Cartas marruecas/Carta LX
Carta LX
De Gazel a Ben-Beley
Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.
Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. -Me acuerdo de haber oído contar a mi padre -dice Nuño hablando de esto mismo- que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.