Cartas marruecas/Carta LXIX
Carta LXIX
De Gazel a Nuño
Como los caminos son tan malos en la mayor parte de las provincias de tu país, no es de extrañar que se rompan con frecuencia los carruajes, se despeñen las mulas y los viajantes pierdan las jornadas. El coche que saqué de Madrid ha pasado varios trabajos; pero el de quebrarse uno de sus ejes, pudiendo serme muy sensible, no sólo no me causó desgracia alguna, sino que me procuró uno de los mayores gustos que pude haber en la vida, a saber: la satisfacción de tratar, aunque no tanto tiempo como quisiera, con un hombre distinto de cuantos hasta ahora he visto y pienso ver. El caso fue al pie de la letra como sigue, porque lo apunté muy individualmente en el diario de mi viaje.
A pocas leguas de esta ciudad, bajando una cuesta muy pendiente, se disparó el tiro de mulas, volcose el coche, rompiose el eje delantero y una de las varas. Luego que volvimos del susto y salimos todos como pudimos por la puertecilla que quedó en alto, me dijeron los cocheros que necesitaban muchas horas para reparar este daño, pues era preciso ir a un lugar que estaba a una legua del paraje en que nos hallábamos para traer quien lo remediase. Viendo que iba anocheciendo, me pareció mejor irme a pie con un criado, y cada uno su escopeta, al lugar, y pasar la noche en él, durante la cual se remediaría el fracaso y descansaríamos los maltratados. Así lo hice, y empecé a seguir una vereda que el mismo cochero me señaló, por un terreno despoblado y nada seguro al parecer por lo áspero del monte. A cosa de un cuarto de legua me hallé en un paraje menos desagradable, y en una peña de la orilla de un arroyo vi un hombre de buen porte en acción de meterse un libro en el bolsillo, levantarse, acariciar un perro y ponerse un sombrero de campo, tomando un bastón más robusto que primoroso. Su edad sería de cuarenta años y su semblante era apacible, el vestido sencillo, pero aseado, y sus ademanes llenos de aquel desembarazo que da el trato frecuente de las gentes principales, sin aquella afectación que inspira la arrogancia y vanidad. Volvió la cara de pronto al oír mi voz, y saludome. Le correspondí, adelantéme hacia él y, diciéndole que no me tuviese por sospechoso por el paraje, compañía y armas, pues el motivo era lo que me acababa de pasar (lo que le conté brevemente), preguntele si iba bien para tal pueblo. El desconocido volvió a saludarme segunda vez, y me dijo que sentía mi desgracia, que eran frecuentes en aquel puesto; que varias veces lo había hecho presente a las justicias de aquellas cercanías y aun a otras superiores; que no diese un paso más hacia donde había determinado, porque estaba a un tiro de bala de allí la casa en que residía; que desde allí despacharía un criado suyo a caballo al lugar para que el alcalde enviase el auxilio competente.
Acordeme entonces de tu encuentro con el caballero ahijado del tío Gregorio; pero ¡cuán otro era éste! Obligome a seguirle, y después de haber andado algunos pasos sin hablar cosa que importase, prorrumpió diciendo: «Habrá extrañado el señor forastero el encuentro de un hombre como yo a estas horas y en este paraje; más extraño le parecerá lo que oiga y vea de aquí en adelante, mientras se sirva permanecer en mi compañía y casa, que es ésta», señalando una que ya tocábamos. En esto llamó a una puerta grande de la tapia de un huerto contiguo a ella. Ladró un perro disforme, acudieron dos mozos del campo que abrieron luego, y entrando por un hermoso plantío de toda especie de árboles frutales al lado de un estanque muy capaz, cubierto de patos y ánades, llegamos a un corral lleno de toda especie de aves, y de allí a un patio pequeño. Salieron de la casa dos niños hermosos, que se arrodillaron y le besaron la mano; uno le tomó el bastón, otro el sombrero, y se adelantaron corriendo y diciendo: «Madre, ahí viene padre». Salió al umbral de la puerta una matrona, llena de aquella hermosura majestuosa que inspira más respeto que pasión, y al ir a echar los brazos a su esposo reparó la compañía de los que íbamos con él. Detuvo el ímpetu de su ternura, y la limitó a preguntarle si había tenido alguna novedad, pues tanto había tardado en volver; a lo cual éste le respondió con estilo amoroso, pero decente. Presentome a su mujer, diciéndola el motivo de llevarme a su casa, y dio orden de que se ejecutase lo ofrecido para que pudiese venir el coche. Entramos juntos por varias piezas pequeñas, pero cómodas, alhajadas con gracia y sin lujo, y nos sentamos en la que se preparó para mi hospedaje.
A nuestra vista te referiré más despacio la cena, la conversación que en ella hubo, las disposiciones caseras que dio mi huésped delante de mí, el modo cariñoso y bien ordenado con que se apartaron los hijos, mujer y criados a recogerse, y las expresiones de atractivo con que me ofreció su casa, me suplicó usase de ella, y se retiró para dejarme descansar. Quería también ejecutar lo mismo un criado anciano, que parecía de toda su confianza y que había quedado esperando que yo me acostase para llevarme la luz; pero me había movido demasiado la curiosidad toda aquella escena, y me parecían muy misteriosos sus personajes para no indagar el carácter de cada uno. Detúvele, pues, y con vivas instancias le pedí una y mil veces me declarase tan largo enigma. Resistiose con igual eficacia, hasta que al cabo de algunas suspensiones puso sobre la mesa la bujía que había tomado para irse, entornó la puerta, se sentó y me dijo que no dudaba los deseos que yo tendría de enterarme en el genio y condición de su amo; y prosiguió poco más o menos en estas voces:
«Si el cariño de una esposa amable, la hermosura del fruto del matrimonio, una posesión pingüe y honorífica, una robusta salud y una biblioteca selecta con que pulir un talento claro por naturaleza, pueden hacer feliz a un hombre que no conoce la ambición, no hay en el mundo quien pueda jactarse de serlo más que mi amo, o por mejor decir, mi padre, pues tal es para todos sus criados. Su niñez se pasó en esta aldea, su primera juventud en la universidad; luego siguió el ejército; después vivió en la corte y ahora se ha retirado a este descanso. Esta variedad de vidas le ha hecho mirar con indiferencia cualquiera especie de ellas, y aun con odio la mayor parte de todas. Siempre le he seguido y siempre le seguiré, aun más allá de la sepultura, pues poco podré vivir después de su muerte. El mérito oculto en el mundo es despreciado y, si se manifiesta, atrae contra sí la envidia y sus secuaces. ¿Qué ha de hacer, pues, el hombre que lo tiene? Retirarse a donde pueda ser útil sin peligro propio. Llamo mérito el conjunto de un buen talento y buen corazón. De éste usa mi amo en beneficio de sus dependientes.
»Los labradores a quienes arrienda sus campos lo miran como a un ángel tutelar de sus casas. Jamás entra en ellas sino para llenarlas de beneficios, y los visita con frecuencia. Los años medianos les perdona parte del tributo y el total en los malos. No se sabe lo que son pleitos entre ellos. El padre amenaza al hijo malo con nombrar a su amo, y halaga al hijo bueno con su nombre. La mitad de su caudal se emplea en colocar las hijas huérfanas de estos contornos con mozos honrados y pobres de las mismas aldeas. Ha fundado una escuela en un lugar inmediato, y suele por su misma mano distribuir un premio cada sábado al niño que ha empleado mejor la semana. De lejanos países ha hecho traer instrumentos de agricultura y libros de su uso que él mismo traduce de extrañas lenguas, repartiendo unos y otros de balde a los labradores. Todo forastero que pasa por este puesto halla en él la hospitalidad cual se ejercitaba en Roma en sus más felices tiempos. Una parte de su casa está destinada para recoger los enfermos de estas cercanías, en las cuales no se halla proporción de cuidarlos. Ni por esta tierra suele haber gente vaga: es tal su atractivo, que hace vasallos industriosos y útiles a los que hubieran sido inútiles, cuando menos, si hubieran seguido en un ocio acostumbrado. En fin, en los pocos años que vive aquí, ha mudado este país de semblante. Su ejemplo, generosidad y discreción ha hecho de un terreno áspero e inculto una provincia deliciosa y feliz.
»La educación de sus hijos ocupa mucha parte de su tiempo. Diez años tiene el uno y nueve el otro; los he visto nacer y criarse; cada vez que los oigo o veo, me encanta tanta virtud e ingenio en tan pocos años. Éstos sí que heredan de su padre un caudal superior a todos los bienes de fortuna. En éstos sí que se verifica ser la prole hermosa y virtuosa el primer premio de un matrimonio perfecto. ¿Qué no se puede esperar con el tiempo de unos niños que en tan tierna edad manifiestan una alegría inocente, un estudio voluntario, una inclinación a todo lo bueno, un respeto filial a sus padres y un porte benigno y decoroso para con sus criados?
»Mi ama, la digna esposa de mi señor, el honor de su sexo, es una mujer dotada de singulares prendas. Vamos claros, señor forastero: la mujer por sí sola es una criatura dócil y flexible. Por más que el desenfreno de los jóvenes se empeña en pintarla como un dechado de flaqueza, yo veo lo contrario: veo que es un fiel traslado del hombre con quien vive. Si una mujer joven, poderosa y con mérito halla en su marido una pasión de razón de estado, un trato desabrido y un mal concepto de su sexo en lo restante de los hombres, ¿qué mucho que proceda mal? Mi ama tiene pocos años, más que mediana hermosura, suma viveza y lo que llaman mucho mundo. Cuando se desposó con mi amo, halló en su esposo un hombre amable, juicioso, lleno de virtudes; halló un compañero, un amante, un maestro; todo en un solo hombre, igual a ella hasta en las accidentales circunstancias de lo que llaman nacimiento; por todo había de ser y continuar siendo buena. No es tan mala la naturaleza que pueda resistirse a tanto ejemplo de bondad. No he olvidado, ni creo que jamás pueda olvidar un lance en que acabó de acreditarse en mi concepto de mujer singular o única. Pasaba por estos países parte del ejército que iba a Portugal. Mi amo hospedó en casa algunos señores a quienes había conocido en la corte. Uno de ellos se detuvo algún tiempo más para convalecer de una enfermedad que le sobrevino. Gallarda presencia, conversación graciosa, nombre ilustre, equipaje magnífico, desembarazo cortesano y edad propia a las empresas amorosas le dieron algunas alas para tocar un día delante de mi ama especies al parecer poco ajustadas al decoro que siempre ha reinado en esta casa. ¡Cuán discreta anduvo mi señora! El joven se avergonzó de su misma confianza; mi amo no pudo entender el asunto de que se trataba, y con todo esto la oí llorar en su cuarto y quejarse del desenfreno del joven».
Contándome otras cosas de este tenor de la vida de sus amos, me detuvo el buen criado toda la noche y, por no molestar a mis huéspedes, me puse en viaje al amanecer, dejando dicho que a mi regreso para Madrid me detendría una semana en su casa.
¿Qué te parece de la vida de este hombre? Es de las pocas que pueden ser apetecidas. Es la única que me parece envidiable.