Cartas de Samuel B. Johnston: Segunda Carta
Segunda Carta. Disturbios en la provincia de Concepción. Motín del primero de abril de 1811.
Santiago de Chile, primero de mayo de 1812
Querido Amigo:
El gobierno de Chile se halla al presente desempeñado por una Junta de tres individuos, y es legislativa y ejecutiva.
Antes de mi arribo, el mando estaba todo entero a cargo de don José Miguel Carrera, con el título de presidente. A tal puesto ascendió por obra de la fuerza. El gobierno anterior a él lo desempeñaba un Congreso, compuesto por diputados de todas las provincias del reino, que cada catorce días elegía un presidente de entre sus propios miembros, que desempeñaba el poder ejecutivo durante su turno. Don José Miguel Carrera y don Juan José Carrera eran comandantes de sendos regimientos cuando tenía a su cargo el gobierno ese Congreso, e idearon el atrevido proyecto de ponerse a la cabeza del país por medio de una contrarrevolución. Ambos poseían el don de congraciarse con sus soldados, y en la noche del 31 de marzo de 1811, con el concurso de unos pocos de sus partidarios, se apoderaron de cuantas armas había en la ciudad (que eran casi todas las que existían en el país), y a la cabeza de sus tropas, a la mañana siguiente declararon disuelto el Congreso y a don José Miguel Carrera jefe supremo del Estado, con el título de presidente.
Todo se verificó con pérdida de una sola vida, la de un sargento, que se sospecha había sido sobornado para matar a Juan José Carrera, lo que ocurrió del modo siguiente la guardia de palacio fue relevada en los momentos en que se daba lectura a la proclama en la que se declaraba elegido presidente a José Miguel Carrera, y al pasar el sargento hizo detener el pelotón. Notó Juan José Carrera que estaba cargando muy de propósito el fusil, y se dirigió inmediatamente hacia él, a tiempo que le apuntaban con el arma. Con Un revés de su espada, Carrera le hizo arrojar el fusil, y antes de que el sargento pudiese recogerlo, le disparó un pistoletazo que le atravesó el corazón.
Así se realizó la revolución, que ha sido fuente de benéficos resultados para el país.
Los Carrera, aunque usurpadores, no eran unos déspotas. El poder que habían obtenido por la fuerza, procuraron retenerlo conquistándose el afecto del pueblo, y con tal objetivo en mira, el dieciocho de setiembre organizaron la actual Junta, formada por tres individuos, uno de ellos José Miguel como presidente, que llamó a participar con él la honra y el poder, a don Nicolás de la Cerda y a don Santiago Portales, para que cada uno, a su turno, asumiese la presidencia durante cuatro meses. El primero, patriota convencido y de carácter bondadoso, hombre de ilimitadas riquezas, amado por gran número de sus arrendatarios y empleados, modesto, sencillo y por extremo hospitalario, poseía todas las virtudes de un hombre tranquilo, pero su genio se avenía mal con el bélico son del clarín revolucionario. Su alma honrada hubo de retraerse ante la pesada responsabilidad de regir los destinos de su país y con gran contentamiento suyo resignó el poder que se le había conferido, y que exigía una suma considerable de acción y de pensamiento superior a la que su alma o sus fuerzas habían estado acostumbradas a soportar.
El otro, don Santiago Portales, hombre de fortuna y de influencia, que durante muchos años había sido director de la Casa de Moneda en tiempo de la dominación española, y consagrándose con decisión a su empleo, ahora, cuando contaba setenta de edad, abrazaba unos principios que antes había cordialmente despreciado, y con ese prurito de sobresalir, tan propio de los viejos, retuvo su cargo a expensas de sus principios. Pero su designación para formar parte de la Junta fue un golpe maestro de la política de los Carrera; atrajo a su partido numerosos indecisos, que antes, de miedo, habían dejado de ser realistas, aunque sin convertirse en patriotas, y sus escrúpulos de conciencia, acallados entonces por el ejemplo de hombre tan caracterizado, se trocaron inmediatamente en calurosos sostenedores de los derechos de su patria. Portales mismo, hombre ya añoso, amante en extremo de la lisonja, en lugar de gobernar, se convirtió en esclavo de los demás, y cayó en el ridículo por la abyecta sumisión que tributaba a sus superiores de la Junta y su aire y continente despreciativo para todos los que rodaban en una esfera inferior a la suya. ¡Anciano infatuado! Al paso que mero instrumento de los otros, su ánimo estrecho se forjaba ideas de grandeza superiores a las de un monarca, a tal punto, que el emperador Napoleón no es tan grande hombre en su concepto como él se considera a sí mismo.
Con ocasión de la renuncia de Cerda, fue nombrado en su lugar, don Pedro José de Prado, otro viejo, absolutamente inadecuado por su edad y por su falta de inteligencia para un empleo cualquiera; y aunque nunca pudiera descubrirse que hubiera alguna vez prestado cualquier servicio que le constituyera digno de la actual distinción, podría aseverarse, en cambio, que jamás había hecho mal a nadie.
Fácilmente podrá usted persuadirse, después de la pintura que he hecho de los caracteres de Portales y Prado, que Carrera ejercía sólo el mando supremo, lo que de hecho acontece, pues cualquiera cosa que proponga, no encuentra oposición alguna de parte de sus colegas.
El primer acto del nuevo Gobierno fue formar un cuerpo de guardias nacionales, cuyo mando recayó en José Miguel, a la vez que Juan José Carrera fue ascendido a general, recibiendo el mando de la infantería, y su hermano don Luis nombrado para mandar la artillería.
Con la totalidad de las fuerzas del reino bajo su dirección, Carrera se abstuvo de violencias contra los derechos del pueblo y con toda conciencia se empeñó en dictar leyes y medidas que tendiesen a consultar los intereses permanentes del país. Se había educado para la carrera militar. Recibió en la Península una educación liberal, y al servicio de España había alcanzado el grado de mayor en los comienzos de la invasión de Bonaparte; pero manifestando ideas demasiado avanzadas en concepto de algunos de sus jefes, se le consideró como hombre peligroso y fue vigilado con aquel celo tan propio del carácter español. Pronto abandonó el servicio y regresó al país de su nacimiento, donde se ofrecía un campo más amplio a sus ambiciosas miras.
Aunque a Juan José le cupo la parte más conspicua en la revolución que elevó a su familia a su actual grandeza, se excusó de tomar para sí el puesto principal, en virtud del convencimiento que abrigaba, y que le honra, de que su hermano era más capaz que él para desempeñar el mando supremo; pero, procediendo con juicio, retuvo para sí el comando del batallón de granaderos, por ese entonces el mejor del ejército chileno y cuya completa adhesión hacia él conocía.
Su hermano menor, don Luis, tuvo el mando de la artillería, y con todas estas fuerzas bajo sus órdenes y con soldados profundamente afectos a sus jefes, como ya lo observé, no atentaron en modo alguno contra los derechos del pueblo, excepto aquellos actos, que luego referiré, que en tal sentido pueden achacárseles; mas, como no me guía sentimiento alguno en favor o en contra de uno u otro partido, me limitaré a enumerar ciertos actos del gobierno supremo que he podido notar personalmente, añadiendo sólo aquellas consideraciones que sirvan para hacer comprensibles las causas de semejante proceder.
Nuestro cónsul general, el coronel J. R. Poinsett, fue recibido el veinticuatro de febrero último de la manera más pública y solemne. Habiéndose reunido la Junta en la sala de sus sesiones, acompañada del Cabildo de la capital y gran número de militares y ciudadanos distinguidos, fue el cónsul introducido a su presencia, en cuyo acto el Presidente se dirigió a él en los siguientes términos:
- Chile, señor cónsul, por su Gobierno y sus Corporaciones, reconoce en V. S. el Cónsul General de los Estados Unidos de Norteamérica. Esta potencia se lleva todas nuestras atenciones y nuestra adhesión. Puede V. S. protestarla seguramente de nuestros sinceros sentimientos. Su comercio será atendido, y no saldrán de nosotros sin efecto las representaciones de V. S. que se dirijan a su prosperidad. Este es el sentimiento universal de este pueblo, por quien he hablado a V. S.
A lo que el Cónsul contestó lo que sigue
- El Gobierno de los Estados Unidos me encargó esta comisión cerca del Excelentísimo Gobierno de Chile, para dar una prueba nada equívoca de su amistad y deseos de establecer con este Reino unas relaciones comerciales recíprocamente ventajosas.
- Los Americanos del Norte miran generalmente con sumo interés los sucesos de estos países y desean con ardor la prosperidad y felicidad de sus hermanos del Sur. Haré presente al Gobierno de los Estados Unidos los sentimientos amigables de V. E. Y me felicito de haber sido el primero que tuvo el encargo honorífico de establecer relaciones entre dos naciones generosas, que deben mirarse como amigas y aliadas naturales.
En el curso del mes de febrero se recibieron varios informes acerca de la defección del pueblo de la provincia de Concepción, que se negaba a admitir el nuevo orden de cosas, mientras uno de sus caudillos, don Juan de la Roxa (Martínez de Rozas) no fuese investido con la presidencia. Se les hizo propuestas de carácter conciliatorio, como fueron, un asiento en la Junta para su caudillo, empleos, honores y ventajas para sus hombres más conspicuos, etc. Pero habían adquirido ya considerable influencia, con motivo de haberse plegado a su causa toda la oficialidad del batallón de infantería de guarnición allí, y un considerable destacamento de indios, con los cuales amenazaban marchar a Santiago y colocar a su jefe, de cualquier modo, a la cabeza de los negocios públicos.
La Junta se hallaba por entonces sumamente atareada; todas las tropas de línea estaba armadas y vestidas de la mejor manera que se pudo; se acopiaron pertrechos de guerra se hizo cuanto preparativo se creyó conveniente para entrar en campaña.
El cuatro de marzo el Gobierno expidió el siguiente Manifiesto
- Después que el Gobierno, íntimamente convencido de los funestos resultados de la guerra civil, ha empeñado la prudencia misma para cortar las infundadas diferencias que ha querido sostener con una arrogancia insultante la Provincia de Concepción; cuando las comunicaciones oficiales de aquel Gobierno se cubren de un aspecto de composición y que, transigidos los respectivos intereses, produzca la unión todo su efecto, lo ha sorprendido el más arrojado papel del comandante y oficiales del batallón de aquella plaza, con que se atreven a la Primera Autoridad del reino, hasta desparramarlos sediciosamente en los partidos de Santiago; no puede haberse dado sin anuencia de aquel Gobierno, ni autorizar este tan temerario arrojo, sin decidir sus miras hostiles. Este convencimiento nos ha arrancado la determinación de cubrir de un modo respetable la raya, a cuyo solo efecto marchan las legiones de la patria. Es desgraciado el ensayo, por ser con nuestros hermanos, pero es necesario para evitar una anarquía desoladora. Entienda aquella Provincia, que no es Contra los principios liberales sostener a todo trance la unidad, que han quebrado de su parte los genios desnaturalizados, que no podrán salvarla en el apuro, y conozca el Reino entero, que sostenido de un Gobierno enérgico, no será en adelante el juguete de los caprichos extravagantes, de las miras ambiciosas y del disfrazado egoísmo.
- José Miguel Carrera.
- José Santiago Portales.
- Agustín Vial, Secretario[1]
A efecto de facilitar la movilización de las tropas, se tomaron varias medidas, que sólo podía justificar el estado en que se hallaban las cosas. Carretas, caballos, bueyes y mulas fueron requisados a su entrada al mercado (cargados con artículos de comercio) y conducidos a los diversos cuarteles para el uso del ejército, sin que se diese siquiera recibo a los dueños. Se encargó de esta faena a individuos que no tenían carácter público, habiendo cometido con frecuencia las más graves extorsiones, pues, además de los animales, se apropiaron de las frutas y legumbres que cargaban.
Estas medidas afectaron especialmente a las clases más indigentes del pueblo, pero tal había sido el rigor con que siempre se les había tratado, que llevaron las cosas con buen ánimo, como algo que era corriente.
Otra medida del Gobierno, en mi opinión mucho más justificable, causó un general disgusto en el ánimo del pueblo.
El Convento de San Miguel y el de Santo Domingo, que cada uno contaba con veinticinco o treinta frailes, y sus claustros eran lo bastante espaciosos para alojar mil hombres cada uno, fueron tomados para uso del Gobierno, mientras se edificaban los cuarteles necesarios. Ambas comunidades poseían, además, sendas hermosas heredades, a donde pudieran retirarse para continuar en ellas sus prácticas devotas y su holgazanería, como pudieran en la ciudad.
Este acto fue estimado como el crimen más aborrecible, y los sacerdotes y realistas no trepidaron en afirmar que algún castigo del cielo habría de sobrevenir sobre los perpetradores de tan gran sacrilegio, y aun se admiraban de como no había ocurrido ya algún terremoto que sepultara el Palacio y la Junta con todos sus secuaces.
A eso de las cuatro de la tarde del nueve de marzo, un cuerpo de novecientos soldados de línea (granaderos), doscientos jinetes y trescientos o cuatrocientos milicianos salieron de la capital en dirección a Concepción, bajo el mando del brigadier don Juan José Carrera.
Se reunió para presenciar la partida, una muchedumbre inmensa, a la cual dirigió el General una proclama muy elocuente, para explicar la causa de la guerra, etc. No me hallé lo bastante cerca para oírla entera, pero concluía, más o menos, en los términos siguientes:
- Mientras yo vuelvo a presentaros el laurel de la victoria, velad vosotros sobre la infame multitud de maquiavelistas que os rodean. No consiga el efecto de sus planes horrendos la maquinación catilinaria que queda dentro de vuestras mismas paredes. Los riesgos crecen cuando es indispensable que el Batallón de Granaderos avance en la centinela de vuestra seguridad...
- Me voy, amados compatriotas... Y si queréis un preciso buen resultado, no olvidéis en vuestras preces las legiones de vuestra defensa... que habéis encargado a vuestro soldado.
- Juan José Carrera[2].
El Gobierno está actualmente empeñado en abolir leyes añejas y perjudiciales y en elaborar otras nuevas. Ha abolido el sistema antiguo de la policía, que autorizaba a sus funcionarios para apresar las gentes e incautarse de documentos conforme a su propio criterio, sin ser responsables por cualesquiera yerros que cometiesen, reemplazándolo por un nuevo reglamento, que consta de diecisiete artículos, que faculta al inspector general para oír las quejas de sus subalternos, y exigir el testimonio jurado de una o más personas respetables antes de que un ciudadano pueda ser arrestado. Releva también a los extranjeros de muchos trámites vejatorios, como, por ejemplo, la obligación de presentarse en ciertos tiempos a los oficiales de policía y la de sacar pasaportes para trasladarse de un pueblo a otro, para lo cual tenían que pagar derechos muy fuertes. Contiene también una disposición relativa al barrido, aseo y riego de las calles en ciertos días determinados, bajo multas muy severas, y los contraventores a estas disposiciones, que son multados, si se descuidan en el pago o se niegan a enterar la multa, son condenados a servir en el ejército por tiempo de uno a cinco años. Esta es una disposición muy sabia y harto más beneficiosa al estado que permitir que los infractores se pudran en las cárceles donde jamás podrán ser de utilidad alguna para ellos ni la sociedad.
La condición de los indios ha sido también materia de la preocupación del Gobierno, habiendo quedado considerablemente mejorada.
Bajo la dominación del Rey, los indios domesticados, que vivían en las tierras de los blancos, se hallaban en un absoluto estado de vasallaje. Es verdad que no podían ser vendidos, pero se les impedía abandonar sus viviendas sin el consentimiento del propietario y estaban obligados a servirle en cualquier tiempo que para ello fuesen requeridos, recibiendo el salario que se le antojaba pagarles.
Están actualmente declarados por hombres libres, poseen los mismos derechos y se hallan autorizados para ser propietarios de las tierras y poder disfrutar de todos los derechos y prerrogativas de los ciudadanos.
Hay en esta ciudad un batallón de milicias disciplinadas, formado por los descendientes de los indios y blancos (mestizos), que gozan del privilegio de elegir a sus oficiales de entre ellos mismos: su devoción al Gobierno es, en consecuencia, sumamente sólida.
Comunicaciones del cuartel militar anuncian que se hallan acampados en la ciudad de Talca, equidistante de esta de Santiago y de Concepción, y se cree que las diferencias suscitadas podrán allanarse sin efusión de sangre.
Con todo, el reclutamiento y el equipo continúan con la posible actividad, y José Miguel Carrera, habiendo expirado su turno presidencial, se ha dirigido a Talca como delegado de la Junta para arreglar amistosamente las cosas.
Se hacen preparativos para la adopción de una constitución política, que será, muy probablemente, bastante semejante a la de los Estados Unidos, en vista de que el Gobierno ha ordenado sea traducida, así como también la de cada Estado en particular.
De usted, etc.
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[1] La Aurora, 5 de marzo de 1812 (N. del A).
[2]Estos párrafos de la proclama los copio del número de doce de marzo de la Aurora (N del A).