Cartas a Lucilio - Carta 52
Carta LII La elección del maestro ¿Cuál es, oh Lucilio, esta fuerza que nos atrae en un sentido, cuando nosotros tendemos hacia otro y nos empuja hacia allí donde querríamos apartarnos? ¿Qué es esto que lucha contra nuestra alma, y no permite que nosotros queramos ninguna cosa una vez para siempre? Fluctuamos entre diversos propósitos; no queremos nada con voluntad libre, absoluta, perpetua.<< Es, dices, la estulticia que no se detiene ante nada, ni nada no le viene a gusto mucho tiempo>> Pero, ¿Cómo y cuándo nos desharemos? Ninguno, por sí mismo, tiene bastante para poder alzarse encima de ella; se necesita que alguien le alargue la mano, que alguien le levante. Dice Epicuro que algunos llegaron a la verdad sin ayuda de nadie, que ellos mismos se abrieron el camino. Es a estos a quienes rindo mis alabanzas, por haber tomado empuje por sí mismos, por haberse producido espontáneamente; pero otros necesitan una ayuda extraño, incapaces de caminar, si ninguno les precede, pero muy capaces de seguir. De éstos últimos dice que es Metrodor, espíritu noble, sin duda, pero de segundo orden. Nosotros no somos del primero, buen goce si somos aceptados en el segundo. No desprecies a este hombre que puede salvarse en beneficio de otro; ya es mucho quererse salvar. Además de estas dos clases de personas, encontrarás aún otra, no ciertamente despreciable, de hombres que pueden ser dirigidos e incluso compelidos al bien; necesitan éstos no solamente un guía, sino ayuda, y hasta diré coacción. Este es el tercer matiz. Si quieres también un ejemplo, Epicuro dice Hermarc era uno. Epicuro felicita al primero, pero admira más al segundo, porque aunque ambos lleguen al mismo fin, merecen mejor alabanza de haber hecho lo mismo con un carácter más difícil. Imagínate que se levantan dos edificios, desiguales en los fundamentos, pero iguales en altura y magnificencia; que el uno, establecido en fundamentos sólidos, ha subido rápidamente, pero el otro tiene los fundamentos costosamente construidos en tierra esponjosa y humedecida y gran trabajo costó antes que se llegara a roca firme. Quien contemple la obra hecha en el uno y en el otro, verá que el segundo oculta lo más grande y difícil. Hay caracteres fáciles y prontos; otros han de ser trabajados a mano, como suele decirse, y dan mucho trabajo a apoyarse en los fundamentos. Yo tendré por más feliz a aquél que no ha tenido que luchar con el temperamento, pero a merecido más de sí mismo quien ha vencido el desorden de su naturaleza, y más que encaminarse, se ha arrastrado hacia la sabiduría. Sepas que es este temperamento duro y laborioso el que nos ha sido dado a nosotros: caminamos entre medio de obstáculos. Nos hace falta, pues, luchar y reclamar el auxilio de alguien. ¿Qué reclamaré?, dices. Uno u otro. Pero vuelve siempre a los primitivos, siempre dispuestos, pues no solo los que son, sino también los que fueron pueden ayudarnos. Y entre los que son, escogemos no a aquellos que atropellan con gran rapidez las palaras, y utilizan lugares comunes y se hacen alrededor de sus rollos de gente atontada. (<<Circulatores>>: eran parlanchines ambulantes, prestidigitadores o vendedores a los cuales Séneca compara con los filósofos que buscaban los aplausos o dinero), sino aquellos que enseñan con el ejemplo, que después de decir que es lo que hay que hacer, lo demuestran haciéndolo, que enseñan evitar lo que evitar y no son nunca sorprendidos en las cosas que dieron por vedadas. Escoge tal auxiliar que te despierte más admiración cuando le veas que cuando lo oigas. No por eso te prohibiré escuchar a aquellos que acostumbran a admitir a la turba en sus discursos, siempre que su propósito de hablar a la multitud sea para llegar a ser mejores y hacer llegar a los otros, y que no obran así por ambición. Pues, ¿qué es más vergonzoso para la filosofía que captar aclamaciones? ¿Tal vez el enfermo alaba al médico que le corta las carnes? Callad, tened reverencia y disponeros a ser curados, aunque hagáis aclamaciones, no haré más caso que si, tocando lo vivo de de vuestros vicios, gemíais. ¿Queréis dar muestra de cómo estáis atentos y golpeados por las cosas grandes? Sea. ¿Cómo no permitir que juzguéis y emitáis sufragio de lo que es mejor? En la escuela de Pitágoras , los discípulos habían de callar cinco años; ¿es que puedes creer que después se les daba el derecho a hablar y alabar juntamente? Qué grande es la locura de aquél que sale sonriente del auditorio de ignorantes que le han aplaudido? ¿Porqué te alegras de ser alabado de estos hombres a los que tú no puedes alabar? Fabian disertaba en público, pero era escuchado en silencio, y se tanto en tanto estallaban las aclamaciones y los elogios, eran provocados por la grandeza de las ideas, no por el sonido del discurso, pronunciado con voz inofensiva y acomodada. Ha de haber alguna diferencia entre las aclamaciones en el teatro y las de la escuela, pues no falta de haber alabanzas indiscretas. Si bien se observa, todas las cosas tienen sus indicios, e incluso de los actos más pequeños puede sacarse argumento para conocer las costumbres: el impúdico es traicionado por los andares, por el movimiento de la mano, a veces por una sola respuesta, por la manera de tocarse la cabeza con un dedo (gesto que era tenido como señal de afeminamiento o de vicio- Plutarco Moralia, 89; Ammianus, 17,11; Juvenal IX, 133) por la mirada espantada; la risa delata al malvado, el rostro y el comportamiento denuncia al loco. Estos defectos son puestos en evidencia por sus síntomas: sabrás como es cada uno, si miras como alaba y como es alabado. Por aquí y por allá, ciertos filósofos son aplaudidos por los oyentes y la turba de los admiradores está admirada de ellos; si bien lo, entiendes, no es que los alaben, sino que los aclaman. Hay que dejar estos clamores aquellas profesiones que se proponen gustar a la turba; la filosofía ha de ser adorada. A los jóvenes se les ha de permitir alguna vez seguir los impulsos del corazón, pero solo cuando obren por impulso y no sean capaces de imponer el silencio: tal alabanza es como un animar por el auditorio y obra como un estimulante en los adolescentes. Conmuévanse por las ideas, no por las palabras sonoras, de lo contrario la elocuencia les será nociva, pues no les despertará el deseo de la verdad, sino la de ella misma. Por ahora suspenderé esta cuestión, pues haría falta un desarrollo más apropiado y más extenso para tratar de cómo se ha de hablar al pueblo, que es lo que se ha de permitir ante él, y que ha de permitir el pueblo ante el mismo. Que la filosofía ha sufrido daño después de que ha sido sometida a la plebe, no hay ninguna duda; pero puede bien mostrarse dentro de su santuario, a condición de ser servida, no por un mercader, sino por un sacerdote.