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Cartas marruecas/Carta XVIII

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Carta XVIII

Gazel a Ben-Beley

Hoy sí que tengo una extraña observación que comunicarte. Desde la primera vez que desembarqué en Europa, no he observado cosa que me haya sorprendido como la que voy a participar en esta carta. Todos los sucesos políticos de esta parte del mundo, por extraordinarios que sean, me parecen más fáciles de explicar que la frecuencia de pleitos entre parientes cercanos, y aun entre hijos y padres. Ni el descubrimiento de las Indias orientales y occidentales, ni la incorporación de las coronas de Castilla y Aragón, ni la formación de la República holandesa, ni la constitución mixta de la Gran Bretaña, ni la desgracia de la Casa Stuart, ni el establecimiento de la de Braganza, ni la cultura de Rusia, ni suceso alguno de esta calidad, me sorprende tanto como ver pleitear padres con hijos. ¿En qué puede fundarse un hijo para demandar en justicia contra su padre? ¿O en qué puede fundarse un padre para negar alimentos a su hijo? Es cosa que no entiendo. Se han empeñado los sabios de este país en explicarlo, y mi entendimiento en resistir a la explicación, pues se invierten todas las ideas que tengo de amor paterno y amor filial.

Anoche me acosté con la cabeza llena de lo que sobre este asunto había oído, y me ocurrieron de tropel todas las instrucciones que oí de tu boca, cuando me hablabas en mi niñez sobre el carácter de padre y el rendimiento de hijo. Venerable Ben-Beley, después de levantar las manos al cielo, taparéme con ellas los oídos para impedir la entrada a voces sediciosas de jóvenes necios, que con tanto desacato me hablan de la dignidad paterna. No escucho sobre este punto más voz que la de la naturaleza, tan elocuente en mi corazón, y más cuando tú la acompañaste con tus sabios consejos. Este vicio europeo no llevaré yo a África. Me tuviera por más delincuente que si llevara a mi patria la peste de Turquía. Me verás a mi regreso tan humilde a tu vista y tan dócil a tus labios como cuando me sacaste de entre los brazos de mi moribunda madre para servirme de padre por la muerte de quien me engendró. Si con menos respeto te mirara, creo que vibraría la mano omnipotente un rayo irresistible que me redujera a cenizas con espanto del orbe entero, a quien mi nombre vendría a ser escarmiento infeliz y de eterna memoria.

¡Qué mofa harían de mí los jóvenes europeos si cayesen en sus manos impías estos renglones! ¡Cuánta necedad brotaría de sus insolentes labios! ¡Cuán ridículo objeto sería yo a sus ojos! Pero aun así, despreciaría al escarnio de los malvados, y me apartaría de ellos por mantener mi alma tan blanca como la leche de las ovejas.