Carta a los obreros norteamericanos
Camaradas: Un bolchevique ruso, que tomó parte en la revolución de 1905 y que después ha pasado muchos años en vuestro país, se ha ofrecido para haceros llegar mi carta. He aceptado su ofrecimiento con tanto mayor placer, por cuanto los proletarios revolucionarios norteamericanos están llamados a desempeñar precisamente ahora un papel de singular importancia como enemigos inconciliables del imperialismo norteamericano, el más lozano, el más fuerte, el último que se ha incorporado a la matanza mundial de pueblos organizada por el reparto de los beneficios entre los capitalistas. Precisamente ahora, los multimillonarios norteamericanos, esos esclavistas contemporáneos, han abierto una página particularmente trágica en la sangrienta historia del sangriento imperialismo al dar su aprobación -directa o indirecta, abierta o velada por la hipocresía, es igual- a la intervención armada emprendida por las fieras anglo-japonesas para estrangular a la primera república socialista.
La historia de la Norteamérica moderna, de la Norteamérica civilizada, comienza con una de las grandes guerras verdaderamente liberadoras y revolucionarias, tan escasas frente a la multitud de guerras de rapiña provocadas, a semejanza de la actual guerra imperialista, por las peleas entre los reyes, los terratenientes y los capitalistas en torno al reparto de las tierras usurpadas o de las ganancias obtenidas como fruto del pillaje. Fue una guerra del pueblo norteamericano contra los bandidos ingleses, que oprimían a Norteamérica y la tenían sometida a un régimen de esclavitud colonial, lo mismo que esos vampiros "civilizados" siguen oprimiendo hoy y manteniendo en esclavitud colonial a centenares de millones de personas en la India, en Egipto y en todos los confines del mundo.
Han transcurrido desde entonces unos 150 años. La civilización burguesa ha dado todos sus espléndidos frutos. Norteamérica se ha puesto a la cabeza de los países libres y cultos en cuanto al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo humano asociado, al empleo de la maquinaria y de todas las maravillas de la técnica moderna. Norteamérica se ha convertido, a la vez, en uno de los países donde es más profundo el abismo entre un puñado de multimillonarios insolentes, sumidos en el fango y en el lujo, y los millones de trabajadores que viven siempre al borde de la miseria. El pueblo norteamericano, que dio al mundo un modelo de guerra revolucionaria contra la esclavitud feudal, ha caído en la moderna esclavitud capitalista, en la esclavitud asalariada impuesta por un puñado de multimillonarios, y se ha visto obligado a desempeñar el papel de verdugo mercenario, que estranguló, en beneficio de la opulenta canalla, a las Filipinas en 1898 so pretexto de "liberarlas", y que en 1918 estrangula a la República Socialista de Rusia so pretexto de "defenderla" de los alemanes.
Pero los cuatro años de matanza imperialista de pueblos no han pasado en vano. El engaño del pueblo por los miserables que forman los dos grupos de bandidos, tanto el grupo inglés como el alemán, ha sido desenmascarado plenamente por hechos incontrovertibles y evidentes. Los resultados de los cuatro años de guerra han mostrado la ley general del capitalismo aplicada a la guerra entre los bandidos por el reparto del botín: los más ricos, los más fuertes, se han enriquecido y han expoliado más que nadie; los más débiles han sido despojados, torturados, oprimidos y estrangulados sin contemplaciones.
Los bandidos del imperialismo inglés eran los más fuertes por el número de "esclavos coloniales". Los capitalistas ingleses no han perdido ni una pulgada de "sus" tierras (es decir, de las tierras reunidas por ellos durante siglos como fruto del pillaje) y se han apoderado de todas las colonias alemanas de África, se han adueñado de Mesopotamia y de Palestina, han estrangulado a Grecia y han comenzado el saqueo de Rusia. Los bandidos del imperialismo alemán eran los más fuertes por la organización y la disciplina de "sus" tropas, pero más débiles en colonias. Han perdido todas las colonias, pero han saqueado a media Europa, han estrangulado el mayor número de países pequeños y de pueblos débiles. ¡Qué gran guerra "liberadora" por ambas partes! ¡Qué bien "defendían la patria" los bandidos de ambos grupos, los capitalistas anglo-franceses y alemanes con sus lacayos, los socialchovinistas, es decir, los socialistas que se pasaron al lado de "su" burguesía! Los multimillonarios norteamericanos eran, probablemente, los más ricos de todos y los que se encontraban en la situación geográfica más segura.
Se han enriquecido más que nadie; han convertido en tributarios suyos a todos los países, incluso a los más ricos; han reunido como fruto del pillaje centenares de miles de millones de dólares. Y en cada dólar se ven huellas de lodo, las huellas de los sucios acuerdos secretos entre Inglaterra y sus "aliados", entre Alemania y sus vasallos; de los acuerdos sobre el reparto del botín expoliado; de los acuerdos de "ayuda" mutua para oprimir a los obreros y perseguir a los socialistas internacionalistas. En cada dólar hay huellas del lodo de los "ventajosos" suministros militares que enriquecían aún más en cada país a los ricos y arruinaban más aún a los pobres. En cada dólar hay manchas de sangre, de la sangre que vertieron a mares los diez millones de muertos y los veinte millones de mutilados durante esa magna y noble lucha, durante esa lucha liberadora y sagrada en que se ventilaba cuál de los dos bandidos, el inglés o el alemán, habría de obtener mayor botín, cuál de los dos verdugos, el inglés o el alemán, sería el que más pueblos débiles estrangulase en todo el mundo.
Si los bandidos alemanes han batido la marca por la ferocidad de sus represiones militares, los bandidos ingleses lo han batido no sólo por la cantidad de colonias expoliadas, sino también por el refinamiento de su repugnante hipocresía. Precisamente ahora, la prensa capitalista anglofrancesa y norteamericana difunde mentiras y calumnias sobre Rusia en millones y millones de ejemplares, tratando de justificar con falacia su cruzada ladronesca contra ella, alegando la supuesta intención de "defenderla" de los alemanes. Para desmentir esta infame y vil mentira no hacen falta muchas palabras: basta mencionar un hecho de todos conocido. Cuando los obreros de Rusia derrocaron el gobierno imperialista de su país en octubre de 1917, el Poder soviético, el poder de los obreros y campesinos revolucionarios propuso abiertamente a todos los países beligerantes una paz justa, una paz sin anexiones ni contribuciones, una paz basada en la plena igualdad de derechos de todas las naciones.
¡Fueron precisamente la burguesía anglo-francesa y la burguesía norteamericana las que rechazaron nuestra propuesta; precisamente esas burguesías rehusaron incluso tratar con nosotros sobre la paz general! ¡Esas burguesías precisamente traicionaron los intereses de todos los pueblos; ellas precisamente han hecho que se prolongue la matanza imperialista! Fueron ellas precisamente las que, especulando con la posibilidad de arrastrar de nuevo a Rusia a la guerra imperialista, rehusaron participar en las negociaciones de paz, dejando así las manos libres a otros bandidos capitalistas del mismo jaez, a los de Alemania, ¡que impusieron a Rusia por la fuerza la paz anexionista de Brest!
Es difícil imaginarse una hipocresía más repugnante: la burguesía anglo-francesa y la burguesía norteamericana nos echan la "culpa" de la paz de Brest ¡y son precisamente los capitalistas de esos países, de quienes dependía convertir las negociaciones de Brest en negociaciones generales de una paz universal, los que hacen de "acusadores" nuestros! Los buitres del imperialismo anglo-francés, enriquecidos con el saqueo de las colonias y con la matanza de pueblos, prosiguen la guerra casi un año después de Brest; y son ellos quienes nos "acusan" a nosotros, a los bolcheviques, que hemos propuesto a todos los países una paz justa, a nosotros, que hemos roto, que hemos publicado y estigmatizado ante todo el mundo los criminales tratados entre el ex zar y los capitalistas anglo-franceses.
Los obreros de todo el mundo, cualquiera que sea el país en que vivan, se congratulan y simpatizan con nosotros, nos aplauden por haber roto las férreas argollas de los vínculos imperialistas, de los sucios tratados imperialistas, de las cadenas imperialistas; por haber logrado la libertad aun a costa de los mayores sacrificios; porque, como república socialista que somos, aunque martirizada y saqueada por los imperialistas, hemos quedado fuera de la guerra imperialista y hemos enarbolado ante el mundo entero la bandera de la paz, la bandera del socialismo.
No es extraño que la pandilla de imperialistas internacionales nos odie por ello, nos "acuse", que todos los lacayos de los imperialistas, sin exceptuar a nuestros eseristas de derecha ni a nuestros mencheviques, nos "acusen" también. El odio que estos perros de presa del imperialismo, lo mismo que la simpatía que los obreros conscientes de todos los países nos tienen a los bolcheviques, nos infunde mayor seguridad aún en la justedad de nuestra causa. No es socialista quien no comprenda que en aras de la victoria sobre la burguesía, en aras del paso del poder a manos de los obreros, en aras del comienzo de la revolución proletaria internacional no se puede ni se debe retroceder ante ningún sacrificio, ni siquiera ante el sacrificio de una parte del territorio, ante el sacrificio de sufrir penosas derrotas de manos del imperialismo. No es socialista quien no haya demostrado con hechos que está dispuesto a que "su" patria haga los mayores sacrificios para impulsar de verdad la causa de la revolución socialista.
En aras de "su" causa, es decir, en aras de la conquista del dominio mundial, los imperialistas de Inglaterra y de Alemania no han vacilado en arruinar por completo y en estrangular a toda una serie de países, comenzando por Bélgica y Serbia y siguiendo por Palestina y Mesopotamia. y los socialistas, en aras de "su" causa, en aras de la liberación de los trabajadores de todo el mundo del yugo del capital, en aras de la conquista de una paz universal duradera, ¿deberán esperar que se encuentre un camino que no exija sacrificios, deberán precaverse de comenzar el Carta a los obreros norteamericanos combate antes de que esté "garantizado" un triunfo fácil, deberán poner la seguridad y la integridad de "su patria" -creada por la burguesía- por encima de los intereses de la revolución socialista mundial? Los bellacos del socialismo internacional y los lacayos de la moral burguesa que piensen así merecen el más profundo desprecio.
Las fieras voraces del imperialismo anglo-francés y norteamericano nos "acusan" de que tenemos un "convenio" con el imperialismo alemán. ¡Qué hipócritas! ¡Qué miserables! ¡Calumnian al gobierno obrero, temblando de miedo ante la simpatía que por nosotros sienten los obreros de "sus" propios países! Pero su hipocresía será desenmascarada. Fingen no comprender la diferencia existente entre un convenio de los "socialistas" con la burguesía (la propia y la extranjera) contra los obreros, contra los trabajadores, y un convenio para la defensa de los obreros triunfantes sobre su burguesía, un convenio con la burguesía de un color contra la burguesía de otro color nacional a fin de que el proletariado aproveche las contradicciones entre los diferentes grupos de la burguesía.
En realidad, cualquier europeo conoce a la perfección esa diferencia, y el pueblo norteamericano, como lo demostraré ahora, la ha "vivido" en su propia historia de modo bien palpable. Hay convenios y convenios, hay fagots et fagots (casos y casos), como dicen los franceses. En febrero de 1918, cuando las fieras voraces del imperialismo alemán lanzaron sus tropas contra la Rusia inerme, que había desmovilizado su ejército, confiada en la solidaridad proletaria internacional, antes de que madurara plenamente la revolución mundial, no vacilé lo más mínimo en concertar cierto "convenio" con los monárquicos franceses. El capitán francés Sadoul, que de palabra simpatizaba con los bolcheviques, mientras de hecho servía en cuerpo y alma al imperialismo francés, me presentó al oficial francés de Lubersac. "Yo soy monárquico -me confesó de Lubersac-. Mi único objetivo es la derrota de Alemania". Se sobrentiende, le contesté (cela va sans dire). Ello no me impidió en absoluto "convenir" con de Lubersac en cuanto a los servicios que los oficiales franceses especializados en voladuras estaban dispuestos a prestarnos para volar las vías férreas y obstaculizar así la invasión de los alemanes. Fue un modelo de "convenio" que aprobará todo obrero consciente, un convenio en provecho del socialismo. Un monárquico francés y yo nos estrechamos la mano sabiendo que cada cual colgaría gustoso a su "consocio". Pero nuestros intereses coincidían temporalmente. Nosotros aprovechamos intereses opuestos, igualmente de fieras, de otros imperialistas, en beneficio de la revolución socialista rusa y de la revolución socialista mundial, contra las fieras alemanas que nos atacaban. Así servíamos a los intereses de la clase obrera de Rusia y de otros países; reforzábamos al proletariado y debilitábamos a la burguesía del mundo entero; empleábamos medios archilegítimos e imprescindibles en toda guerra: la maniobra, la estratagema, el repliegue en espera del momento en que sazone la revolución proletaria que va madurando rápidamente en varios países avanzados.
Y por mucho que vociferen de rabia los tiburones del imperialismo anglo-francés y norteamericano, por mucho que nos calumnien, por muchos millones que gasten en sobornar a los periódicos eseristas de derecha, mencheviques y demás socialpatrioteros, yo no dudaré un solo instante en concertar un "convenio" idéntico con las fieras voraces del imperialismo alemán, en el caso de que el ataque de las tropas anglo-francesas a Rusia lo haga necesario. Y yo sé muy bien que el proletariado consciente de Rusia, de Alemania, de Francia, de Inglaterra, de los Estados Unidos, en una palabra, de todo el mundo civilizado aprobará mi táctica. Semejante táctica facilitará la revolución socialista, acelerará su advenimiento, debilitará a la burguesía internacional, reforzará las posiciones de la clase obrera en su victoriosa lucha contra aquélla.
El pueblo norteamericano hace ya tiempo que empleó con éxito para la revolución esa táctica. Cuando hizo su gran guerra de liberación contra los opresores ingleses, tuvo también que enfrentarse con los opresores franceses y españoles, en cuyas manos se hallaba una parte del actual territorio de los Estados Unidos de Norteamérica. También el pueblo norteamericano, en su difícil guerra de liberación, concertó con unos opresores "convenios" dirigidos contra otros opresores para debilitar a los opresores y reforzar a los que desplegaban una lucha revolucionaria contra la opresión, en beneficio de las masas oprimidas. El pueblo norteamericano aprovechó las discordias entre franceses, españoles e ingleses; se batió en ocasiones incluso al lado de las tropas de los opresores franceses y españoles contra los opresores ingleses; venció primero a los ingleses y después se redimió (en parte, mediante rescates) de los franceses y españoles.
La obra de la historia no es una acera de la Avenida Nevski, decía el gran revolucionario ruso Chernyshevski. Quien "admite" la revolución proletaria sólo "a condición" de que transcurra lisa y llanamente, de que actúen de consuno los proletarios de distintos países, de que exista una garantía contra las derrotas, de que el camino de la revolución sea ancho, recto y esté despejado, de que para vencer no haya necesidad de pasar a veces por los más penosos sacrificios, de "permanecer en una fortaleza sitiada" o abrirse camino por las más tortuosas, angostas, impracticables y peligrosas veredas montañosas, ése ni es revolucionario ni se ha despojado de la pedantería intelectual burguesa y, de hecho, se deslizará siempre al campo de la burguesía contrarrevolucionaria, como les ocurre a nuestros eseristas de derecha, a nuestros mencheviques e incluso (aunque con menos frecuencia) a nuestros eseristas de izquierda.
A esos señores les agrada culparnos, repitiendo palabras de la burguesía, de ser los causantes del "caos" de la revolución, de la "destrucción" de la industria, del paro y del hambre. ¡Qué hipócritas son estas acusaciones en boca de quienes aplaudieron y apoyaron la guerra imperialista o "convenido" con Kerenski para que la guerra continuase! Precisamente la guerra imperialista es la culpable de todos estos desastres. Una revolución originada por la guerra no puede menos de pasar por dificultades y tormentos increíbles, recibidos en herencia de esa reaccionaria matanza devastadora de pueblos que dura ya varios años. Acusarnos de "destrucción" de la industria o de "terror" es dar prueba de hipocresía o mostrar una pedantería obtusa, mostrar incapacidad de comprender las condiciones fundamentales de esa rabiosa y exacerbada hasta el extremo lucha de las clases que se llama revolución.
En el fondo, si los "acusadores" de este jaez llegan a "reconocer" la lucha de las clases, se limitan a reconocerla de palabra; pero de hecho caen siempre en la utopía pequeñoburguesa de la "conciliación" y de la "colaboración" de las clases. La lucha de las clases, en períodos de revolución, ha tomado siempre y en todos los países, indefectible e inevitablemente, la forma de guerra civil. Y la guerra civil es inconcebible sin las más crueles destrucciones, sin terror ni restricción de la democracia formal en provecho de la guerra. Sólo unos curas almibarados, tanto da que lleven sotana o que sean "legos", como los socialistas de salón y de tribuna parlamentaria, pueden no ver, ni comprender, ni palpar esta necesidad. Sólo unos "hombres enfundados" sin vida pueden ser capaces de apartarse de la revolución por este motivo, en lugar de lanzarse al combate con toda vehemencia y resolución en el momento en que la historia exige que la lucha y la guerra decidan los más grandes problemas de la humanidad.
El pueblo norteamericano tiene una tradición revolucionaria, recogida por los mejores representantes del proletariado estadounidense, quienes nos han expresado en reiteradas ocasiones su completa adhesión a nosotros, los bolcheviques. Esa tradición ha sido creada por la guerra de liberación contra los ingleses en el siglo XVIII y, más tarde, por la guerra civil en el siglo XIX. En cierto sentido, si se tiene en cuenta sólo la "destrucción" de algunas industrias y de la economía nacional, Norteamérica había retrocedido en 1870 con relación a 1860. ¡Pero qué pedante e imbécil sería el individuo que, basándose en eso, negara la inmensa significación histórica universal, progresista y revolucionaria de la guerra civil de 1863-1865 en Norteamérica!
Los representantes de la burguesía comprenden que la supresión de la esclavitud de los negros y el derrocamiento del poder de los esclavistas valieron bien que todo el país pasase por los largos años de guerra civil, devastaciones colosales, destrucciones y terror que acompañan a toda guerra. Pero ahora, cuando se trata de una tarea inconmensurablemente más grande, cuando se trata de suprimir la esclavitud asalariada, la esclavitud capitalista, de derrocar el poder de la burguesía, los representantes y defensores de ésta, así como los socialreformistas que, amedrentados por la burguesía, se apartan temerosos de la revolución, no pueden ni quieren comprender que la guerra civil es necesaria y legítima.
Los obreros norteamericanos no seguirán a la burguesía. Estarán a nuestro lado, al lado de la guerra civil contra la burguesía. Me convence de ello toda la historia del movimiento obrero norteamericano y mundial. Recuerdo también las palabras que Eugenio Debs, uno de los jefes más queridos del proletariado norteamericano, escribió en el Llamamiento a la Razón ("Appeal to Reason"), creo que a finales de 1915, en su artículo What shall I light for ("Por qué voy a luchar") (citado por mí a comienzos de 1916 en una reunión obrera pública celebrada en Berna, Suiza). Debs decía que se dejaría fusilar antes que votar los créditos para la actual guerra, guerra reaccionaria y criminal; que conocía una sola guerra sagrada y legítima desde el punto de vista de los proletarios: la guerra contra los capitalistas, la guerra para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada.
No me extraña que Wilson, cabeza de los multimillonarios norteamericanos y servidor de los tiburones capitalistas, halla encarcelado a Debs. ¡La burguesía puede ensañarse con los auténticos internacionalistas, con los auténticos representantes del proletariado revolucionario! Cuanto mayores sean su ferocidad y su ensañamiento, tanto más cerca estará el día del triunfo de la revolución proletaria. Nos acusan de las destrucciones causadas por nuestra revolución... Pero, ¿quiénes nos acusan? Los lacayos de la burguesía, de esa misma burguesía que en cuatro años de guerra imperialista ha destruido casi por completo la cultura europea, sumiendo a Europa en la barbarie, en el embrutecimiento y en el hambre. Y esa burguesía nos exige hoy que no hagamos la revolución sobre el terreno de esas destrucciones, en medio de los cascotes de la cultura, de los escombros y de las ruinas originados por la guerra, con los hombres embrutecidos por la guerra. ¡Oh, qué burguesía tan humana y tan justa!
Sus criados nos acusan de terror... Los burgueses británicos han olvidado su 1649, y los franceses su 1793. El terror era justo y legítimo cuando la burguesía lo empleaba a su favor contra los señores feudales. ¡El terror se ha hecho monstruoso y criminal en cuanto los obreros y los campesinos pobres se han atrevido a emplearlo contra la Carta a los obreros norteamericanos burguesía! El terror era justo y legítimo cuando lo empleaban para remplazar a una minoría explotadora por otra minoría explotadora. ¡El terror se ha hecho monstruoso y criminal cuando se aplica para derrocar a toda minoría explotadora en beneficio de la mayoría verdaderamente aplastante, en beneficio de los proletarios y semiproletarios, de la clase obrera y de los campesinos pobres!
La burguesía imperialista mundial ha exterminado a diez millones de hombres y ha mutilado a veinte millones en "su" guerra, en una guerra hecha para decidir quién habrá de dominar en el mundo: las fieras voraces inglesas o las alemanas. Si nuestra guerra, la guerra de los oprimidos y explotados contra los opresores y explotadores, costara medio millón o un millón de víctimas, entre todos los países, la burguesía diría que las víctimas antes mencionadas son legítimas mientras que estas últimas son criminales.
El proletariado dirá una cosa muy distinta. Ahora, en medio de los horrores de la guerra imperialista, el proletariado asimila prácticamente en toda su plenitud la gran verdad que enseñan todas las revoluciones, la verdad que legaron a los obreros sus mejores maestros, los fundadores del socialismo moderno. Esta verdad dice que no puede triunfar la revolución si no se aplasta la resistencia de los explotadores. Cuando los obreros y los campesinos trabajadores conquistamos el poder del Estado, nuestro deber consistió en aplastar la resistencia de los explotadores. Estamos orgullosos de haberlo hecho y de hacerlo. Y lamentamos que no se haga con suficiente firmeza y decisión.
Sabemos que la resistencia exasperada de la burguesía contra la revolución socialista es inevitable en todos los países y que dicha resistencia aumentará en la medida en que se desarrolle esa revolución. El proletariado vencerá esa resistencia, y durante la propia lucha contra la resistencia de la burguesía adquirirá la madurez necesaria para triunfar y ejercer el poder.
La venal prensa burguesa puede gritar a los cuatro vientos siempre que nuestra revolución incurra en una falta. No tenemos miedo a nuestras faltas. Los hombres no se han vuelto santos por el hecho de que haya comenzado la revolución. Las clases trabajadoras, oprimidas y engañadas durante siglos, condenadas a vivir por fuerza en la miseria, en la ignorancia y el embrutecimiento, no pueden hacer la revolución sin incurrir en faltas. Y, como ya he dicho en otra ocasión, no se puede meter en un ataúd y enterrar el cadáver de la sociedad burguesa. El capitalismo muerto se pudre, se descompone entre nosotros, infestando el aire con sus miasmas, emponzoñando nuestra vida y envolviendo lo nuevo, lo fresco, lo joven, lo vivo con miles de hilos y nexos de lo viejo, de lo podrido, de lo muerto. Por cada cien faltas nuestras, proclamadas a los cuatro vientos por la burguesía y sus lacayos (incluidos nuestros mencheviques y eseristas de derecha), hay 10.000 hechos grandes y heroicos, tanto más grandes y tanto más heroicos porque son hechos sencillos, imperceptibles, ocultos en la vida diaria del barrio fabril o de la aldea perdida, y son realizados por hombres que no tienen la costumbre (ni la posibilidad) de proclamar al mundo entero cada uno de sus éxitos.
Pero incluso si fuera al revés -aunque sé que es erróneo suponerlo-, incluso si por cada cien aciertos nuestros hubiera diez mil yerros, aun así nuestra revolución sería, y lo será ante la historia universal, grande e invencible; pues por primera vez no es una minoría, no son sólo los ricos, no son únicamente los instruidos, sino la verdadera masa, la inmensa mayoría de los trabajadores quienes crean por sí mismos una vida nueva, quienes resuelven con su propia experiencia los dificilísimos problemas de la organización socialista.
Cualquier falta cometida en semejante trabajo, en ese trabajo tan concienzudo y sincero que decenas de millones de sencillos obreros y campesinos llevan a cabo para reorganizar toda su vida; cada una de esas faltas vale por miles y millones de éxitos "infalibles" de la minoría explotadora, de éxitos obtenidos en la obra de engañar y estafar a los trabajadores. Pues sólo a través de esas faltas aprenderán los obreros y campesinos a crear una vida nueva, aprenderán a prescindir de los capitalistas; sólo así se abrirán camino, a través de miles de obstáculos, hacia el socialismo victorioso.
Cometen faltas en su trabajo revolucionario nuestros campesinos, que de un solo golpe, en una sola noche, la del 25 al 26 de octubre (según el viejo calendario) de 1917, suprimieron por completo la propiedad privada de la tierra y ahora, un mes tras otro, venciendo inmensas dificultades, corrigiéndose a sí mismos, cumplen en la práctica la dificilísima tarea de organizar nuevas condiciones de economía, de luchar contra los kulaks, de asegurar que la tierra sea para los trabajadores (y no para los ricachones), de pasar a la gran agricultura comunista.
Cometen faltas en su trabajo revolucionario nuestros obreros, que han nacionalizado ahora, en el curso de unos meses, casi todas las fábricas y empresas más importantes y que, en el duro trabajo de cada día, aprenden por vez primera a administrar ramas enteras de la industria, hacen funcionar las empresas nacionalizadas, venciendo la resistencia enconada de la rutina, del espíritu pequeñoburgués, del egoísmo; ponen, piedra sobre piedra, los cimientos de nuevas relaciones sociales, de una nueva disciplina laboral, y de una nueva autoridad de los sindicatos obreros respecto a sus afiliados.
Cometen faltas en su trabajo revolucionario nuestros Soviets, creados ya en 1905 por un potente auge de las masas. Los Soviets de obreros y campesinos representan un nuevo tipo de Estado, un tipo nuevo y superior de democracia; son la forma de la dictadura del proletariado, el medio de gobernar el Estado sin burguesía y contra la burguesía. Por primera vez la democracia sirve aquí a las masas, a los trabajadores, dejando de ser una democracia para los ricos, como sigue siendo la democracia en todas las repúblicas burguesas, incluso en las más democráticas. Por primera vez las masas populares resuelven a escala de un centenar de millones de personas el problema de dar cuerpo a la dictadura de los proletarios y los semiproletarios, un problema que, de no resolverse, no da pie ni para hablar siquiera de socialismo.
Los pedantes o las personas henchidas sin remedio de prejuicios democráticos burgueses o parlamentarios pueden extrañarse de nuestros Soviets de diputados, alegando, por ejemplo, la falta de elecciones directas. Esa gente no ha olvidado ni ha aprendido nada durante las grandes conmociones de 1914-1918. La unión de la dictadura del proletariado y de la nueva democracia para los trabajadores, de la guerra civil y la más amplia incorporación de las masas a la política, no se obtiene de golpe y porrazo ni encaja en las formas trilladas de la rutinaria democracia parlamentaria. Lo que se yergue en esbozo a nuestra vista, como República de los Soviets, es un mundo nuevo, el mundo del socialismo. Y no debe extrañar que ese mundo no nazca ya hecho, no surja de improviso como Minerva de la cabeza de Júpiter.
En tanto que las viejas constituciones democráticas burguesas exaltaban, por ejemplo, la igualdad formal y el derecho de reunión, nuestra Constitución soviética, proletaria y campesina, rechaza la hipocresía de la igualdad formal. Cuando los republicanos burgueses derribaban tronos, no se preocupaban de la igualdad formal de los monárquicos con los republicanos. Cuando se trata de derrocar a la burguesía, sólo los traidores o los idiotas pueden reclamar la igualdad formal de derechos para la burguesía. Bien poco vale la "libertad de reunión" para los obreros y campesinos cuando los mejores edificios están en poder de la burguesía. Nuestros Soviets han arrebatado a los ricos todos los buenos edificios de la ciudad y del campo, entregándoselos totalmente a los obreros y campesinos para uso de sus asociaciones y asambleas. ¡Esa es nuestra libertad de reunión para los trabajadores! ¡Ese es el sentido y el contenido de nuestra Constitución soviética, de nuestra Constitución socialista!
Y por eso todos estamos tan seguros de que nuestra República de los Soviets, cualesquiera que sean los reveses por los que aún haya de pasar, es invencible.
Es invencible porque cada golpe del furioso imperialismo, cada derrota que nos inflige la burguesía internacional alza a la lucha a nuevos y nuevos sectores de obreros y campesinos, los instruye al precio de los mayores sacrificios, los templa y despierta en ellos un nuevo heroísmo de masas.
Sabemos, camaradas obreros norteamericanos, que vuestra ayuda aún tarde tal vez en llegar, pues el desarrollo de la revolución en los diversos países se produce en formas distintas, a ritmo diferente (y no puede producirse de otro modo). Sabemos que la revolución proletaria europea puede no estallar en las próximas semanas, por rápida que sea en este último tiempo su maduración. Contamos con que la revolución mundial es ineludible, pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que cifremos nuestras esperanzas como unos simples en la indefectibilidad de la revolución a plazo breve y determinado. Hemos visto en nuestro país dos grandes revoluciones, la de 1905 y la de 1917, y sabemos que las revoluciones no se hacen por encargo ni por convenios. Sabemos que las circunstancias han puesto en vanguardia a nuestro destacamento, al destacamento de Rusia del proletariado socialista, y no a causa de nuestros méritos, sino a causa del atraso particular de Rusia, y que hasta que estalle la revolución mundial son posibles derrotas de algunas revoluciones. A pesar de ello, sabemos a ciencia cierta que somos invencibles, ya que la humanidad no se doblegará ante la matanza imperialista, sino que acabará con ella. Y el primer país que ha roto los grilletes de la guerra imperialista ha sido el nuestro. Hemos hecho los mayores sacrificios en la lucha por destruir esos grilletes, pero los hemos roto. Estamos libres de ataduras imperialistas y hemos enarbolado ante el mundo entero la bandera de la lucha por el derrocamiento completo del imperialismo.
Nos encontramos como si estuviéramos en una fortaleza sitiada en tanto no nos llegue la ayuda de otros destacamentos de la revolución socialista mundial. Pero esos destacamentos existen, son más numerosos que los nuestros, maduran, crecen y se fortalecen a medida que se prolongan las ferocidades del imperialismo. Los obreros rompen con sus socialtraidores: los Gompers, los Henderson, los Renaudel, los Scheidemann y los Renner. Los obreros marchan con paso lento, pero firme, hacia la táctica comunista, bolchevique, hacia la revolución proletaria, la única que puede salvar la cultura y la humanidad del hundimiento definitivo.
En pocas palabras, somos invencibles, pues invencible es la revolución proletaria mundial.
N. Lenin.
20 de agosto de 1918.