Cartas marruecas/Carta LXXXII
Carta LXXXII
De Gazel a Ben-Beley
Yo me guardaré de creer que haya habido siglo en que los hombres hayan sido cuerdos. Las extravagancias humanas son tan antiguas como ridículas, y cada era ha tenido su locura favorita. Pero así como el que entra en un hospital de locos se admira del que ve en cada jaula hasta que pasa a otra en que halla otro loco más frenético, así el siglo que ahora vemos merece la primacía hasta que venga otro que lo supere. El inmediato será, sin duda, el superior, pero aprovechemos los pocos años que quedan de éste para divertirnos, por si no llegamos a entrar en el siguiente; y vamos claros: son muy exquisitos sus delirios, singularmente el de haber llegado a dar por falsos unos cuantos axiomas o proposiciones que se tenían por principios sentados e indubitables.
-Yo tengo -díjome Nuño- dos amigos que, a fuerza de estudiar las costumbres actuales y blasfemar de las antiguas, y a fuerza de querer sacar la quinta esencia del modernismo, han llegado a perder la cabeza, como puede acontecer a los que se empeñen mucho en el hallazgo de la piedra filosofal; pero lo más singular de su desgracia es la manía que han tomado, a saber: examinarse el uno al otro sobre ciertas máximas que tienen por indubitables. Para esto le hace hacer ciertas protestaciones de su manía, que todas estriban sobre las máximas comunes de nuestros infatuados hombres de moda. Visitándolos muchas veces, por si puedo contribuir a su restablecimiento, he llegado a aprender de memoria varios de sus artículos, a más de que he encargado al criado que les asiste de que apunte todo lo que oiga gracioso en este particular, y todas las mañanas me presente la lista. Óyelo por preguntas y respuestas, según suelen repetirlas.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un excelente soldado sin haber visto más fuego que el de una chimenea; y que sólo baste llevar la vuelta de la manga muy estrecha, hablar mal de cuantos generales no dan buena mesa, decir que desde Felipe II acá no han hecho nada nuestros ejércitos, asegurar que de veinte años de edad se pueden mandar cien mil hombres, mejor que con cuarenta años de experiencia, quince funciones generales, cuatro heridas y conocimiento del arte?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un pasmoso sabio sin haber leído dos minutos al día, sin tener un libro, sin haber tenido maestros, sin ser bastante humilde para preguntar, y sin tener más talento que para bailar un minuet?
R. Tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros, y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras, y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para juzgar de un libro no se necesita verlo, y basta verlo por el forro o algo del índice y prólogo?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para mantener el cuerpo físico humano son indispensables cuatro horas de mesa con variedad de platos exquisitos y mal sanos, café que debilita los nervios, licores que privan la cabeza, y después un juego que arruina los bolsillos, contrayendo deudas vergonzosas para pagar?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser ciudadano útil baste dormir doce horas, gastar tres en el teatro, seis en la mesa y tres en el juego?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen padre de familia baste no ver meses enteros a vuestra mujer, sino a las ajenas, arruinar vuestros mayorazgos, entregar vuestros hijos a un maestro alquilado, o a vuestros lacayos, cocheros y mozos de mulas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser grande hombre baste negaros al trato civil, arquear las cejas, tener grandes equipajes, grandes casas y grandes vicios?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para contribuir de vuestra parte al adelantamiento de las ciencias, baste perseguir a los que las cultivan o con desprecio a los que se dedican a cultivarlas; y mirar a un filósofo, a un poeta, a un matemático, a un orador, como a un papagayo, a un mico, a un enano y a un bufón?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que todo hombre taciturno, especulativo y modesto en proferir su dictamen, merece desprecio y mofa, y hasta golpes y palos si los aguantara, y que, al contrario, para ser digno de atención es menester hablar como una cotorra, dar vueltas como mariposa y hacer más gestos que un mico?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que la suma y final bienaventuranza del hombre consiste en tener un tiro de caballos frisones muy gordos, o de potros cordobeses muy finos, o de mulas manchegas muy altas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que si el siglo que viene abre los ojos sobre las ridiculeces del actual, será vuestro nombre y el de vuestros semejantes el objeto de la risa y mofa, y tal vez de odio y execración?; y no obstante esto, ¿vienes a prometer vivir en una extravagancia?
R. Sí tengo y prometo.
Y luego suele callar el preguntante, y el otro le hace otras tantas preguntas, añadió Nuño. Lo sensible es que no hagan todo un catecismo completo análogo a este especie de símbolo de sus extravagancias. Muy curioso estoy de saber qué mandamientos pondrían, qué obras de misericordia, qué pecados, qué virtudes opuestas a ellos, qué oraciones. Los que han profesado esta religión, venerado sus misterios, asistido a sus ritos y procurado propagar su doctrina, suelen pasar alegremente los años agradables de su vida. El alto concepto en que se tienen a sí mismos; el sumo desprecio con que tratan a los otros; la admiración que les atrae el mundo femenino; su parte extravagante; y, en fin, la ninguna reflexión seria que pueda detener un punto su continuo movimiento, les da sin duda una juventud muy gustosa. Pero cuando van llegando a la edad madura, y ven que van a caer en el mayor desaire, creo que se han de hallar en muy triste situación. Se desvanece todo aquel torbellino de superficialidades, y se hallan en otra esfera. Los hombres serios, formales e importantes no los admiten, porque nunca los han tratado; las mujeres los desconocen, porque los ven despojados de todas las prendas que los hacían apreciables en el estrado, y se me figura cada uno de ellos como el murciélago, que ni es ratón ni pájaro.
¿En qué clase, pues, de estado se han de colocar uno de éstos cuando llega a la edad menos ligera y deliciosa? ¡Cuán amargos instantes tendrá cuando se vea en la imposibilidad de ser ni hombre ni niño! Le darán envidia los hombres que van entrando en la edad que él ha pasado, y le extrañarán los hombres que van entrando con las canas que ya le asoman. Si hubiese contraído la naturaleza, al tiempo de producirle, alguna obligación de mantenerle siempre en la edad florida, moriría sin haber usado de su razón, embobado en los aparentes placeres y felicidades. Si conociendo lo corto de la juventud, hubiese mirado las cosas sólidas, se hallaría a cierto tiempo colocado en alguna clase de la república, más o menos feliz a la verdad, pero siempre con algún establecimiento; cuando en el caso del petimetre, éste no tiene que esperar más que mortificaciones y desaires desde el día que se le arrugó la cara, se le pobló la barba, se le embasteció el cuerpo y se le ahuecó la voz; esto es, desde el día que pudiera haber empezado a ser algo en el mundo.