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Cartas marruecas/Carta LXXXVIII

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Carta LXXXVIII

De Ben-Beley a Gazel

Veo y apruebo lo que me dices sobre los varios trámites por donde pasan las naciones desde su formación hasta su ruina total. Si cabe algún remedio para evitar la encadenación de cosas que han de suceder a los hombres y a sus comunidades, no creo que lo haya para prevenir los daños de la época del lujo. Éste tiene demasiado atractivo para dar lugar a otra cualquiera persuasión; y así, los que nacen en semejantes eras se cansan en balde si pretenden contrarrestar la fuerza de tan furioso torrente. Un pueblo acostumbrado a delicadas mesas, blandos lechos, ropas finas, modales afeminados, conversaciones amorosas, pasatiempos frívolos, estudios dirigidos a refinar las delicias y lo restante del lujo, no es capaz de oír la voz de los que quieran demostrarle lo próximo de su ruina. Ha de precipitarse en ella como el río en el mar. Ni las leyes suntuarias, ni las ideas militares, ni los trabajos públicos, ni las guerras, ni las conquistas, ni el ejemplo de un soberano parco, austero y sobrio, bastan a resarcir el daño que se introdujo insensiblemente.

Reiráse semejante nación del magistrado que, queriendo resucitar las antiguas leyes y austeridad de costumbres, castigue a los que las quebranten; del filósofo que declame contra la relajación; del general que hable alguna vez de guerras; del poeta que canta los héroes de la patria. Nada de esto se entiende ni se oye; lo que se escucha con respeto y se ejecuta con general esmero, es cuanto puede completar la ruina universal. La invención de un sorbete, de un peinado, de un vestido y de un baile, es tenido por prueba matemática de los progresos del entendimiento humano. Una composición nueva de una música deliciosa, de una poesía afeminada, de un drama amoroso, se cuentan entre las invenciones más útiles del siglo. A esto reduce la nación todo el esfuerzo del entendimiento humano; a un nuevo muelle de coche, toda la matemática; a una fuente extraña y un teatro agradable, toda la física; a más olores fragantes, toda la química; a modos de hacernos más capaces de disfrutar los placeres, toda la medicina; y a romper los vínculos de parentesco, matrimonio, lealtad, amistad y amor de la patria, toda la moral y filosofía.

Buen recibimiento tendría el que se llegase a un joven de dieciocho años, diciéndole: «Amigo, ya estás en edad de empezar a ser útil a tu patria; quítate esos vestidos, ponte uno de lana del país; deja esos manjares deliciosos y conténtate con un poco de pan, vino, hierbas, vaca y carnero; no pases siquiera por teatros y tertulias; vete al campo, salta, corre, tira la barra, monta a caballo, pasa el río a nado, mata un jabalí o un oso, cásate con una mujer honrada, robusta y trabajadora».

Poco mejor le iría al que llegase a la mujer y le dijese: «¿Tienes ya quince años? Pues ya no debes pensar en ser niña: tocador, gabinete, coche, mesas, cortejos, máscaras, teatros, nuditos, encaje, cintas, parches, blondas, aguas de olor, batas, desabillés, al fuego desde hoy. ¿Quién se ha de casar contigo, si te empleas en estos pasatiempos? ¿Qué marido ha de tener la que no cría sus hijos a sus pechos, la que no sabe hacerle las camisas, cuidarle en una enfermedad, gobernar la casa y seguirle si es menester a la guerra?».

El pobre que fuese con estos sermones recibiría en pago mucha mofa y burla. Esta especie de discursos, aunque muy ciertos y verdaderos en un siglo, apenas se entienden en otro. Sucede al pie de la letra a quien los profiere como sucedería al que resucitase hoy en París hablando galo, o en Madrid hablando el lenguaje de la antigua Numancia; y si al estilo añadía el traje y ademanes competentes, todos los desocupados, que son la mayor parte de los habitantes de las cortes, irían a verle por curiosidad, como quien va a oír a un pájaro o un monstruo venido de lejanas tierras.

Si como me hallo en África, apartado de la corte del emperador, separado del bullicio, y en una edad ya decrépita, me viese en cualquiera corte de las principales de Europa, con pocos años, algunas introducciones y mediana fortuna, aunque me hallase con este conocimiento filosófico, no creas que yo me pusiese a declamar contra este desarreglo ni a ponderar sus consecuencias. Me parecería tan infructuosa empresa como la de querer detener el flujo y reflujo del mar o el oriente y ocaso de los astros.