Cartas a Lucilio - Carta 57
Carta LVII Los primeros movimientos son irreprimibles Habiendo vuelto de Baies a Nápoles, fácilmente me persuadí de que teníamos mal tiempo, por no exponerme otra vez a subir a la nave, pero había tanto fango a lo largo del camino, que asimismo se podría imaginar que había navegado. Todas las peripecias de los atletas les tuve de pasar aquél día, pero a la untura siguió el polvo de la gruta de Nápoles (túnel que servía de atajo para no haber de dar la vuelta al promontorio de Pausilipus) Nada más largo que aquella prisión, nada más umbrío que aquellas antorchas, las cuales, al contrario de hacernos ver entre las tinieblas, nos hacen ver las tinieblas. Asimismo, ni que el lugar tuviera claridad, de la quitaría el polvo, que si al raso es una cosa pesada y molesta ¿qué hacer allí, donde se revuelve sobre ella misma, y donde, cerrada y sin ninguna espiral, cae sobre lo mismo que la ha levantado? Dos molestias contrarias sufrimos a la vez, ya que en el mismo camino y el mismo día, padecimos el fango y el polvo. Así pues, aquella oscuridad me ofreció tema de meditación, pues sentí un cierto golpe en el espíritu y una alteración que, sin mezcla de miedo, me producía la novedad y la fealdad de aquella cosa insólita. Sin hablar ahora de mí, que estoy muy lejos de hombre sufridor, no hace falta decir del perfecto, del hombre en el que la fortuna ha perdido todo el derecho a ser golpeado el espíritu, el color transmudado. Porque hay cosas, querido Lucilio, que ninguna virtud puede evitar, pues que es por ellas que la naturaleza le hace considerar su condición de mortal. Así, a las impresiones tristes arrugará el rostro, se emocionará ante las bruscas, y le rodará la cabeza si desde una alta cima contempla la gran profundidad: esto no es temor, sino una impresión natural invencible para la razón. Así, hay hombre fuerte y dispuesto a derramar su sangre que no puede ver la de otro; hay quien desfallece y pierde los sentidos al tocar e incluso ver la herida fresca, o una herida vieja y purulenta ; hay quien recibe una puñalada más fácilmente que la propina. Sentí, pues, como decía, no una perturbación, pero sí una cierta alteración; ahora, enseguida que volví a ver la luz, me volvió la alegría impensada y espontánea. Entonces me puse a decirme a mí mismo cuanto hacemos tontamente al temer en mayor o menor grado ciertas cosas, siendo una misma el fin de todas. Porque ¿qué diferencia hay entre que caiga encima de un hombre una barraca o una montaña? No encontrarás ninguna. Y así, habrá quien temerá más este hundimiento que aquél, no obstante ser el uno y el otro mortíferos, en tanto que es cierto que el miedo no considera la magnitud del efecto, sino la de la causa. ¿Te piensas ahora que hablo de los estoicos, que creen que el alma humana chafada por un gran peso no puede permanecer, sino que en el momento se dispersa, en cuanto que no tiene salida libre? De ninguna manera: los que esto dicen yerran. Así como la llama no puede ser comprimida, por que se escurre alrededor de aquello que la chafa, así como el aire no hay látigo ni golpe que le hiera, ni menos puede romperse, antes se difunde todo rodeando la cosa a la cual ha hecho espacio, así el alma, que consta de elemento sutil, no puede retenerse, ni aprisionarse dentro del cuerpo, sino que, por efecto de su sutilidad, se escapa a través de aquello mismo que le empuja. Al igual que un rayo, hasta que ha tronado y llameado por amplios espacios, se vuelve por un agujero estrechísimo, el alma, aún más sutil que el fuego, se escapa a través de todos los cuerpos. Lo que hay que descubrir sobre ella, es, pues, si puede ser inmortal. Lo que puedes tener por cierto es que, si sobrevive al cuerpo, no puede desaparecer por ninguna causa; es, pues inmortal, pero no hay inmortalidad restringida, como no hay eternidad conseguida por ninguna cosa dañosa. (La inmortalidad del alma fue la causa de ser excluido Séneca del cristianismo)