaron enteramente de las manos muertas a las manos vivas del liberalismo.

De este modo aquellos bienes, que eran en realidad del gran patrimonio del pueblo, de los pobres, de los hospitales, de las casas de beneficencia; que eran los fondos de la enseñanza gratuita y el recurso de los talentos privilegiados que carecían de fortuna; todos estos bienes, digo, son ahora el rico patrimonio de algunos centenares de liberales poderosos. De consiguiente, era natural que el Sumo Pontífice y los Obispos, defensores natos de los pobres, condenasen esos principios y esas tendencias materialistas y sensuales, como lo hacen en los términos siguientes: “Y hacen consistir toda la disciplina y honestidad de costumbres en aumentar y amontonar riquezas por cualquier modo que sea, y en satisfacer a todos los perversos apetitos. Y con estos nefandos y abominables principios sostienen, alimentan y exaltan el réprobo sentido de la carne, rebelde al espíritu, atribuyéndole dotes naturales y derechos que dicen ser conculcados por la doctrina católica.”

Nada, por otra parte más común en el liberalismo que el exaltar las fuerzas naturales de la razón humana y el deprimir al mismo tiempo la revelación y la doctrina católica, pretendiendo que la revelación, siendo imperfecta, está sujeta a un progreso continuo e indefinido, y que sin esto es incompatible con los adelantos de la razón humana, con la civilización y las luces del siglo. Esto encarecen todos los días los periódicos liberales en toda la Europa, llamando a los católicos, que sienten lo contrario, oscurantistas, retrógrados e ignorantes.

Mas la Iglesia Católica, maestra infalible de verdad, reprueba tales errores diciendo: “Además, no dudan afirmar con sumo descaro que la divina revelación es imperfecta; que por esto está sujeta a un continuo e indefinido progreso que corresponda a los progresos de la razón humana, y que la divina revelación no sólo no es útil, sino que es dañosa a la perfección del hombre.” Y, sin embargo, ¿quién lo dijera?, la pobre razón de los liberales renegando, especialmente desde hace un siglo, de la revelación divina, retrocedió hasta el error más craso, más antirracional, más inmoral que vieron los siglos, pues vino a dar de nuevo en el panteísmo antiguo, “que confunde a Dios con la universidad de las cosas; que hace de todas las cosas Dios; que confunde la materia con el espíritu; la necesidad con la libertad; lo verdadero con lo falso; lo bueno con lo malo; lo justo con lo injusto.”

Nada ciertamente más insensato, nada más impío, nada más repugnante a la misma razón, como se expresa el Sumo Pontífice con todos los Obispos católicos. Ya se ve; los liberales exaltaron tanto la razón humana, que creyeron conveniente endiosarla para darse a sí mismos autoridad y poder, mientras eliminaban a Dios de la sociedad, porque renegando del Dios verdadero era consiguiente que surgiesen dioses falsos a millares. De manera que renegar de Dios y endiosar la razón es lo sumo del progreso liberal y el término de la autonomía, la cual en su esencia es puro ateísmo, porque en último análisis implica ser uno autónomo, y no ser Dios. En vista, pues, de este fatal progreso del liberalismo, los católicos nos gloriamos de ser oscurantistas retrógrados.

¿Y qué diré de la opinión pública que el liberalismo moderno coronó neciamente por reina del mundo? ¿Qué cosa más insensata que poner como fundamento de un Estado, de sus leyes, de su Gobierno, el mero fantasma de la opinión pública? Y digo mero fantasma porque esa opinión pública no existió ni existirá jamás; pues tratándose de puras opiniones es incontestable aquel proverbio que dijo: ”Cuantas son las cabezas, otros tantos son los pareceres.” Y siendo así, ¿quién hizo o podrá hacer jamás que millones de opiniones distintas o del todo contrarias formen una opinión pública que se pueda decir universal y una? Nadie, absolutamente nadie. Solamente la verdad es una y capaz de unir en un sólo y unánime sentimiento a millones de hombres. Si yo propongo esa verdad: “los hijos deben respeto, obediencia y amor a sus padres”, la veré aceptada unánimemente por todos los hombres, no sólo del mundo civilizado, sino también de los pueblos bárbaros. Pero si en lugar de esa u otra verdad propongo una cosa que sea pura opinión, cada hombre se irá por su lado, y los liberales mismos serían los primeros, como autónomos, en decir que la opinión es libre. Solamente la verdad liga y une los entendimientos, porque es su alimento y su vida; y sólo ella es capaz de formar, no opinión, sino sentimiento que sea universal y uno. La pura opinión deja libre al entendimiento de aceptarla o no aceptarla, porque por su naturaleza puede ser verdadera o falsa. Y es aquí por qué un Gobierno que toma por regla la opinión pública, pudiendo ser y siendo con frecuencia falsa, cae en mil dislates y causa ruinas sobre ruinas porque el fundamento es falso. Además, la opinión es, por su naturaleza, incierta y vacilante, y por eso los Gobiernos liberales se bambolean siempre como cañas agitadas de vientos contrarios. La llamada opinión pública cambia casi continuamente, y por eso en los Gobiernos liberales hay un cambio continuo de hombres, de leyes, de constituciones. La opinión no une, sino que comúnmente divide a los hombres, y por eso el liberalismo, fundado en ella, produce necesariamente divisiones sin número, llevando la división y con ella, la desolación hasta el seno de las familias. En fin, el Estado, fundándose en la opinión, no puede serlo, pues con ello nada hay estable sino su inestabilidad misma.

Siendo esto así, ¿por qué el liberalismo proclama a la opinión pública reina del mundo? Primeramente, el liberalismo no ama a la verdad, porque esta liga, y el liberalismo quiere licencia; la verdad conocida y no practicada muerde y remuerde la conciencia, acusa y condena a los culpables, y el liberalismo no quiere nada de esto; la verdad, como eterna y permanente, da estabilidad y firmeza de carácter al individuo, a las familias, a las naciones; y el liberalismo quiere continuos trastornos para medrar en ellos; la verdad es rígida e imperiosa, y el liberalismo quiere sacudir el yugo de toda autoridad que hable en nombre de la verdad y de la justicia. Por otra parte esta cómica opinión, reina del mundo, se acomoda con su flexibilidad a todos los caprichos y a todas las pasiones del liberalismo. Con ser reina del mundo, es, sin embargo veleidosa; hoy levanta un Ministerio y mañana hace barricadas para derribarle; hoy aprueba una Constitución y a poco la hace trizas; ahora dicta una ley y a la hora siguiente la borra. Y también los ministros liberales se hallan bien con la opinión pública, porque ella los cubre con su regio manto y los absuelve de toda responsabilidad, ya sea que ametrallen al pueblo y le carguen y sobrecarguen de contribuciones; ya sea que pongan en cuestión la existencia del trono; ya conculquen la propiedad y los derechos de la Iglesia. La opinión pública, reina del mundo, les hace tantos y tan señalados servicios, que con razón le rinden homenaje. Pero si esto es bueno para el liberalismo, no puede ser considerado sino como muy malo para todo hombre de sano juicio, y sobre todo, por un católico que quiere, ante todo, en todas las cosas, el reino de la verdad y de la justicia.

Aquí tenéis, pues, amados españoles, lo que yo pienso del liberalismo moderno; está, digo, juzgado y condenado por sus obras, por sus principios, por sus tendencias; y no puede menos de condenarle la sana razón, como en sus bases y principios fundamentales le condena la Iglesia católica. Y esto último debiera bastar para que todo español, so pena de no serlo más que de nombre, le volviera las espaldas y le reprobase. Entre tanto, y pues así lo deseáis, añadiré algo sobre nuestros principios monárquico-religiosos. Y esto no porque crea que tengáis gran necesidad de mis explicaciones, sino porque lo creo de alguna utilidad para tener un norte fijo en medio de tanta confusión como han traído las ideas liberales.

3.ª A estas ideas, pues, tan anárquicas como antirracionales y anticatólicas, nosotros oponemos nuestros principios monárquico-religiosos, contenidos sumariamente en aquella nuestra antigua divisa: Religión, Patria y Rey. Esta divisa la heredamos de nuestros mayores como rico patrimonio, como ley fundamental de nuestra España católica, como lema glorioso de nuestras banderas, como grito de guerra contra nuestros enemigos. En las actuales circunstancias ella es la única áncora de salud en medio de la deshecha borrasca que excitó el liberalismo moderno con sus ideas disolventes. A estas ideas, pues, exponemos:

Primeramente, los principios de nuestra fe católica. Como el protestantismo religioso se dividió en mil sectas, que se anatematizan las unas y las otras, así el protestantismo político, o sea el liberalismo, se divide en bandos capaces de conducir la España a una completa ruina si no le opusiésemos los principios de nuestra fe católica, que, por su naturaleza, producen la unidad y la unión entre los que la profesan. Esta fe une nuestros entendimientos con los vínculos de la verdad, bien supremo de la criatura racional, y también une nuestros corazones con el vínculo de la caridad, vínculo el más íntimo, más sagrado y más fuerte. Esto hace que, no obstante las divisiones del liberalismo, la España sea la nación más unida y más una del mundo, y que en sus principios católicos conserve aún el fundamento solidísimo de verdadera grandeza. Esta unidad y unión, siendo íntima y juntando a los hombres por lo más grande y más noble que hay en ellos, que es el entendimiento y el corazón, es infinitamente preferible a la unidad ficticia y precaria de leyes e intereses puramente humanos o a la unidad violenta que se obtiene por medio de la fuerza, es decir, de las bayonetas y de los cañones. Esta última unidad existió y puede existir junto con la barbarie; mas la primera, siendo en algún modo divina, es solamente propia del catolicismo y de la verdadera civilización y la sola verdaderamente digna del hombre.

Añádase a esto que las verdades, ciertas e infalibles de la fe católica, son el fundamento solidísimo de nuestra vida política, civil y doméstica. El Decálogo, el Código Divino, es la base de todas nuestras leyes, y es imposible hallar una ni más simple, ni más perfecto, ni más universal, pues comprendiendo infinitas cosas que se compendian en una sola palabra, que es el amor de Dios y del prójimo. Esta sola ley, bien practicada, puede convertir la tierra en una especie de Paraíso. Ahora bien nuestros mayores, en realidad más sabios que los ilustrados de nuestro siglo, no creyeron hallar fundamento más sólido para la vida social que las verdades infalibles y eternas de nuestra santa religión. Jamás hubieran podido imaginar que viniera un tiempo en que hombres que se dicen católicos, en lugar de aquellas verdades, tomasen por fundamento social el fantasma de la opinión pública; de esa opinión incierta, vacilante, vana, caprichosa, mudable y falsa. Nuestros padres hubieran tenido esto por la mayor de las necedades humanas. Constituir a la opinión por reina del mundo es suponer el escepticismo universal o la negación de toda verdad social, pues si una sola existiese, es claro que esta debía ser coronada por reina del mundo en lugar de la opinión, y esta verdad única debiera entonces ser la base y piedra angular de todo edificio social.

Y que el escepticismo sea uno de los caracteres dominantes de los liberales es cosa evidente; pues, como en el protestantismo religioso, todo es puramente negativo, así en el protestantismo político hay carencia absoluta de principios; y por esto falta absoluta de carácter y de estabilidad en los hombres y en las cosas. No así en los monárquicos religiosos, porque en su fe católica tienen principios y verdades fijas, invariables, eternas, que les sirven de norma en todas las operaciones de su vida política, civil y doméstica. Y como parte de unos mismos principios, también tienen un punto céntrico en donde todos se unen, que es el amor de Dios y del prójimo.

El liberalismo, para obviar a su falta de principios y para poner un dique a la división que engendró el falso reinado de la opinión, inventó la consabida máquina de gobierno. Pero como en esta máquina cada pieza se va por su lado, no puede mantenerla unida y menos hacerla ir adelante, sino a fuerza de ejércitos, de guardias civiles, de agentes de policía, de empleados, y a fuerza de fabricar leyes, ordenanzas, decretos, reglamentos, instrucciones que liguen en algún modo sus partes incoherentes, y ni aun todo esto basta para que haya unidad y fuerza de acción, porque falta la verdad, vínculo de los entendimientos, y el amor, vínculo de las voluntades. El liberalismo, inventando una máquina de gobierno, fue, sin embargo, en algún modo, consiguiente consigo mismo, pues habiendo proclamado a los hombres autónomos, libres e independientes, para mantenerlos unidos en sociedad, era necesario juntarlos mecánicamente como las diversas piezas de una máquina o atarlos al yugo con un sinnúmero de leyes.

Los monárquico-religiosos, al contrario, están unidos entre sí, no maquinalmente, sino como conviene a hombres racionales, es decir, por medio de la verdad y del amor, deseando que esta verdad y amor nos unan a todos con Dios, verdad y caridad por esencia. Si esto es demasiado elevado para el liberalismo moderno, la culpa es suya, que con pretensiones de ilustración adoptó principios falsos que le arrastran por el suelo. Para los verdaderos católicos, pues, cuales debemos ser todos los españoles, ante todo y sobre todo nuestra religión santa; y esto no sólo por lo sobrenatural y divino que contiene y que promete como fin último del hombre, sino también porque ella es el fundamento solidísimo de la verdadera civilización, de la verdadera libertad y del verdadero progreso. Partiendo de sus principios se puede progresar en algún modo hasta el infinito; abandonándolos, se retrocede hasta la barbarie.

La segunda palabra de nuestra divisa es Patria, nombre dulce y suave y nunca más amado por un hijo suyo que cuando se ve lejos de ella. Patria, de la cual es difícil renegar por grandes que puedan ser los atractivos que se encuentren en países extraños. Pero si no es fácil renegar de la Patria, no es raro encontrar hombres sin patriotismo; tales deben ser todos los liberales, siguiendo sus principios. Pues la autonomía de la razón, que hace al hombre libre e independiente, la soberanía nacional, que hace de él un soberano, la ambición que ésta engendra y el orgullo que alimenta; la empleomanía, que la hace suspirar por puestos lucrativos, el sumo apego a los intereses materiales y placeres, plaga suscitada por el liberalismo, y, por fin y sobre todo, el interés del partido, que monopoliza los empleos y las riquezas nacionales, todo esto junto hace que los liberales deban, por sus principios, carecer de patriotismo; porque todos esos principios son egoístas, y el egoísmo es incompatible con el patriotismo. Y la razón es porque el egoísmo desconoce, y aun mata, al verdadero amor del prójimo, y faltando este, es imposible que haya amor patrio o patriotismo, que es una extensión del amor al prójimo. El egoísmo está siempre dispuesto a decir: Salve yo mis intereses, mis placeres, mi posición y mi vida y húndase la Patria; que sea burla y escarnio de naciones extranjeras, sea dependiente o esclava, nada me importa con tal de que queden a salvo mis intereses y mi persona. El egoísta es de una estrechez de corazón que espanta; ni se eleva un palmo de la tierra ni se extiende fuera de los límites de su personalidad. Al contrario, el verdadero patriota español dice: Dios y mi religión, ante todo y sobre todo, y luego, ante todo y sobre todo, mi Patria; prefiero lo nacional a lo extranjero; los intereses o el bien común, al mezquino interés de partido o al interés privado; ningún sacrificio le es costoso cuando se trata de salvar la independencia de su Patria, dispuesto a sacrificar la vida por evitar hasta la sombra de dependencia.

Por librarla del yugo agareno pelearon nuestros padres durante siete siglos con inmensos e indecibles sacrificios, y a pesar de que entonces no había liberalismo o, mejor, porque no lo había, sacudieron aquel yugo, reconquistaron la España desde los Pirineos hasta Gibraltar. Porque no hubo entonces liberalismo que matase el amor patrio, nuestros mayores descubrieron, conquistaron y civilizaron poco después todo un nuevo mundo; y al propio tiempo que esto hacían, en lugar de recibir, imponían la ley a casi toda la Europa; preservaban a la Italia y a su Patria de la herejía luterana, la aterraban en Francia y en Bélgica y le ponían un dique en Alemania.

Por salvar la independencia de nuestra Patria luchábamos al principio de este siglo por seis años contra el domador de Europa y hacíamos morder el polvo a centenares de miles de nuestros enemigos. Y solamente entonces, a mengua del nombre español, y mientras nosotros combatíamos, algunos secuaces del liberalismo trabajaban por ponerse bajo el yugo de naciones extrañas, adoptando sus ideas, sus costumbres, sus Constituciones, sus Códigos y hasta su lenguaje y literatura, renegando de todo lo español o teniéndolo en poco o nada en comparación de lo extranjero. Niegue todo esto si puede el liberalismo español y luego eche una ojeada a la América y verá que por su falta de patriotismo nos hizo perder las inmensas regiones conquistadas y civilizadas por nuestros padres.

Vuelva su vista a la España misma, y poniendo una mano sobre su corazón, digan los liberales si desde hace ya treinta años pasó un año, un mes o un día en que no estuviesen pendientes de una de las dos grandes potencias que con su oro, sus armas y sus soldados, los ayudaron a escalar el poder. ¿Ha de ser siempre así? Respondan todos aquellos por cuyas venas circula sangre española. Y puesto que apenas habrá un liberal que no se precie de ser español puro, piensen y obren como españoles, abandonando ese servilismo extranjero que nos degrada. Yo no puedo leer sin confusión los sucesos de la guerra de África y de la expedición mejicana. En la primera bastó una palabra de Inglaterra para que nuestras armas victoriosas, y estando ya casi a sus puertas, no entrasen en Tánger; en la segunda bastó un consejo de la misma para que nuestra división, que debía haber hecho el primer papel en aquel nuevo imperio, no hiciera ninguno. Mas para renegar del servilismo extranjero es preciso que todos los liberales de corazón se unan a nuestra divisa: Religión, Patria y Rey.

Rey digo, por último, pero Rey por la gracia de Dios y no por la gracia de la soberanía nacional. Esto no es una vana fórmula, como quieren hacer creer algunos tontos o algunos malos, sino que con formas esencialmente diferentes, la primera es conforme a la fe católica; la segunda, en el sentido del liberalismo, es contraria a la fe.

Según el liberalismo, de la soberanía nacional emana todo poder, y los poderes que existen, por ella, y nada más que por ella, existen; negando de este modo todo poder de origen divino. Ahora bien, esto, como he dicho arriba, está condenado por la Iglesia Católica, y con razón; pues la Escritura Sagrada dice expresamente “que todo poder viene de Dios” y otras palabras semejantes. Como Dios es criador del hombre social, también es autor de la sociedad; ésta es imposible sin una autoridad; luego Dios, queriendo la sociedad, quiere necesariamente la autoridad. De consiguiente, con razón se dice que la persona que legítimamente representa la autoridad tiene ésta por derecho divino.

Además, el liberalismo, negando toda ley y todo derecho de origen divino, afirma que todo esto emana de la soberanía nacional. Nosotros, al contrario, sostenemos con la Iglesia Católica que como todo poder viene de Dios, también de El vienen los deberes y los derechos de los Reyes y de los pueblos. Dios, como Criador y Señor absoluto de todo lo criado, ha impuesto leyes sapientísimas a todas sus criaturas, y también al hombre racional leyes conforme a su naturaleza. Estas leyes, ya sean naturales, ya tiendan a un fin sobrenatural, son nuestros deberes, y entre éstos se encuentran los de los Reyes para con sus súbditos, a semejanza de los recíprocos deberes de los padres para con los hijos y de los hijos para con los padres.

Pero de tal manera enlazado, que los deberes de los unos dicen relación a los derechos de los otros, y los derechos de estos imponen deberes a aquellos. Pero como Dios es el Señor absoluto, El es también quien impone el deber y la obligación a los unos y a los otros, de manera que respecto de Dios, Reyes y súbditos son iguales, es decir, igualmente siervos del mismo Señor. Y son deberes de conciencia, porque Dios es Señor, Criador, Padre, a quien todos debemos obedecer, sin que en esta obediencia haya nada que degrade ni al Rey ni al súbdito, antes bien mucho que lo eleve y engrandezca, siendo cosa nobilísima servir a un Dios de infinita majestad, y cosa justísima y santísima obedecer a nuestro común Padre Celestial. Según esta nuestra doctrina católica, los súbditos miran a sus Reyes y demás autoridades legítimas como a representantes de Dios en la tierra, puesto que, “de Dios viene toda autoridad, como también toda Paternidad”; y las autoridades legítimas miran recíprocamente a sus súbditos como a hijos de Dios y como a hermanos, llamados todos a la participación de la misma herencia celestial. Por consiguiente, según nuestros principios, los súbditos no obedecen jamás ni en lo espiritual ni en lo temporal a un hombre, obedecen únicamente a Dios o al hombre por Dios; ni las leyes ni las autoridades legítimas mandan puramente como hombres, sino como representantes de Dios. Esta teoría católica no sólo es conforme a la recta razón, sino también noble y magnífica; pues en lugar de rebajar al Rey y al súbdito los engrandece admirablemente.

Al contrario, según los principios del liberalismo, todo es pequeñez y bajeza. Para que haya sociedad ordenada es necesario que haya sumisión y obediencia; mas esta obediencia en el liberalismo no puede existir o es sola obediencia de esclavos; es la obediencia de un hombre a otro hombre y una obediencia forzada porque los liberales son todos autónomos y soberanos; por consiguiente, iguales e independientes. Si obedecen, pues, a las autoridades, si observan las leyes emanadas de esas autoridades, no pueden obedecer sino haciendo violencia a sus mismos principios. Pero como nada ilógico y violento es durable, los liberales, consiguientes con sus principios, proclaman el derecho de rebelión, y, para los mismos, toda autoridad es despotismo o tiranía. De aquí donde se sigue naturalmente que haya cada día un motín y cada año una revolución, y los que esto proclaman y esto hacen, lógicamente tienen razón, porque obran según los principios de las mismas autoridades contra los cuales se rebelan.

Además no hay cosa sobre la cual haya discutido, o mejor diré, aunque con expresión vulgar, sobre la cual haya charlado tanto el liberalismo como sobre el absolutismo de los Reyes por la gracia de Dios; y, sin embargo, según nuestros principios monárquico-religiosos, un Rey católico no puede ser propiamente absoluto.

Su poder, primeramente, está limitado por todos sus deberes para con el Señor Supremo, y por sus deberes para con sus súbditos. En segundo lugar, tienen una limitación general que abraza mil y mil casos particulares, pues antes que Rey es padre de los pueblos que Dios le ha confiado, y como Rey y como padre debe querer todo el bien posible a su pueblo y alejar de él, en lo posible, todo el mal. Es decir, que en este caso sería un poder absoluto para el bien y un poder nulo para todo lo malo. No es esto sólo, sino que, debiendo ser, como es nuestra España, Rey católico y el primero, digámoslo así, de entre los católicos, está obligado a seguir los preceptos del Evangelio y a observar las leyes de la Iglesia respecto de la cual es hijo y súbdito. Ahora bien, estas mismas leyes divinas y eclesiásticas pondrán también ciertos límites a su poder, debiendo, so pena de dejar de ser católico, respetar los derechos que Dios mismo ha conferido inmediatamente a su Iglesia. En fin, los fueros y privilegios de varias provincias coartaron siempre más o menos el poder absoluto de nuestros Reyes, de manera que apenas hubo Rey en Europa que fuera menos absoluto que los Reyes de la España católica.

Y bien entendido que paso en silencio nuestras Cortes, que no sólo no fueron abrogadas, sino que las hubo hasta mi abuelo Carlos IV; y hubieran continuado si no hubiese invadido a nuestra Patria el liberalismo extranjero.

Paso, pues, en silencio nuestras Cortes porque se me puede responder que, siendo solamente consultivas, no limitaban el poder real. Sin embargo, leyendo imparcialmente nuestra historia, se ve que ellas ponían ciertos límites al poder absoluto. Aquella fórmula “obedézcase y no se cumpla” de que no rara vez se sirvieron nuestros Consejos con respecto a ciertos decretos o providencias reales cuando éstas contenían alguna cosa contraria a lo decretado en Cortes, o contra los fueros y privilegios de provincias y ciudades, demuestra evidentemente que las decisiones de las Cortes ponían también ciertos límites al poder absoluto de los Reyes.

Y obsérvese bien que aquellas palabras “obedézcase y no se cumpla” no fueron una pretensión orgullosa de nuestro Consejo, sino que, cosa singularísima que acaso no se halle en ninguna otra nación de Europa, son una ley hecha por el Rey Don Juan I, en las Cortes de Burgos, en 1379. Y lo mismo en otros términos fue dispuesto más tarde por Felipe V, el cual “no deseando, dice, más que el acierto, cargaba la conciencia de los consejeros de Castilla si no llegaban hasta a replicar contra sus reales disposiciones cuando no las hallaban conformes a justicia” (Ley 5, lib. IV, tit. IX, Novis. Recopil.) Concluyo, pues, que nuestros Reyes, por la gracia de Dios, no fueron jamás absolutos, en el sentido que el liberalismo da a esta palabra.

Al contrario, el liberalismo, siguiendo sus principios, no sólo es absoluto, sino despótico, sino tiránico. El liberalismo es puro absolutismo porque se atribuye a sí un poder que no le viene de Dios, de quien prescinde, no del pueblo soberano, porque a éste no se le concede sino el vano y ridículo derecho de depositar una boleta en una urna electoral; derecho que se hace nulo por las mil intrigas, amaños, promesas, amenazas y a la vez golpes y heridas en las elecciones. Después de esto el liberalismo se arroga poderes absolutos, pues en las cámaras la minoría queda anulada por la suma mayor, es decir, por la fuerza; y la mayoría misma pende como niño del labio de un ministro responsable y, por esto, omnipotente. Por igual razón el liberalismo es siempre despótico; porque la mayoría, pendiente de un ministro omnipotente, impone su voluntad a millones de voluntades, que por ser el mayor número tendrían más derecho de mandar y de gobernar que el ministro todopoderoso que les impone la ley. Además, el liberalismo es despótico porque, desprestigiando toda autoridad y desencadenando las pasiones como hace siempre en todas partes, en último resultado no queda elección sino entre la anarquía o la dictadura militar; dictadura que ha sido, de hecho, el Gobierno de España desde hace treinta años hasta el día. Por fin, el liberalismo principió generalmente en todas partes por ser tiránico, imponiendo leyes inicuas. De una plumada arrojó de España a unos 20.000 religiosos de sus conventos, obligándoles a expatriarse o a morir de hambre. De otra plumada despojó a la Iglesia católica de todos sus bienes, incluyendo en esa expoliación el patrimonio de las vírgenes consagradas a Dios. Lo mismo está haciendo ahora el liberalismo en Italia, y lo ha hecho antes en otras partes. Por todo lo cual se ve que el liberalismo moderno es por esencia absolutista, despótico y a la vez tirano; mientras que los Reyes católicos no pueden serlo sino por excepción de la regla y faltando a sus propios principios. Y ¿por qué? Porque nosotros, confesando que todo el poder viene de Dios y que los derechos y deberes de los Reyes y de los súbditos tienen origen divino, no reconocemos más Rey absoluto que Dios, de quien todos dependemos; en lugar de esto, el liberalismo, proclamando la libertad e independencia de la razón con la soberanía nacional, queriendo, sin embargo, gobernar, tiene que echar mano de la fuerza bruta o de la dictadura.

Pero nosotros no queremos solamente Reyes por la gracia de Dios, sino también Rey legítimo; pues sin esto no hay seguridad, no hay paz posible, especialmente en nuestros tiempos; hay, al contrario, por la necesidad de las cosas y por culpa de las pasiones humanas, mil trastornos y calamidades para las naciones. La guerra de sucesión sobrevino a la muerte de Carlos II, y tuvo en combustión por muchos años no sólo a la España, sino a la Europa entera. Las incertidumbres del Rey electivo trajeron al fin la ruina de la noble nación polaca, la cual, después de casi un siglo, todavía se levanta convulsivamente contra la mano que la subyuga. Y por no citar otros ejemplos, la legitimidad de mi amado e inolvidable esposo Carlos V era reconocida por casi todos los soberanos de la Europa; no la negaron jamás los liberales en sus conversaciones privadas; la confesaron, tal vez, públicamente en las cámaras; pero ¿cuál fue el resultado de no haberla respetado? Primero, una guerra civil de siete años, luego, veinticuatro años de motines y revoluciones liberales, la dilapidación de los bienes y de los tesoros de la nación, una deuda espantosa, un trastorno universal en las leyes, una grande perversión de costumbres, y una increíble confusión de ideas en todas las cosas. Y el caso es que, concluida materialmente la guerra, siguió ésta y sigue aún en los ánimos, ni es posible que concluya sino volviendo al principio de la legitimidad. El trono vacila desde la muerte de Fernando VII porque, sentado sobre falso fundamento, está siempre bamboleándose; y vacilando el trono es necesario que haya incertidumbre en todo; no se puede prever hoy lo que será mañana, porque los principios liberales tienen socavados sus cimientos. La existencia misma del Trono ha sido varias veces puesta en discusión no sólo en las calles y barricadas, sino también en las cámaras mismas; y en verdad (digan lo que quieran los liberales que se agarran al Trono de Isabel como a tabla de salvación), existiendo ese Trono únicamente por gracia de la soberanía nacional, igual razón tienen los socialistas de Loja y los puechetas de Madrid que lo combaten, que los vicalvaristas u otros que le defienden. Y así mañana algunos otros por creerlo útil a sus miras y teniendo medios, quieren sustituir a mi sobrina Isabel por un Coburgo o un Napoleón, o bien un general cualquiera, también tendrían razón, sin apartarse un ápice de los principios del liberalismo.

Todo está en que llegue a ser un hecho consumado. Por último, si viendo en España la anarquía en permanencia, algunos potentados de Europa se conciertan entre sí para repartirse la España, todo sería debido al liberalismo, que consigo trajo la división y la ruina. Pero no, ¡gracias a Dios! Porque todavía se halla en pie y unido el gran partido monárquico-religioso, que siguiendo la sagrada divisa Religión, Patria y Rey, sabrá con su constancia y proverbial heroicidad salvar a la España. Escrita está ya nuestra divisa; levantado está el estandarte real. Carlos VII es nuestro caudillo, y llegado el momento de la lucha, no dudo que muchos de los liberales que hoy nos combaten como si fuésemos (que no lo somos) enemigos, nos abrazarán como hermanos, y lejos de envidiar nuestra gloria, participarán de ella, tomando parte en nuestros combates. En ellos late todavía un corazón español, pura sangre española circula por sus venas. Es, pues, consiguiente en los liberales de hoy haya mañana bastante generosidad de ánimo para sobreponerse a todo respeto humano, y al mezquino interés de partido, y para alistarse bajo nuestra bandera. Treinta años empleados en puros y vanos experimentos, con infinitos daños para la nación, han debido bastar para convencerlos a todos de que, no volviendo a nuestra divisa Religión, Patria y Rey, corremos a paso de gigante a nuestra completa ruina. A su sombra triunfaremos, y entonces haremos ver que, partiendo de la inquebrantable base de nuestra divisa en el sentido expuesto, puede establecerse en España una verdadera y sólida libertad individual y doméstica, civil y política, junto con el orden, la paz y la seguridad. Entonces haremos ver que no necesitamos mendigar ni constituciones, ni leyes, ni libertades extrañas, y que dentro del anchuroso espacio de nuestra divisa cabe todo progreso en las artes, en las ciencias, en el comercio, en la industria; que podemos vivir con vida propia e independiente; que, en fin, sin vanidad, podemos aún ser grandes entre los grandes, sin abajarnos a recibir la ley de nadie.

Estos nuestros principios monárquico-religiosos son en algún modo para nosotros lo que el alma es para el cuerpo: son toda nuestra vida doméstica, civil y política; son toda nuestra historia, son nuestra ley suprema, son nuestro honor y nuestra gloria nacional. Por consiguiente, abandonarlos por adoptar principios liberales extranjeros es como desnaturalizarnos. En las naciones, como en los individuos, hay sus diferencias de temperamento y de organización; y lo que conviene a estos no conviene a los otros. Ténganse allá otras naciones sus constituciones, sus leyes y sus costumbres y no pretendan neciamente plantar y hacer fructificar igualmente la misma planta en diferentes climas, pues en éste morirá lo que en otro prospere. La planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: Religión, Patria y Rey; y si a éstas queremos sustituir las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.

Aquí tenéis, pues, ¡oh españoles! mi parecer sobre las preguntas que me hicisteis; no sé si he respondido tan cumplidamente como podíais desearlo, pero he tratado de hacerlo. Si en algo falté, suplidlo vosotros con vuestra voluntad y con vuestra indulgencia. Como habéis visto, procuré no herir a nadie, porque, por una parte, no combato a los liberales, sino al liberalismo; no al errante, sino al error; y, por otra parte, debo confesaros que, gracias a Dios, en mi corazón caben todos los españoles. Mi vida fue una casi no interrumpida tribulación, porque defendí los principios que acabo de exponer, y esto debe ser una garantía para todos los españoles, de que si me engaño en algo, a lo menos hablo con plena convicción, y aun cuando me engañare, nadie puede negarme el respeto debido a una convicción acrisolada en el fuego de las tribulaciones, y a una constancia a prueba de toda especie de infortunios y de privaciones. No me avergüenzo de decirlo: pobre salí de España; pobre y de limosna voy viviendo hace treinta años, y probablemente pobre moriré; porque la revolución me ha negado hasta el pan que en dote me legaron mis queridos padres.

Entre tanto, sintiendo que ya por el peso de mis años, ya por mi quebrantada salud, acaso no me será concedida la gracia de ver realizados mis vivos deseos del bien y felicidad de mis amados españoles, he querido, respondiendo a vuestras preguntas, dejaros consignada en esta larga carta mi voluntad, que es mi testamento.

Soy vuestra siempre,

María Teresa de Braganza y Borbón.



Baden, cerca de Viena, 25 de septiembre de 1864.

Fuente

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