Carta pastoral «La Cuaresma de España», del cardenal Gomá, sobre el sentido cristiano-español de la guerra

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«LA CUARESMA DE ESPAÑA», CARTA PASTORAL SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO ESPAÑOL DE LA GUERRA (30 de enero de 1937)

La paz y la guerra[editar]

«Ninguna doctrina ni anhelo más reiterados en el cristianismo que el pensamiento y el ansia de la paz. En los grandes vaticinios proféticos aparece el futuro reino de Dios como «Reino de paz, obra de justicia». En un fragmento de subido lirismo, se nos presenta el mundo, bajo el reinado del futuro Mesías, pacificado hasta el punto de que convivan los animales más antagónicos en sus instintos: “El leopardo dormirá con el cabrito...”. Hasta las fieras estarán en paz con los hombres. “El infante meterá su mano en los huecos de las piedras, y el áspid no le morderá” (Is., II, 6-8).

La realidad del cristianismo está impregnada del sentimiento y del voto de la paz. Jesucristo es el “Príncipe de la Paz” (Is., 9, 6).

Cuando viene al mundo, los ángeles cantan: “Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc., 2, 14). El divino Resucitado saluda siempre a sus discípulos con el cristianísimo “Pax vobis”, “la paz sea con vosotros”. En la epigrafía de los sepulcros de las primeras generaciones cristianas predomina la palabra Paz: “Pax”. Y en la Liturgia sagrada, especialmente en la de la misa, se reitera este sentido de paz, que llamaríamos una de las características de la doctrina y de la vida cristiana: “Que la paz sea con vosotros”; “La paz del Señor sea con vosotros siempre”; “Paz a esta casa y a todos los que viven en ella”. Ni son de extrañar la predicciones, el hecho histórico y las fórmulas litúrgicas, porque toda la obra de Dios en la redención del hombre, y la plenitud del fin que Dios le ha señalado no es más que la realización definitiva del más profundo de los anhelos inexterminables del hombre, la paz temporal consigo mismo y con los demás hombres y la paz eterna, fruto de la posesión eterna del Bien eterno, que es el mismo Dios. Hablamos de la “paz paradisíaca”, cuando queremos definir una paz insuperable: es la paz en que vivían en el paraíso nuestros primeros padres y que perdieron por la culpa, y la otra paz del otro paraíso, que no puede perderse porque es la paz sustantiva, participación de la misma paz esencial de Dios. Cuando morimos, el sacerdote católico pronuncia sobre nuestro féretro y nuestra tumba la palabra Paz: “Requiescat in pace”. “Que en paz descanse”, decimos cristianamente al recordar a alguno de nuestros hermanos difuntos, es decir, que haya logrado el profundo anhelo que palpita en la profecía, en la historia y en el fondo inalterable de la conciencia y de la historia.

Y no obstante, amadísimos diocesanos, la dulce y regalada paz, sí no huye como la sombra de las anhelosas manos del hombre, es lo cierto que en el orden individual y en el social sólo podemos alcanzar una paz precaria, porque es inconsistente y porque no es absoluta. La guerra, palabra tremenda que es la antítesis de la paz, nos acecha a cada momento, en todos los órdenes. Jeremías tiene una palabra tremenda, que parece una nueva fórmula del suplicio de Tántalo: “Pax, pax, non erat pax”: “Paz, paz, y no hay paz” (Jer., 6, 14). Alargamos la mano para cogerla, tal vez para ofrecerla a otros, y recibimos la mordedura que nos pone en mayor guerra.

Ya conocéis, amadísimos diocesanos, la teoría de la paz y de la guerra. Creado el hombre para vivir en paz, consigo mismo, con Dios y socialmente, cometió la locura de enemistarse con Dios, centro único y único factor de paz; y este trastorno fundamental de la libertad, de la vida, de las aspiraciones del hombre, produjo toda suerte de guerra. “No hay paz para los impíos” (Is., 57, 21), es decir, que fuera de Dios o contra Dios, sostén esencial del orden en él mundo, de la materia y del espíritu, es imposible el equilibrio del pensamiento y de la voluntad y, por lo mismo, el de la libertad que nace de ambos.

Toda guerra, en todas sus formas, es obra de la libertad desquiciada del hombre.

Lo que equivale a decir que toda guerra es hija del pecado. “Todo el mundo se ha levantado en guerra contra los insensatos” (Sap., 5, 21), dice la Escritura en frase enérgica; porque toda criatura tiene derecho a ponerse en guerra contra el hombre que se ha puesto en guerra con Dios, arrancando su vida espiritual del quicio de la vida divina.

Esta es la filosofía, o mejor, la teología de la paz y de la guerra. Os la exponemos somerísimamente porque sin ella es imposible darnos cuenta de este fenómeno de las luchas del espíritu y de éste con la carne es la guerra con nosotros mismos; de la enemistad con los otros, que es la guerra con nuestros prójimos; y de estos trastornos sociales en que los hombres, dentro los confines de una nación o lanzándose unos reinos y las razas contra otras razas y reinos, luchan entre sí hasta imponer unos a otros la supremacía de la fuerza, lo que constituye este fenómeno histórico y horrendo que llamamos propiamente la guerra.

¡La guerra! Los hombres la temen; si la hacen es para lograr la paz. Y porque la temen, y porque el anhelo natural del hombre es la paz, se ha trabajado lo indecible para eliminarla de la humana historia. No obstante, la guerra es lacra perenne de la humanidad. Nadie ha podido raerla de ella. Como momento excepcional de la Historia, nace el Príncipe de la paz en una hora en que “todo el mundo estaba compuesto en paz”, dice la Liturgia; cuando Roma, como caso único en sus anales, había cerrado las puertas del templo de Jano, símbolo de paz universal. A raíz de la última guerra europea se predicó el exterminio de toda guerra, y la guerra ha seguido haciendo sus estragos en cien lugares del mundo. En estos tiempos de refinado sentido jurídico, más que de anhelo de la verdadera Justicia, se ha formado una Sociedad de Naciones para componer pacíficamente las querellas de los pueblos. Es aspiración nobilísima pero dicen que la Sociedad está en franca bancarrota. ¿No es porque no se habrá inspirado en la teoría cristiana de la paz?

Terminamos este sencillo preámbulo para abordar la materia que en las presentes circunstancias nace espontáneamente de él. La guerra es pugna; es una fuerza que se levanta contra otra y lucha con ella. A veces esta lucha tremenda se entabla en el fondo de la conciencia del hombre: “Veo en mis miembros, decía el Apóstol, una ley que está en pugna con la ley de mi razón” (Rom., 7, 23). La paz espiritual queda rota si triunfa la pasión. Para restaurar la paz del alma, con Dios y consigo misma, hay que detestar y borrar el pecado. La Cuaresma es el tiempo clásico de esta paz. La Iglesia la ha instituido para librar las almas del pecado. En el orden social ocurre algo análogo. También la vida social tiene su “ley de pecado”. Son las fuerzas contrarias a la vida normal de la sociedad. A veces se entabla la lucha en el campo político o propiamente social o económico. A veces estos tres elementos se desequilibran en forma tal, que se recurre a la fuerza de las armas para buscar el equilibrio de la paz por el triunfo del más fuerte. Es el caso de la guerra propiamente dicha.

Y es el caso de España. En su suelo bendito se ha producido este fenómeno social que ningún pueblo ha podido suprimir de su historia. Hace más de veinte años pudimos librarnos de la guerra europea, en cuya torbellino entraron todas las naciones del viejo continente; y ahora la tormenta, terrible, se ha desencadenado sobre nuestro país. En nuestra Carta Pastoral anterior habíamos concretado las características de nuestra guerra, tan mal interpretada fuera de España. En el presente Escrito vamos a dirigirnos principalmente a nuestro país. Averigüemos si en el fondo de la contienda hay alguna desviación moral de carácter social; hagamos, en este caso, la confesión pública de los pecados de España; aceptemos la penitencia que Dios nos impone, que es la guerra misma, y pidámosle, con propósito de enmienda, que ilumine la ruta de nuestra historia futura. La guerra coincide con la santa Cuaresma: indiquemos los medios con que España pueda, en el aspecto nacional santificar su Cuaresma.

Valor moral de la guerra[editar]

Insistamos en el concepto providencial y en el valor expiatorio de la guerra, de nuestra guerra, que nos ha tocado vivir en estos momentos históricos La guerra no es, como las tormentas o los eclipses, un fenómeno natural de la convivencia humana. Ella arranca siempre del libre juego de la libertad del hombre. Aceptar la guerra como un hecho fatal, producto de factores humanos que se mueven al azar, y, sobre todo, destrabarla de la vida moral de los pueblos para relegarla a la categoría de un hecho material de orden histórico, fuera del espíritu y sin trascendencia sobre el espíritu, sería, concretándonos al caso de nuestra guerra, una desgracia que sólo tendría su equivalente en la guerra misma.

No: los hombres se agitan y Dios los mueve; y cuando se agitan para organizar y realizar una de estas grandes contiendas en que se conjugan los intereses más altos de una nación, porque, a más de los altísimos intereses de otro orden, se juega en ella el interés soberano de la nación misma, que es la vida de los que la componen, sería necedad no ver en ella la mano de Dios y no saber barruntar siquiera los factores de orden espiritual y moral que han provocado el conflicto. El concepto materialista de la historia es una aberración de orden filosófico y antropológico, al tiempo que son injuria que se hace a Dios, autor del hombre y regulador de la historia.

Hemos sentado la teoría de la guerra en función del pecado: repetimos que la guerra, toda guerra, es efecto de la desviación moral del hombre, de quien la hace o de quien la sufre. Se ha dicho que la guerra es la última de las razones para hacer prevalecer la razón. Es verdad. Es la razón de la fuerza, a veces para lograr el equilibrio de la justicia, otras al servicio de la injusticia. De aquí las guerras justas y las injustas. Pero desde el momento en que la guerra se pone al servicio de la razón o de la sinrazón, se ha puesto al servicio de la justicia o de la injusticia; por ello no hay guerra que no esté vinculada a un orden moral, del que la razón o la falta de ella no puede destrabarse.

Se dirá que las colectividades no pecan, que, por lo mismo, las naciones no pecan. También es verdad. Las naciones no tienen una libertad individual que importe responsabilidad personal. Pero tal vez en este hecho podríamos hallar la razón profunda de los premios y castigos de las naciones, tan públicos a veces y tan clamorosamente providenciales que no es posible cerrar los ojos a la evidente verdad de la intervención de Dios.

Cierto; las naciones no pecan; por ello no hay en el cielo ni en el infierno lugar reservado para las naciones, como no lo hay para las familias y corporaciones. Pero es que una entidad de orden jurídico-moral integrada por multitud de individuos libres, es, hasta cierto punto, una entidad libre, porque la convergencia o agrupación de la libertad individual de los que la componen determina en las mismas unas acciones, aspiraciones o corrientes ajustadas o no a la moral, y como una situación viva de moralidad o inmoralidad.

Las historias de los Libros sagrados, los proféticos en especial, están llenas de increpaciones y elogios, de bienandanzas y castigos que Dios hace o envía a los pueblos como responsables ante Él, suprema ley moral, del bien o mal que han hecho en un momento de su historia. “A este pueblo se le ha vuelto el corazón incrédulo -dice Jeremías- se retiraron y me dejaron… ¿Acaso no deberé visitarle y vengarme de él, dice el Señor?” (Jer., 5, 24-29). “La raza y la nación que no te sirviere -dice Isaías- perecerá” (Is., 60, 2). Es la sanción tremenda de una gran defección moral. Y ¿no ha visto la historia realizarse en Jerusalén el tremendo vaticinio de Jesús por su defección nacional, y no vemos todavía al pueblo judío arrastrar por la haz de la tierra la maldición de la sangre del Justo que colectivamente pidió en un momento de pasión popular?

Cierto, repetimos, las naciones no pecan y por ello no incurren en masa las sanciones eternas; por esto el premio y el castigo que son exigencia del equilibrio de la justicia, lo reciben en la historia, no en la eternidad. Dios es justísimo y no puede consentir que la vida social de un pueblo no halle, tarde o temprano, porque Dios es sapientísimo y eterno, el condigno premio o castigo. “Lege infatigabili”, dice San Agustín, por ley absoluta e inextinguible, Dios da a los individuos, a las familias, a las naciones lo que exige la justicia o la injusticia de sus obras, a cada cual en su plano y forma. Y esta ley inextinguible tiene a su favor el testimonio de la historia y el sentido íntimo y común de la humanidad.

Demos un paso más: la guerra, como el hambre y la peste, como todas las calamidades de orden colectivo, no puede descuajarse de la providencia de Dios ni del orden moral que tiene por ley fundamental el pensamiento y la voluntad de Dios mismo. Desde este momento debemos aceptar que Dios puede enviar a una nación el azote de la guerra como castigo de sus prevaricaciones o estímulo en sus decadencias de orden moral. Nos abstenemos en este punto de enjuiciar el complejísimo fenómeno de nuestra guerra de hoy en el orden de la justicia. No podríamos, sin intervenir presuntuosamente en los inescrutables juicios de Dios, concretar méritos ni responsabilidades. Aceptamos el hecho tremendo de la guerra en toda su magnitud y lo enfocamos tan sólo en el aspecto de la Providencia general de Dios, y como factor de ejemplaridad social.

Bajo este aspecto, nuestra guerra bien pudiera ser el instrumento de la justicia de Dios, con que tratara de purificarnos de nuestra miseria colectiva, de encauzar nuestra energía social en sentido cristiano, de premiar a los buenos sus justicias y dar a los malos su merecido. Optimista con el sano optimismo cristiano, y porque la providencia especialísima de Dios sobre nuestra España es gaje de sus misericordias con nosotros, Nos estamos convencidos de que Dios, que prefiere sacar bienes de los males antes que eliminar los males de la tierra, hará en definitiva que, sobre las ruinas acumuladas por la guerra, si sabemos ser dignos de ella, se levante una España mejor que la que se ha hundido.

Pero para ello debemos ver la mano de Dios en la gran tribulación que pasamos. Si la guerra no es castigo de nuestros pecados, puede serlo: no será la vez primera en la historia en que el mismo Dios ha sancionado los crímenes de los pueblos con este terrible azote. Los profetas delatan con frecuencia en la historia del pueblo de Israel esta relación entre las grandes defecciones morales y la guerra. “Recorred las calles de Jerusalén, dice Jeremías, y ved si encontrais en sus plazas un hombre que haga la justicia y obre fielmente, y yo le perdonaré… Quebraron el yugo, rompieron los vínculos de la ley. He aquí que yo traeré sobre vosotros una nación de lejos, una nación cuya lengua no entenderás… Y comerá tus mieses y tu pan…; quebrantará con su espada tus ciudades fuertes… (5, 1 y sigs.). “Porque ellos abandonaron la ley que les di -dice en otro lugar- y no oyeron mi voz y no anduvieron en ella y se fueron tras la depravación de su corazón, he aquí que yo daré a comer a ese pueblo ajenjos, y les daré a beber agua de hiel… y enviaré detrás de ellos el cuchillo…” (Ibid. 9, 13, sigs). La rudeza de estos acentos parece algo desplazada de nuestro hablar suave, de nuestras costumbres muelles; pero el fondo, el de la malicia moral de los pueblos y la terribilidad de la guerra como castigo con que Dios la sanciona, es el mismo entonces que ahora. ¡Qué tremendas expresiones, qué metáforas apocalípticas hubiesen usado los santos Profetas de Dios si hubiesen conocido, junto con las prevaricaciones específicas de los pueblos modernos, las artes nuevas de nuestras guerras, el estallido de los obuses, los carros de asalto, ante los que eran débil invención los de los Asirios, la fuerza destructora de las máquinas volantes, la estrategia de la ciencia militar de hoy!

Cambian los tiempos, amados diocesanos: lo que no cambia es la eterna justicia de Dios y la incorregible miseria moral del hombre; lo que no cambia es la relación entre las grandes prevaricaciones de los pueblos y la ley infatigable con que la providencia de Dios las castiga. ¿Qué sería de los pueblos, cuando han rodado ya hasta el fondo del abismo y no hay ya fuerza humana para salvarlos, si no fuera la mano divina que los detiene y les hace entrar en sí mismos, dejándoles sentir el peso de sus justicias, y los vuelve otra vez a las alturas, si han sabido aprender la lección y arrepentirse?

La confesión de España[editar]

Si la guerra puede ser castigo de los pecados de un pueblo, demos una ojeada al nuestro, en su historia de los últimos años, y si encontramos en la conciencia nacional materia de que acusarnos, reconozcamos que bien podría Dios habernos mandado o haber permitido esta guerra terrible para nuestra enmienda. No nos fijaremos tanto en los pecados de orden moral como en los de orden político, que no dejan de estar profundamente relacionados con la moral, que son como el exponente de la corrupción social y los que acarrean las grandes catástrofes a los pueblos.

Hagamos antes una afirmación que nos permita concretar las causas inmediatas de orden político que nos han acarreado la guerra.

Tal vez no haya pueblo en la historia moderna en que el sentido moral haya sufrido un descenso tan brusco -tan vertical, como se dice ahora- en los últimos años. Han contribuido a ello dos factores, uno de tesis y otro de hecho: la tesis del laicismo y el escándalo que ha venido de las alturas.

Pueblo profundamente religioso el español, pero más por sentimiento atávico que por la convicción que da una fe ilustrada y viva, la declaración oficial del laicismo, la eliminación de Dios de la vida pública en todos sus aspectos, ha sido para muchos, ignorantes o tibios, como la liberación del yugo secular que les oprimía. La fuerza impositiva de la ley, aunque sea obra del capricho del legislador, tiene, por el prestigio de la autoridad y por su fuerza coercitiva, innegable influencia en la formación y dirección de los espíritus. Resisten los fuertes, los conscientes, los valerosos; soslayan los oscilantes y ventajistas; sucumben los débiles y los tímidos.

Roto el molde que, aunque no fuera más que por temor e inercia, ataba la vida social y la canalizaba en el bien, se abrieron las esclusas del mal. “¡Ya no hay Dios!” Estas frases, que oíamos de una pobre aldeana; “¡España ha dejado de ser católica!” Esta otra que pronunciaba solemnemente un gobernante de la nación, dan la medida de esta desvinculación de los espíritus de este “clavo de Dios”, como la llama el Profeta, que fija y clava la vida en el punto del deber: “Confige timore tuo carnes meas…” (Ps. 118, 120).

Esto, que más que un pecado político de los últimos tiempos es como el exponente del descenso del sentido de Dios en una serie de lustros, nos da la razón del desquiciamiento de las fuerzas sociales, que ya no tendrán su apoyo en el fondo inconmovible de una conciencia popular bien formada según Dios, y que actuarán al azar del egoísmo personal o del capricho de las multitudes, mal llevadas por sus agitadores.

Indicada la tesis, concretemos los hechos que han hecho posible la revolución que nos ha llevado a la catástrofe.

En nuestro lenguaje vulgar tiene un valor de apotegma achacar todos los males a la política. De hecho, en la vida social moderna, especialmente en nuestras democracias, en que se han multiplicado terriblemente los llamados “políticos”, tienen éstos gran influencia en el subir y bajar de los pueblos. Sin políticos de carne y hueso que encarnan los principios de la ciencia y del arte de gobernar -que esta es la verdadera política- no es posible a un pueblo seguir por los caminos de la paz y del progreso. Hemos tenido en España políticos de talla durante los últimos lustros, con un ideal de verdadera política cristiana; pero su labor ha sido neutralizada por el esfuerzo de sus contrarios. Cada político ha hecho “su política”, no la política sabia, tenaz, iluminada por los principios cristianos que hubiesen encontrado refuerzo en el fondo del alma popular.

En los últimos años se ha hecho política francamente mala, detestable, totalmente disociada de nuestra tradición e historia. Hasta en pugna con la conciencia nacional, que no necesitaba más que dirección y estímulo en el sentido cristiano que predomina en la nación. Se prefirió el intento absurdo de anular este sentido, por prejuicios personales, por conveniencias de partido, por obediencia a sugestiones forasteras de carácter internacional.

Otros se entretuvieron en fórmulas de transacción con el espíritu revolucionario, que no ha dejado de avanzar un solo día; en escaramuzas que han debilitado la fuerza de resistencia; en pactos de mutua permeabilidad, -que no pueden confundirse con estrategia sagaz del invasor del campo enemigo-, y que han borrado los contornos de una política cristiana de verdad y que, en el hecho del gobierno de la nación, han consentido al adversario la conquista de los más recios baluartes de defensa de la ideología y de la vida cristiana del país.

El rico ha hecho su oficio de enriquecerse con afán, sin saber ser, muchas veces, rico cristiano cortado según el patrón del Evangelio. Nunca nos hemos sumado al coro de detractores sistemáticos de los pudientes de la fortuna. Ha sido un vicio de estos últimos tiempos, que tal vez ha contribuido a la ruina de la paz en el campo económico. Ha habido en nuestro país, más que en otro alguno, oro de ley en los usufructuarios de la riqueza. La generosidad hidalga del español, impregnada de sentido cristiano, muchas veces de profunda piedad cristiana, ha abierto los senos de la riqueza para que se vertiera en el del necesitado, en obra económicas de carácter social, en el fomento de la ciencia y del arte, en grandes empresas que han multiplicado la riqueza del país.

Pero sí que ha habido abusos enormes, que si pudieron justificarse en viejas costumbres y en el sentido de jerarquía y de sobriedad de nuestras masas obreras, debieron cesar cuando las modernas corrientes de bienestar penetraban en todo medio social y, sobre todo, cuando el enemigo, al par que utilizaba la razón poderosas de la quiebra de la justicia y de la equidad social, ofrecía a las masas el paraíso del goce por igual de los bienes de la tierra y forjaba la nueva religión del socialismo y comunismo para ir a su conquista.

Cuanto al pueblo, éste ha sido su gran pecado en la obra de la revolución. Se dejó conquistar por los predicadores de la mentira igualitaria, abandonando la creencia en su Dios, ya harto debilitada por causas múltiples; consintió que arraigara en su alma un odio injusto contra los de mayor fortuna, que le llevó a una historia de reivindicaciones que rebasaron cien veces los lindes de la justicia y ponían en peligro la misma máquina económica que daba el pan para todos; y aprendió el fácil camino unos goces que le brindaba una civilización refinada y que, al absorber el fruto de su trabajo, le dejaban con ansia mayor de lograrlos y con mayor rencor contra los más afortunados.

Toda la legislación social y todas las instituciones de carácter benéfico no han podido crear una zona de convivencia de los dos bandos rivales. El amparo oficial prestado a uno de ellos no hizo más que fomentar locas ambiciones en unos y obligar a los otros a aprestarse a una defensa desesperada de sus intereses. Y es que en estas alternativas de la vida económica de los pueblos, los poderosos se lanzan contra los débiles y viceversa, no ajustándose ninguno de ellos, en estos estados de fiebre colectiva, a los dictados de la justicia y de la caridad cristiana -que obligan a ambas partes-, sino dejándose arrastrar por la furia de la pasión social, que no es más que el producto de las pasiones personales de clase multiplicadas por sí mismas.

Mentemos aún, entre los grandes pecados que nos han acarreado la guerra, la mala prensa y las costumbres corrompidas. La prensa es un gran poder, y cuando se pone el servicio del error y de la mentira, como se ha puesto gran parte de la gran prensa española en los últimos años, puede convertirse en cáncer de la médula de un pueblo. Nos referimos especialmente a la hoja volandera que lleva cada día, y en la forma más apetecible y asimilable, el veneno al alma sencilla de las multitudes. Estas son ignorantes: lo serán siempre con respecto a los problemas fundamentales de la vida social, todos ellos relacionados con los principios de la filosofía, del derecho, de la política, de la religión y moral, y condicionados, en un país y en un momento dado, por factores de historia, de técnica, de economía social. ¿Qué hará el pobre pueblo, para quien la hoja impresa de “su diario” es cátedra de verdad, sino dejarse seducir paulatinamente por doctrinas homogéneas con sus instintos? Sin el control de la doctrina cristiana, que no aprendió u olvidó por completo, con tal predominio del criterio materialista que informa el pensamiento y la vida moderna, las masas deberán ser presa de toda aberración colectiva, hasta ser capaces de todo crimen. No nos dejará mentir nuestra historia nacional del último quinquenio.

Digamos algo de la quiebra de la autoridad social en los últimos años. Nadie más respetuoso con la autoridad que la Iglesia; para ella es algo divino e intangible; es la forma de la sociedad, y los seres son por su forma. El Salmista, para la estabilidad del pueblo de Dios, no le pedía más que juicio para el rey, es decir, el justo criterio del derecho: “Deus judicium tuum regi da”; y la rectitud de su aplicación al hecho de la vida social: “Et justitiam tuam Filio regis” (Ps., 71, 7). Nótese la fuerza de la palabra: “Tu juicio”, “tu justicia”; no el juicio y la justicia del hombre, sino de Dios, autor de toda justicia, de la que la autoridad es intérprete.

A la historia corresponde enjuiciar sobre el “juicio” y la “justicia” de quienes debieron ser sus heraldos en los últimos tiempos. Dura todavía el encono de la llaga, y no sería caritativo tocarla siquiera. Sí que hemos de notar un hecho, para lección de gobernantes. La historia no ha conocido a ningún poderoso que triunfara de Dios: nadie se burla de Él impunemente. Al libro “De mortibus persecutorum”, de Taciano, deberán añadirse tantos capítulos como etapas y personas tenga la manía persecutoria de Dios por la autoridad. El profeta nos le presenta, en bellísimo antropomorfismo, contemplando con indiferencia, la mano en el seno, las maquinaciones de sus enemigos: “Levántate, Señor, le dice, ¿por qué estás dormido?” (Ps., 43, 23). Y Dios se levantó y habló tan recio entre nosotros, que a su voz se desplomó todo el poder de sus adversarios. Pero el estrago que causaron en el pueblo las leyes que dictaron contra Dios, ha arrastrado a ellos y a la nación a la ruina.

Notemos otro hecho sobre la autoridad. Los poderes hijos de la revolución atea suelen ser crueles y débiles: crueles -hasta el exterminio de la ideología del adversario y de todo lo que la representa- abusan de la fuerza con daño del derecho, que es el vínculo de la convivencia social; débiles, porque el desgaste rápido de los recursos del poder los enerva, son suplantados por gente nueva dentro de la misma revolución. Por esto se dice que las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus hijos. Pero en las duras refriegas de la autoridad autocrática con los sectores del pueblo vejados u oprimidos; en esta sucesión caleidoscópica de poderes cada vez más desquiciados e impotentes, la sociedad se descompone y, como buque a la deriva, porque falta el timón arriba y porque se encrespan abajo las pasiones populares, sólo espera el choque de una mina que le hunda. ¡Cuántos nombres y hechos se nos vienen a los puntos de la pluma, en la historia del último quinquenio!

Le faltaría a la confesión de nuestros pecados públicos el máximo de ellos si calláramos el de apostasía incurrida oficialmente por la autoridad pública y el de esta otra apostasía de las masas, que pudo justificar la de la autoridad y buscar nueva expansión y fuerza en sus decretos.

“¡Manes de nuestros antepasados si hubiesen visto a su Dios lanzado de España! El Dios de nuestros sabios y guerreros, de nuestros sabios y artistas; el de nuestras leyes e instituciones incomparables; de nuestras Catedrales y bibliotecas; de aquel pueblo teólogo que acudía ávido a los “Autos”, de Calderón; el de nuestros grandes historiadores y poetas; en cuyo santo nombre fueron lanzados de nuestro suelo los hijos de Mahoma, y se inauguraba y se consumaba la conquista de un Nuevo Mundo; el Dios cuya doctrina dulce y lúcida fue guía de nuestra historia, y cuyas santas influencias embalsamaron la familia, la escuela, la vida ciudadana; por cuyo nombre se juró siempre en nuestra tierra y cuya Cruz besó todo español a la hora de la muerte y señaló, en el suelo de nuestras iglesias, a la vera de nuestros caminos, en los campos de batalla, en los Camposantos, el sitio donde cayera el cuerpo exánime de un español!

Esto no es literatura, amados diocesanos, y si lo fuera, es la que brota de la visión admirativa del panorama de nuestra historia. ¡El estado sin Dios, la escuela laica, el matrimonio civil y el cementerio civil; Dios lanzado de nuestros tribunales y de nuestras plazas públicas; sin pan sus ministros, depredados legalmente los tesoros de sus templos, perseguidos hasta en el mismo fondo de las conciencias la persona de su Vicario; lanzados al ostracismo o constreñidos por leyes injustas los que habían profesado los consejos de su Evangelio!

Dios es celoso de su gloria, amados diocesanos, de su gloria y de su poder, “que no quiere jamás entregar a otro” (Is., 42, 8). Por esto debía preparar la caída estrepitosa de quienes conculcaron su nombre sus derechos en España.

Y debía consentir la conmoción profunda, este trastorno de las mismas entrañas de nuestra vida nacional que estamos sufriendo. Porque también el pueblo español ha prevaricado y se ha levantado en parte contra Dios y en parte ha negado a Dios, por conveniencia o por cobardía.

Dios ya no era el Padre y el Señor de nuestro pueblo. No el Padre, porque no florecía entre nosotros ya, como en otros días, esta flor de la piedad filial para con Dios que llamamos religión, que era de pocos, de rutina, sin influencia mayor en nuestra vida. No el Señor, porque se le dejaba por cualquier señor, por la conveniencia, por la política, por una ambición mezquina, por un interés ruin.

Quienes debían ser los heraldos de Dios para meter su nombre, su doctrina y su ley en lo más vivo de la sociedad, han dejado vergonzosamente su oficio primordial de orden espiritual. Padres que no sabían ni querían poner el nombre de Dios en labios de sus hijos. Maestros que iban más allá de las exigencias de la ley, enseñando contra Dios. Políticos que se olvidaban de los derechos de Dios en su sagrado oficio de gobernar al pueblo; que convirtieron la política en arte de escalar puestos y de manejar mesnadas; sin pensar que el primer puesto corresponde a Dios, cuyos derechos han de respetarse en toda jerarquía, y que los pueblos no se levantan sobre ras de tierra, aun siendo brillantes, si no les solicitan las alturas de Dios. Electores cristianos que han votado contra su Dios al hacerlo en favor de sus enemigos. Enorme multitud, en fin, que han vivido sin Dios, que han olvidado su ley, que no han santificado sus fiestas, que le han blasfemado, y que han cerrado voluntariamente sus ojos para no saber que el árbol maestro de toda sociedad es Dios, que no consentirá jamás sino a cambio de la ruina de los pueblos que éstos se sustraigan de las influencias de su pensamiento y voluntad.

Y como cuando no hay Dios en el alma necia del hombre, queda éste abandonado a sus propias abominaciones, en frase tremenda del Profeta, de aquí, de esta apostasía de arriba y de abajo ha venido el desquiciamiento de nuestra vida y nuestras costumbres sociales.

La concupiscencia de la carne, el ansia de gozar, que ha enlodazado el pensamiento, el corazón y las costumbres; que ha corrompido la fuente sagrada de donde brota la familia; que ha deshecho los hogares; que se ha expansionado y se ha nutrido al mismo tiempo en espectáculos de inmoralidad pública, teatros, cines, playas; que se ha vertido en la novela procaz y en la hoja indecente y ha manchado la tersura de las almas inocentes.

La concupiscencia de los ojos, la ambición de tener, que ha producido el desasosiego de las vidas, y ha sacrificado el bienestar de los pobres, y ha materializado la vida y endurecido las entrañas; que ha engendrado injusticias, y ha desequilibrado la vida económica del pueblo, y ha lanzado unas clases contra otras en lucha fratricida.

La soberbia de la vida, el ansia de ser, que ha despoblado nuestros campos y aldeas, y ha descentrado miles de vidas, y ha sacrificado al hermano para encumbrarse sobre su ruina; que ha llevado a los altos sitiales a los ineptos, a los traviesos, a veces a los malvados.

A estos factores de orden moral-social añadimos otros de carácter propiamente político, que difícilmente podríamos eximir de responsabilidad moral. Uno de ellos es el sentido extranjerizante de nuestra política, con orientación doctrinal diametralmente opuesta a nuestro espíritu nacional. Hay en el fondo de la vida española reservas que no tendrán aplicación sino en el sentido de nuestra historia. Traer a la patria el espíritu ajeno es empeñarse en injertar en el árbol patrio brotes de otro clima espiritual, que no pueden producir más que frutos nocivos, si no es que llevan a la entraña nacional el trastorno de sus esencias, como de tóxico que se ha ingerido contrario a la constitución y leyes del organismo. ¿Cómo eximir de responsabilidad a quienes trajeron acá el comunismo, sistema antihumano más que antiespañol? ¿Qué daño no habrán causado a España los que la han empalmado oficialmente con judíos y masones, verdadero representantes de la anti-España que nos han traído a estos momentos gravísimos?

Ni a ciertos regionalismos y nacionalismos podemos eximir de responsabilidad moral. Es este un punto grave de la moral cristiana. Pero aflojar sistemáticamente los vínculos legítimos de patria, a la que en buena doctrina cristiana nos ligan razones de caridad, es siempre en daño de la región y de la nación. Y cuando se buscan alianzas con quienes son incapaces de respetar las esencias espirituales de una y otra, se rebasan los límites de la imprudencia para entrar en el campo de la injusticia histórica y social. Dejamos, haciendo solamente una apelación a los hechos, un punto de derecho político y de moral que no puede ser tratado aquí.

Estas consideraciones podrían pareceros desplazadas en una carta pastoral. No lo están: primero, porque un Obispo, como el Apóstol, puede decir: “Soy ciudadano español” (Act., 22, 26), con deberes mucho más graves que otros; y luego porque en una sociedad cristiana el Obispo es maestro, con derecho y deber de señalar a los pueblos, para su enmienda, las ruinas acumuladas por la inepcia y malicia de sus dirigentes y por la ceguera del pueblo que no ha sabido ver a tiempo el abismo a que debían llevarle sus malos pasos.

Tal es la confesión de España en esta Cuaresma que debe serlo de penitencia gravísima. Del fondo del alma de todos los españoles que creemos en Dios y en su justísima Providencia, debiesen salir las palabras del Profeta: “Hemos pecado, Señor; hemos faltado a tus injusticias: hicimos la iniquidad”: “Peccavimus, injuste, egimus, iniquitatem fecimus…” O las de Tobías al lamentar la catástrofe de su pueblo, desterrado en masa: “Señor, tus juicios son altísimos, porque no nos ajustamos a tus preceptos, ni hemos andado lealmente ante Ti” (3, 5).

La guerra, penitencia de España[editar]

La confesión es ya un comienzo de restauración moral de quien pecó. La aceptación de la penitencia es otro paso decisivo, porque en el dolor que causa está un resorte que ayuda a levantarnos. Dios puso el dolor como factor de regeneración. El pecado fue causa del dolor: “In dolore…” (Gen., 3, 10). Pero Dios tomó el dolor como antídoto del pecado. La cruz es el símbolo y el hecho del máximo de los dolores y de la restauración fundamental del mundo.

¡El dolor de España! Podría componerse una elegía que hiciera llorar al mundo contando nuestras desgracias. Los Trenos de Jeremías son la expresión suprema de lo que podríamos llamar “dolor nacional”. Nadie ha superado a este cantor de la catástrofe del pueblo de Dios. Con todo, objetivamente y prescindiendo de la significación simbólica y mística de la ruina, la nuestra la rebasa inmensamente, en magnitud y extensión. Tal vez sea otra causa del dolor nacional de España el que no hayamos sabido ponderar la inmensidad de la catástrofe. Cuando la veamos en toda su magnitud quedaremos aterrados.

Ponderemos, españoles, unos momentos la magnitud de nuestros dolores, para darles un valor cristiano de penitencia. Porque si esto no es una lección divina para que nos remontemos otra vez a las alturas; y si, a pesar de dársenos entre el estruendo y las ruinas de una guerra que no tenía igual en nuestra historia, no sabemos aprenderla, haríamos inútil la guerra misma, porque mañana incurriríamos en los mismos pecados de la ante-guerra. Hacemos la guerra para hacer una nueva España: no había necesidad de pasar sus dolores inmensos si debiésemos quedar igual que antes de hacerla.

¡El dolor de España! Dolor de la sangre de nuestros hermanos, que han sucumbido por millares. El supremo de los dolores es la muerte, porque es la mayor de las pérdidas en el orden físico, la vida, y el mayor de los desgarros, porque es la separación violenta de sus elementos esenciales. ¿Cuántos españoles habrán sucumbido cuando la guerra se acabe? Hay que computar a los unos y a los otros, porque todos somos cristianos y españoles, bien que separados por prácticas y tendencias irreconciliables. Se dice que un millón. Es una amputación tremenda hecha en lo más vivo del cuerpo nacional, porque nada hay más vivo que los que componen la nación. Muertes heroicas muchas de ellas, pero todas trágicas porque nada más trágico que la muerte, y porque entre los rasgos épicos de una guerra nada más trágico que la guerra misma, el mayor de los azotes de la humanidad. ¡Campos y montes y ciudades de España, tintos en sangre de españoles, testigos del supremo dolor de los hijos de España! España la inmortal da sus hijos de un día de su historia para seguir su ruta de siglos; pero no los da sin el dolor que rasga las entrañas de toda madre al perder a sus hijos.

Dolor del tremendo que sufren los deudos de los muertos. Los dieron para la patria, es verdad. Pero ya nadie llenará los huecos de los muertos, en la casa, en el trabajo en el corazón de la madre.

Dolor de heridos y mutilados, que sus valores de hoy deberán añadir tal vez el de la inutilidad de mañana.

Dolor de las piedras calcinadas de nuestros templos, en que había cristalizado la fe y la piedad de nuestros mayores, testigos de sus goces y duelos, de sus fiestas y quebrantos, y en su desamparo parecen eco del alma desolada de los hijos de España, heridos en sus fibras más delicadas.

Dolor del ultraje hecho a lo que debe amar más el hombre, a Dios, perpetrado en las formas más antidivinas, y por lo mismo, más repugnantes a este “animal divino”, como llamó al hombre el filósofo; cometido en la persona de sus sacerdotes, en la profanación de sus templos, en robos horrendos de vasos, reliquias, ornamentos. Porque esta guerra, por parte de los enemigos de nuestro Dios, ha sido un sistema vastísimo de sacrilegios, perpetrados a sangre fría y que culminaron en este sacrilegio sintético que, si no fue el mayor en su aberración teológica, sí que fue el más simbólico y clamoroso: el fusilamiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. ¡Dulce imagen de Jesús bendiciendo a España! Levantado en su centro geográfico, culminando, impotente, con majestad divina, sobre las figuras más representativas del amor divino en pecho humano, cayó, acribillado balazos, de su pedestal el que tiene uno en el corazón de cada buen español. Tocar a Dios, amados diocesanos, es tocar lo más vivo de la vida social. Por esto debiésemos sentir profundamente el dolor del sacrilegio. Dolor de millares de sacerdotes asesinados, con saña inhumana, por el simple hecho de ser representantes de Dios. Eran los intermediarios entre Dios y los hombres, y éstos han querido cortar, matándoles, su comunicación con Dios, el Dios de sus padres, de su pueblo, en cuya religión había sido iniciados por el Bautismo. Nunca en la historia se vio una matanza de sacerdotes como la hemos visto en la España que se gloría de llamarse católica.

Dolor de haber visto a España envuelta en una ola de barbarie como no se da en las tribus de África. El plomo homicida ha destrozado el cerebro del sabio, del político, del literato, del hombre de negocios, sólo porque eran el soporte y la gloria de una civilización que reconoce algo más que la salvaje civilización marxista, que trata de reducirnos a la condición de parias, de reses de un rebaño humano, donde no hubiese más solidaridad que la de un trabajo mecánico sin ley, ni más libertad de la de satisfacer los bajos y distintos de la vida, ni más igualdad que la del hambre y la abyección.

Dolor por la pérdida de nuestra riqueza y de un caudal de arte que nos habían legado el pensamiento y la labor de siglos cristianos, que no tiene igual en el mundo y que ya no nos volverá más.

Dolor de haber podido medir en una semana de locura el nivel bajísimo, intelectual y moral, de millares de españoles, indignos del derecho de ciudadanía fuera de un país bárbaro, con el otro dolor de la afrenta que recae sobre el nombre cristiano. Porque estos hombres, a quienes mejor que San Pablo a los romanos, podríamos llamar “atestados de toda suerte de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia, de perversidad; llenos de envidia, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malignos, chismosos, infamadores, enemigos de Dios, ultrajadores, soberbios, altaneros, inventores de vicios, desobedientes a sus padres, irracionales, desgarrados, sin afección, desleales, despiadados” (Rom., I, 29-31), todos habían sido bautizados y educados cristianamente, hasta el punto de que la mayor parte de ellos, al ser por la justicia eliminados de una sociedad que emponzoñaron, se reconciliaron con el Dios que sus madres habían entrañado en su alma.

Dolor por esta sima de odios que separa los españoles en dos bandos que se baten a muerte, que se ahonda a medida que se agranda el mar de sangre, que tardará generaciones en cerrarse.

Dolor de haber visto el territorio nacional mancillado por la presencia de una raza forastera, víctima e instrumento a la vez de esta otra raza que lleva en sus entrañas el odio inmortal a nuestro Señor Jesucristo.

Dolor acerbo, porque nos viene del enemigo doméstico, de que fuera de España corra con vilipendio el nombre y la gesta de quienes luchan para salvarnos, y de que fuera de casa se ignore lo que queda aún acá de sentido de Dios, de civilización cristiana, de esfuerzo generoso en rehabilitarnos ante el mundo. Es el dolor de lo que con razón se ha llamado “la soledad de España”. Cuando la conquista de Abisinia, obra de civilización, la Sociedad de las Naciones se alzaba contra el conquistador; y se inhibe en una pasividad suicida cuando la barbarie se lanza en España a la destrucción de la civilización más gloriosa de la historia. Y cuando el mundo se conmovió por haberse mutilado la Catedral de Reims en la guerra europea, no oímos más que la voz autorizadísima de Roma que lamenta la desolación de casi media España sin templos.

Amadísimos diocesanos: no quedara español, cuando se haya liquidado esta terrible guerra, que no haya sufrido quebranto en ella. Podemos asegurar que no será buen español quien no lo haya sufrido. Muchos millones se habrán visto torturados en sus personas, en sus haciendas, en sus afecciones. San Pablo quiere que todo lo hagamos en nombre de nuestro Señor Jesucristo: suframos en Él y por Él: en Él, incorporando nuestro dolor al suyo para que le dé eficacia cristiana, de perdón y santificación personal y de salvación para España; por Él, para que nos bendiga y triunfe su causa en nuestra patria.

Que España soporte cristianamente su dolor inmenso, españoles. Si vaciamos de sentido cristiano esta guerra no quedarán de ella más que las ruinas que acumule sobre nuestro suelo. De ellas no saldrá la restauración de la España vieja, antes podrían esconderse en ellas gérmenes de nuevas discordias. Sea el dolor de España, profundamente sentido, nuestra penitencia Cuaresmal que nos atraiga las misericordias de Dios.

Se nos dice que hay ciudades alegres a donde no llegan la tristeza y el dolor de la guerra; que hay quien se divierte en estos tristes días, y hasta quien anda en trapicheos e intrigas para sacar provechos de la guerra. No es piadoso, porque los hijos deben sufrir con la madre y los hermanos. No podríamos gozarnos en la exaltación futura de España si no sintiéramos ahora su tribulación.

La oración cuaresmal de la guerra[editar]

En la plegaria de la Iglesia toda necesidad tiene su oración especial. La tiene para “el tiempo de guerra. Debemos entrar en el espíritu de la Iglesia; y toda vez que estamos en Cuaresma, tiempo especialmente consagrado a la oración, y hacemos -debemos hacerlo todos, cada cual en su lugar- una guerra en que se ventilan los destinos de España, nos toca orar en esta Cuaresma por la guerra y sus fines.

Oración heroica en los frentes de batalla, cuando el riesgo hace más inmediata y viva la presencia de Dios y más necesario su socorro. Oración que suba de fosos y trincheras, que preceda a los duros combates, que agradezca al Dios de las victorias el triunfo. Oración matinal para pedirle a Dios que dirija las contingencias de la lucha durante el día. Plegaria de la noche, pidiendo al Señor el merecido reposo y que ahuyente toda sorpresa y peligro.

A solas, ante Dios y la propia conciencia, orar por sí, por la familia y por España, cuya suerte está confiada a nuestros soldados. En compañía, que da mayor eficacia a la oración cristiana, para mutuo estímulo y para demostrar que no hay solidaridad más firme, de pensamiento, de propósitos, de acción, que la que se funda en la paternidad del Padre nuestro que está en los cielos. ¡Qué gozo saber que se cuentan por miles los bravos soldados que rezan colectivamente su Rosario!

Oración que quisiéramos de todos, de soldados y milicias, de la más alta jerarquía militar al último de los que solidariamente han cargado sobre sí la tremenda responsabilidad de esta guerra.

No es de almas débiles la oración. Al contrario, en el contacto con Dios y las cosas divinas adquiere el alma su mejor temple. El principal resorte del valor está en la limpieza de conciencia y en la seguridad del divino socorro.

Dos notas se destacan en esta guerra que concretamos en estas dos frases que hemos recogido de labios de muchos combatientes: “Si nuestro enemigo hubiese sido valiente, nos hubiese ya ganado la guerra”: “La Providencia de Dios está con nosotros”; “Nos favorece descaradamente”, decía con gracia un bravo militar-. Es que el enemigo huye porque le falta el resorte divino del valor, que es la plegaria. La divina Providencia se inclina del lado de quien pide con fe humilde. Es mal soldado quien no cree en Dios.

Que no olviden nuestros soldados que la victoria está, como dicen los Libros sagrados, “no en la copiosa multitud de un ejército, sino en la voluntad de Dios que la da” (Mach., 3, 19). La ciencia militar, el armamento, la copia de soldados, su bravura, son los grandes factores de la guerra; pero definitivamente es Dios quien los conjuga. No podría racionalmente sustraerse de su Providencia una función humana de la que depende la suerte de un pueblo.

La Cuaresma es tiempo de examen y reforma de la vida. Llevadla, en los frentes de combate, digna de la causa que defendéis. Hacedla más intensamente cristiana durante este tiempo sagrado. Ocupad vuestros ocios de campaña en alguna lectura edificante; oíd, si podéis, la santa Misa; que suplan vuestros capellanes al predicador cuaresmal de vuestros pueblos. Que no suelten vuestros labios una palabra menos digna de un soldado cristiano. Hemos visto fotografías de comuniones generales en el frente; que no os falte a lo menos la confesión y comunión de Cuaresma.

Oración silenciosa o pública de retaguardia. Estamos en ella cuantos no nos hallamos en los frentes, porque la nación debe ser hoy toda ella un ejército. Tal vez nos acucie demasiado la curiosidad de la guerra; la explica la humana psicología, que siempre siguió con pasión las vicisitudes de toda lucha, y la misma naturaleza de la que se sostiene en nuestros campos de batalla, tan íntimamente trabada con nuestras conveniencias personales, con nuestros más caros sentimientos y con nuestra historia nacional. En medio de las incidencias de la lucha, que mantienen anhelante nuestro espíritu, sepamos ver el fondo inmortal de las cosas, la corriente subterránea de ideas y hechos persistentes y especialmente la mano próvida de Dios, Señor de la libertad de los hombres y Rector de los pueblos, que no deja nunca el mal sin sanciones.

Oremos por la guerra. amados diocesanos: cada cristiano debe ser un soldado de la oración, arma invencible. ¡Qué campo se ofrece a la caridad de nuestra plegaria! Los combatientes, los pobres heridos, las ciudades angustiadas o devastadas por el tremendo azote, los gravísimos intereses que están en juego, las familias desechas por los azares de la guerra, los presos, los hambrientos y desamparados por su causa, los destinos de la patria. Y, porque la caridad nos manda hacer bien a nuestros enemigos, hagámoslo, arrancando de nuestro pecho todo rencor y pidiendo a Dios que si la confusión y derrota de ellos ha de ser condición del triunfo de la causa de España, les abra antes los ojos y los convierta y no consienta que se pierda uno sólo de ellos.

La vida cristiana bien llamada es ya de sí una plegaria, porque toda ella va dirigida a Dios. Juntemos a ella el pensamiento de las necesidades de la guerra, desde el ofrecimiento de obras hasta la noche, y que de todo pecho y de toda vida suba a Dios el incienso agradable de la oración. ¡Quién sabe si Dios se nos hará propicio por ella! El sacerdote en sus rezos y ministerios; el religioso con su observancia y sus penitencias; el simple fiel en su trabajo, en sus preocupaciones, en sus negocios: todos hemos de sentir la emoción espiritual de la guerra y poner por ella nuestra vida entera en manos de Dios, para que acabe pronto y bien.

“Cosa buena es la oración con el ayuno” (Tob., 12, 8). Juntemos la penitencia a la oración. Los mismos sacrificios que por la guerra nos impongamos pueden tener un valor de penitencia cristiana.

Y que resuene en nuestros templos y en nuestras calles y plazas, con la discreción que las circunstancias imponen, el clamor de las multitudes pidiendo a Dios el rápido triunfo de su causa, la suya, la que en sus juicios haya de redundar en su mayor gloria y bien de las almas. Españoles: no olvidemos que buena parte del territorio de España está sin templos, sin culto, sin una Hostia que se levante en medio de pueblos y ciudades desiertas de Dios. Que Dios pueda indemnizarse -si vale la palabra- con la redoblada plegaria de las regiones que tienen la suerte de tenerle públicamente por Padre y Señor.

¡Qué ajustada a nuestra desgracia la oración de Jeremías en sus Trenos: “Señor! Te has irritado terriblemente contra nosotros: míranos propicio, Señor. Nuestros bienes han pasado a los extraños. Ha huido de nuestro corazón la alegría; nuestros cantos se han tornado llanto. Ha perdido nuestro pueblo lo más precioso que nos habían legado los antiguos tiempos. De en medio de nosotros se nos han quitado los selectos. El enemigo ha metido mano en lo que teníamos de más precioso. Los hijos de nuestro pueblo han perecido a manos del enemigo. Los sacerdotes y honorables del pueblo han sucumbido. ¡Señor! Te hemos provocado, por esto te muestras inexorable. ¡Señor! Mira que levantamos a Ti nuestros corazones y nuestras manos: renueva los días gloriosos de nuestros pasados siglos”. (Jer. Thren. passim).

La enmienda[editar]

Hemos hecho nuestra confesión, recibido la penitencia y rogado a Dios que se apiade de España y la levante. Pero en todo resurgimiento moral hay dos factores fundamentales: Dios y la libertad del hombre. “Sin Mí nada podéis hacer”, dice Jesús (Jo., 15, 5); y san Agustín añade que “Quien nos ha hecho sin nosotros no nos rehará sin nosotros”. Cuanto más profunda es la caída, más tenaz y enérgica debe ser la reacción de la voluntad.

Las civilizaciones no se defienden solas, ha dicho un conocido escritor. No hay que creer que lo que se alcanzó una vez lo fue para siempre. La civilización es un estado heroico, una lucha de todos los instantes contra la eterna barbarie. Si queremos sostenernos en ella y salvaguardar nuestra dignidad de hombres libres y los derechos de nuestro pensamiento -el que informa nuestra civilización española- habremos de aceptar el combate y permanecer en constante y avisada centinela ante el enemigo. La guerra actual señala un momento de esta lucha; cuando acabe, aún deberemos quedar arma al brazo para la construcción y defensa de la España nueva.

¿Propósitos a cumplir? ¿Rutas nuevas por donde andar? Es más fácil proponer que ejecutar: “El milano se guía por las señales del cielo, y la golondrina y la cigüeña sigue sus rutas en su tiempo -dice Jeremías-, y mi pueblo desconoce los juicios de Dios” (Jer. 8, 7). Es el juego tremendo de la libertad, que nos hace obrar mal aun pensando bien.

Reformemos ante todo nuestro espíritu, que en él se ha incubado la catástrofe. Todas las revoluciones -la “nuestra” no debía ser una excepción- son una explosión externa de un trastorno espiritual, y son tanto más terribles cuanto es mayor el choque que las almas han sufrido. El Cristianismo, “óptima revolución”, si cabe llamarla así, transformó la faz del mundo; es que antes había removido los viejos cimientos del espíritu. Y aquí hemos de acudir al fondo del alma nacional, para centrarla en sus viejos quicios y equilibrar de nuevo la vida social.

Nosotros, los que pretendemos encarnar el espíritu cristiano y español y la continuidad de nuestra tradición y de nuestra historia, no hicimos la revolución; antes al contrario, vejados en todo orden, lanzados por leyes injustas fuera de nuestra ley, porque la ley de la vida es la conciencia fundada en Dios, hemos sido sus víctimas. Por ello nosotros seguimos siendo la España, y no es nuestro espíritu el que ha de ser absorbido por el de la revolución, sino que ella debe imponerse. Es decir, hablando vulgarmente, que no hemos de volver a las andadas. Es el primer paso de la enmienda verdadera.

Y nuestro espíritu nacional debe estar injertado en Dios.

Notemos un fenómeno que no tiene precedentes en la historia. La revolución ha querido arrancar a Dios del alma nacional. Por algo se llaman los “sin Dios” y “contra Dios” los que la han dirigido, hace ya cinco años. Dios es lo más profundo del alma humana; por esto la revolución externa, como ocurre en los derrumbamientos tectónicos de la corteza terrestre, ha tenido los caracteres de un verdadero terremoto social.

Poner a Dios en su sitio debe ser el primer propósito y la ley máxima de la antirrevolución. Y esta es obra de todos, porque todos, con nuestra desidia, con la colaboración o la tolerancia, con la inconsciencia o el respeto humano, con la necia confianza que nos hacía creer que Dios era inexpugnable en España, hemos contribuido a que Dios dejara de ser la piedra fundamental de nuestro espíritu y el primer ciudadano de la patria. Y Dios ha permitido que se cuarteara el edificio nacional. ¿Quién edificará la casa si Él no la edifica? (Ps., 126, 1)

A la intención y a la acción de los “sin Dios” debemos responder metiendo a Dios y sus cosas en todo, como nuestros mayores lo hicieron: en las leyes, en la casa, en las instituciones, en la inteligencia, en el corazón, en la vida privada y pública. En todo y en todos, sin que haya nadie que pueda esconderse del calor y de la luz de Dios. Y por todos, sacerdotes, legisladores, maestros, padres, por la comunicación mutua de un ciudadano a otro. Y por todo procedimiento, de palabra y por escrito, por la hoja y el libro, por el espectáculo y el gráfico, por todo procedimiento de efusión y difusión del pensamiento humano, tocando todos los resortes del alma humana ¿No lo han hecho así los “sin Dios” para eliminarle?

Pero nuestro Dios no es Buda, ni el de los teístas. Es Jesucristo, el Dios de la Cruz, en cuyo nombre se han consumado todas las gestas de nuestra historia gloriosa. Es Jesucristo, que tiene su prolongación histórica y redentora en la Iglesia, Esposa divina que le salió del costado. Y no cualquier Iglesia, protestante o cismática, sino la Iglesia Católica, que tiene su cabeza en el Papa de Roma, Vicario de Jesucristo. Este es el Dios de nuestros padres y no otro. Por esto la gran lucha moderna, de la que la guerra de España es un terrible episodio, se ha concretado en estas palabras: “Roma o Moscú”. Dios o sin Dios. Por esto aplaudimos, de corazón de sacerdote, la palabra recientemente dicha por el Jefe del Estado español: “Nosotros queremos una España católica”. España católica de hecho, hasta su entraña viva: en la conciencia, en las instituciones y leyes, en la familia y en la escuela, en la ciencia y el trabajo, con la imagen de nuestro buen Dios, Jesucristo, en el templo, en el hogar y en la tumba.

Dogma y moral cristianos. He aquí el lema del apostolado de Dios. La decadencia de Dios entre nosotros obedece a una tisis o consunción del pensamiento divino, consiéntasenos el grafismo de la metáfora. La conciencia religiosa del pueblo español es débil, mal formada, a veces deformada. Le falta luz, clara e intensa. Por esto hemos perdido los caminos de Dios, porque la conciencia es el guía de la vida.

Sin buena doctrina no hay buena vida. La falta de luz espiritual es causa del descenso moral. A lo menos lo hace irreparable. Si Dios no brilla arriba en el pensamiento y no baja a la conciencia en forma de precepto, la vida de hombres y pueblos cae por todo despeñadero. La ley humana es impotente para curar a un pueblo de la podredumbre cuando se ha arrancado a Dios del alma colectiva. Y cuando lo ha arrancado la misma ley, es una sinrazón querer una sociedad honesta porque sólo Dios está sobre la libertad del hombre.

Por esto, por el bien de España, hay que decir a los que la rigen: ¡Gobernantes! Haced catolicismo a velas desplegadas si queréis hacer la patria grande. Fuimos el primer pueblo del mundo cuando nuestro catolicismo vibró en su diapasón más alto; nuestra decadencia coincide con la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes de nuestro Dios. Ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera o contra Dios y su Iglesia en España.

Con el espíritu, hay que rehacer la autoridad. No la hemos tenido en mucho tiempo en sus características de autoridad cristiana, justa y suave, paternal y severa, para todo y para todos. Los que la ejercían se han entretenido en desmontar la escuela de autoridad, que es la Iglesia y su doctrina, y así nos fue a todos, a ellos y a nosotros. Los viejos filósofos decían que la forma da el ser a las cosas: la autoridad es la forma de la sociedad; por esto ha venido su derrumbamiento.

Corrosivos de la autoridad son la indisciplina y el sovietismo. La primera podrá curarse con la selección de jerarquías y las debidas sanciones. Para el segundo no puede haber en España sino guerra hasta el exterminio, de ideas y procedimientos. “Defensa contra la anarquía y el terrorismo bolchevique”, ha dicho el Generalísimo.

Con el espíritu y la autoridad, la justicia, que es la que eleva a las naciones. La justicia es madre de la paz. Justicia personal, con el lema eterno del “cuique suum”: “A cada cual lo que le toca”. Cesen los compadrazgos, las sinecuras, los cacicatos, las tutelas a cargo de la nación. Y justicia social, informada por la caridad de Jesucristo, sin la que la justicia no puede salvar los puntos muertos de la vida colectiva. Sólo así se podrá realizar el ideal de que “no haya en España hogar sin lumbre ni mesa sin pan.”

Todo ello, espíritu, autoridad y justicia sostenido y reforzado por el sentido y la realización de la unidad. Que acabe la atomización de nuestros hombres y de nuestras fuerzas, por sobra de egoísmos y falta de grandes ideales. Un ideal, la España una y grande en Dios y por Dios, y un esfuerzo unánime de pensamiento, de corazón y de vida para lograrlo.

Lo demás, que sale del terreno de la religión y moral, no cabe en una Carta cuaresmal de un Obispo. Política y economía tienen sus maestros; a ellos toca lo que sólo toca a la tierra. La Iglesia tendrá siempre luz y bendiciones para darles orientación y fuerza; porque hasta las cosas de la tierra tienen todas un lado por donde miran al cielo.

Augurios[editar]

Al cerrar esta Carta os invitamos a que abráis el pecho a la esperanza. Podemos tenerla, primero, porque Dios nos ha dado evidentes pruebas de que está con nosotros. Nadie podrá atravesarse en nuestra ruta de penitencia y rehabilitación si nosotros no nos hacemos indignos de la protección de Dios. Le hemos dejado, cierto, a lo menos no le hemos tenido en la estima de nuestros mayores; pero Dios no desdeña nunca un corazón contrito y humillado.

Pero es, además, que España tiene un destino providencial en esta vieja Europa; y estará de Dios que no se frustren sus designios. Los grandes rotativos del mundo han dicho poco ha que España desempeña un papel providencial en nuestros días: el de salvar la civilización cristina de la acción destructora y antisocial del marxismo, como otros tiempos la salvó de los horrores de la Media Luna y de la desviación de la Reforma… Mas: Un periodista extranjero ha dicho que sólo España podía emprender esta lucha titánica contra el marxismo, por su profunda fe religiosa y por la raigambre del pensamiento cristiano y de la tradición, formada en la fragua de la vida cristiana.

Y es que España -y es ésta otra razón de nuestra esperanza- tiene un fondo inagotable de reservas de donde sacar energía que reponga nuestras pérdidas de unos lustros y que nos deje rehacer el camino de nuestra historia. Dios hizo sanables a los pueblos; y no los deshace sino cuando por su agotamiento espiritual son inservibles para los fines de su Providencia. Y España tiene aún la entraña viva. Lo que sufrimos no es mal de consunción, sino de herida alevosa. Hace lustros que seguía España bajando la pendiente de nuestras decadencias hasta que, como el viandante del Evangelio, ha caído en manos de maleantes que la han dejado semimuerta. Los cuidados de un buen samaritano -debemos serlo todos- la harán convalecer en pocos lustros.

Malqueridos o desconocidos en estos últimos tiempos, y por ello tal vez descotizados ante el mundo, aun hemos sacado aliento para hacer lo que hacemos, trocándose paulatinamente en admiración el escepticismo de grandes sectores de opinantes de fuera. Porque en esta epopeya que el espíritu nacional escribe con la profesión valiente de su fe y con el valor de sus armas, hay páginas dignas de los tiempos heroicos, que no desdirían en una antología universal de hechos famosos. Citamos en el orden militar, nuestro Alcázar, y en el religioso el heroísmo de millares de mártires, cuyas gestas no tienen equivalentes sino en el Martirologio Romano. Y un pueblo así tiene derecho a vivir, como el árbol de rica savia que sólo tiene seca la corteza.

En el ejemplo de nuestros héroes y en la sangre de nuestros mártires fundamos otro motivo de nuestras esperanzas. Se dice que los muertos mandan. Mandan cuando bajan a la tumba cargados con el peso de la vida de su raza; cuando precisamente han muerto por no verse obligado a vivir una vida de vilipendio. Así lo decía, poco antes de estallar la revolución, la primera de sus víctimas. Entonces, como semilla que cae en tierra buena, porque tierra buena los produjo, dan nuevo empuje a la vida de la raza que se la había dado. Es la “renovata juventus” de los organismos de privilegio, la juventud remozada de los fuertes.

Y Nos, amados diocesanos, que no podemos prescindir del carácter sobrenatural de nuestro magisterio, añadimos que la sangre de millares de españoles que la han derramado por su Dios y por su fe, cuyo grito postrero ha sido un vítor a Cristo Rey, cuya muerte ha sido tan acrisolada como su vida de cristianos, es una plegaria viva por España, que sube al cielo desde la tierra que se empapó de ella, y que tiene una voz que no desoirá el Corazón de Aquél por quien murieron. La sangre de los primeros mártires fue semilla de cristianos, y ¿no sería semilla de una nueva España, católica, robusta, la que dieron por ella y su Dios tantos católicos españoles?

Quiéralo Dios así. La barbarie marxista, que no merece otro nombre la actuación de los ejércitos heterogéneos que luchan contra la España cristiana, nos ha restado inestimables valores en todo orden de nuestra civilización: virtud, ciencia, apostolado, letras y artes que han sufrido rudísimo golpe. Nos reharemos, españoles, con la ayuda de Dios. De la gleba fecunda del espíritu español, sazonada con la sangre de los electos de la patria, Dios hará que brote una generación nueva, que no ceda en inteligencia y corazón a las que labraron otros tiempos de nuestra grandeza.

“Exurge, Christe, adjuva nos; “Levántate y ayúdanos, oh Cristo”. Te lo pedimos por tus méritos y hasta por los nuestros, como pueblo, ante Ti; porque ninguna nación ha hecho por tu nombre y religión lo que España: “Libera nos propter nomen tuum”: “Líbranos, sálvanos, levántanos por tu nombre”.

Os escribimos desde nuestro retiro de Pamplona, y os enviamos nuestra Bendición Pastoral, que os damos en el nombre + del Padre, y + del Hijo, y + del Espíritu Santo, a 30 de enero de 1937.

+ ISIDRO, CARD GOMÁ Y TOMÁS


Fuente: "Por Dios y por España". Pastorales,instrucciones, discursos, etc. 1936-1939, del Excmo sr. D. Isidro Gomá y Tomás, cardenal-arzobispo de Toledo. Barcelona, 1940