Ir al contenido

Cartas marruecas/Carta VI

De Wikisource, la biblioteca libre.

Carta VI

De Gazel a Ben-Beley

El atraso de las ciencias en España en este siglo, ¿quién puede dudar que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando que son las únicas que dan de comer.

Los pocos que cultivan las otras, son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más. Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna, historia natural, derecho de gentes, y antigüedades, y letras humanas, a veces con más recato que si hiciesen moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios superficiales en el concepto de los que saben poner setenta y siete silogismos seguidos sobre si los cielos son fluidos o sólidos.

Hablando pocos días ha con un sabio escolástico de los más condecorados en su carrera, le oí esta expresión, con motivo de haberse nombrado en la conversación a un sujeto excelente en matemáticas: «Sí, en su país se aplican muchos a esas cosillas, como matemáticas, lenguas orientales, física, derecho de gentes y otras semejantes».

Pero yo te aseguro, Ben-Beley, que si señalasen premios para los profesores, premios de honor, o de interés, o de ambos, ¿qué progresos no harían? Si hubiese siquiera quien los protegiese, se esmerarían sin más estímulo; pero no hay protectores.

Tan persuadido está mi amigo de esta verdad, que hablando de esto me dijo:

«En otros tiempos, allá cuando me imaginaba que era útil y glorioso dejar fama en el mundo, trabajé una obra sobre varias partes de la literatura que había cultivado, aunque con más amor que buen suceso. Quise que saliese bajo la sombra de algún poderoso, como es natural a todo autor principiante. Oí a un magnate decir que todos los autores eran locos; a otro, que las dedicatorias eran estafas; a otro, que renegaba del que inventó el papel; otro se burlaba de los hombres que se imaginaban saber algo; otro me insinuó que la obra que le sería más acepta, sería la letra de una tonadilla; otro me dijo que me viera con un criado suyo para tratar esta materia; otro ni me quiso hablar; otro ni me quiso responder; otro ni quiso escucharme; y de resultas de todo esto, tomé la determinación de dedicar el fruto de mis desvelos al mozo que traía el agua a casa. Su nombre era Domingo, su patria Galicia, su oficio ya está dicho: conque recogí todos estos preciosos materiales para formar la dedicatoria de esta obra».

Y al decir estas palabras, sacó de la cartera unos cuadernillos, púsose los anteojos, acercose a la luz y, después de haber ojeado, empezó a leer: «Dedicatoria a Domingo de Domingos, aguador decano de la fuente del Ave María». Detúvose mi amigo un poco, y me dijo: -¡Mira qué Mecenas! Prosiguió leyendo:

«Buen Domingo, arquea las cejas; ponte grave; tose; gargajea; toma un polvo con gravedad; bosteza con estrépito; tiéndete sobre este banco; empieza a roncar, mientras leo esta mi muy humilde, muy sincera y muy justa dedicatoria. ¿Qué? Te ríes y me dices que eres un pobre aguador, tonto, plebeyo y, por tanto, sujeto poco apto para proteger obras y autores. ¿Pues qué? ¿Te parece que para ser un Mecenas es preciso ser noble, rico y sabio? Mira, buen Domingo, a falta de otros tú eres excelente. ¿Quién me quitará que te llame, si quiero, más noble que Eneas, más guerrero que Alejandro, más rico que Creso, más hermoso que Narciso, más sabio que los siete de Grecia, y todos los mases que me vengan a la pluma? Nadie me lo puede impedir, sino la verdad; y ésta, has de saber que no ata las manos a los escritores, antes suelen ellos atacarla a ella, y cortarla las piernas, y sacarla los ojos, y taparla la boca. Admite, pues, este obsequio literario: sepa la posteridad que Domingo de Domingos, de inmemorial genealogía, aguador de las más famosas fuentes de Madrid, ha sido, es y será el único patrón, protector y favorecedor de esta obra.

«¡Generaciones futuras!, ¡familias de venideros siglos!, ¡gentes extrañas!, ¡naciones no conocidas!, ¡mundos aún no descubiertos! Venerad esta obra, no por su mérito, harto pequeño y trivial, sino por el sublime, ilustre, excelente, egregio, encumbrado y nunca bastantemente aplaudido nombre y título de mi Mecenas.

»¡Tú, monstruo horrendo, envidia, furia tan bien pintada por Ovidio, que sólo está mejor retratada en la cara de algunos amigos míos! Muerde con tus mismos negros dientes tus maldicientes y rabiosos labios, y tu ponzoñosa y escandalosa lengua; vuelva a tu pecho infernal la envenenada saliva que iba a dar horrorosos movimientos a tu maldiciente boca, más horrenda que la del infierno, pues ésta sólo es temible a los malvados y la tuya aún lo es más a los buenos.

»Perdona, Domingo, esta bocanada de cosas, que me inspira la alta dicha de tu favor. Pero ¿quién en la rueda de la fortuna no se envanece en lo alto de ella? ¿Quién no se hincha con el soplo lisonjero de la suerte? ¿Quién desde la cumbre de la prosperidad no se juzga superior a los que poco antes se hallaban en el mismo horizonte? Tú, tú mismo, a quien contemplo mayor que muchos héroes de los que no son aguadores, ¿no te sientes el corazón lleno de una noble presunción cuando llegas con tu cántaro a la fuente y todos te hacen lugar? ¡Con qué generoso fuego he visto brillar tus ojos cuando recibes este obsequio de tus compañeros, compañeros dignísimos, obsequio que tanto mereces por tus canas nacidas en subir y bajar las escaleras de mi casa y otras! ¡Ay de aquel que se resistiera! ¡Qué cantarazo llevara! Si todos se te rebelaran, a todos aterrarías con tu cántaro y puño, como Júpiter a los Gigantes con sus rayos y centellas. A los filósofos parecería exceso ridículo de orgullo esta amenaza (y la de otros héroes de esta clase); pero ¿quiénes son los filósofos? Unos hombres rectos y amantes de las ciencias, que quisieron hacer a todos los hombres odiar las necedades; que tienen la lengua unísona con el corazón y otras ridiculeces semejantes. Vuélvanse, pues, los filósofos a sus guardillas, y dejen rodar la bola del mundo por esos aires de Dios, de modo que a fuerza de dar vueltas se desvanezcan las pocas cabezas que aún se mantienen firmes y todo el mundo se convierta en un espacioso hospital de locos».