Cartas marruecas/Carta XXIX
Carta XXIX
Gazel a Ben-Beley
Cuando hice el primer viaje por Europa, te di noticia de un país que llaman Francia, que está más allá de los montes Pirineos. Desde Inglaterra me fue muy fácil y corto el tránsito. Registré sus provincias septentrionales; llegué a su capital, pero no pude examinarla a mi gusto, por ser corto el tiempo que podía gastar entonces en ello, y ser mucho el que se necesita para ejecutarlo con provecho. Ahora he visto la parte meridional de ella, saliendo de España por Cataluña y entrando por Guipúzcoa, inclinándome hasta León por un lado y Burdeos por otro.
Los franceses están tan mal queridos en este siglo como los españoles lo estaban en el anterior, sin duda porque uno y otro siglo han sido precedidos de las eras gloriosas respectivas de cada nación, que fue la de Carlos I para España, y la de Luis XIV para Francia. Esto último es más reciente, con que también es más fuerte su efecto; pero bien examinada la causa, creo hallar mucha preocupación de parte de todos los europeos contra los franceses. Conozco que el desenfreno de su juventud, la mala conducta de algunos que viajan fuera de su país profesando un sumo desprecio de todo lo que no es Francia; el lujo que ha corrompido la Europa y otros motivos semejantes repugnan a todos sus vecinos más sobrios, a saber: al español religioso, al italiano político, al inglés soberbio, al holandés avaro y al alemán áspero; pero la nación entera no debe padecer la nota por culpa de algunos individuos. En ambas vueltas que he dado por Francia he hallado en sus provincias, que siempre mantienen las costumbres más puras que la capital, un trato humano, cortés y afable para los extranjeros, no producido de la vanidad que les resulta de que se les visite y admire, como puede suceder en París, sino dimanado verdaderamente de un corazón franco y sencillo, que halla gusto en procurárselo al desconocido. Ni aun dentro de su capital, que algunos pintan como centro de todo el desorden, confusión y lujo, faltan hombres verdaderamente respetables. Todos los que llegan a cierta edad son, sin duda, los hombres más sociables del universo, porque, desvanecidas las tempestades de su juventud, les queda el fondo de una índole sincera, prolija educación, que en este país es común, y exterior agradable, sin la astucia del italiano, la soberbia del inglés, la aspereza del alemán ni el desapego del español. En llegando a los cuarenta años se transforma el francés en otro hombre distinto de lo que era a los veinte. El militar concurre al trato civil con suma urbanidad, el magistrado con sencillez, y el particular con sosiego; y todos con ademanes de agasajar al extranjero que se halla medianamente introducido por su embajador, calidad, talento o otro motivo. Se entiende todo esto entre la gente, de forma que, con la mediana y común, el mismo hecho de ser extranjero es una recomendación superior a cuantas puede llevar el que viaja.
La misma desenvoltura de los jóvenes, insufrible a quien no les conoce, tiene un no sé qué que los hace amables. Por ella se descubre todo el hombre interior, incapaz de rencores, astucias bajas ni intención dañada. Como procuro indagar precisamente el carácter verdadero de las cosas, y no graduarlas por las apariencias, casi siempre engañosas, no me parece tan odiosa aquella descompostura por lo que llevo dicho. Del mismo dictamen es mi amigo Nuño, no obstante lo quejoso que está de que los franceses no sean igualmente imparciales cuando hablan de los españoles. Estábamos el otro día en una casa de concurrencia pública, donde se vende café y chocolate, con un joven francés de los que acabo de pintar, y que por cierto en nada desmentía el retrato. Reparando yo aquellos defectos comunes de su juventud, me dijo Nuño: -¿Ves todo ese estrépito, alboroto, saltos, gritos, votos, ascos que hace de España, esto que dice de los españoles y trazas de acabar con todos los que estábamos aquí? Pues apostemos a que si cualquiera de nosotros se levanta y le pide la última peseta que tiene, se la da con mil abrazos. ¡Cuánto más amable es su corazón que el de aquel otro desconocido que ha estado haciendo tantos elogios de nuestra nación, por el lado mismo que nos consta a nosotros ser defectuosa! Óyele, y escucharás que dice mil primores de nuestros caminos, posadas, carruajes, espectáculos, etcétera. Acaba de decir que se tiene por feliz de venir a morir en España, que da por perdidos todos los años de su vida que no ha gastado en ella. Ayer estuvo en la comedia El negro más prodigioso: ¡cuánto la alabó! Esta mañana estuvo por rodar toda la escalera envuelto en una capa, por no saber manejarla, y nos dijo con mucha dulzura que la capa es un traje muy cómodo, airoso y muy de su genio. Más quiero a mi francés, que nos dijo haber leído 1.400 comedias españolas, y no haber hallado siquiera una escena regular. Sabe, amigo Gazel -añadió Nuño-, que esa juventud, en medio de su superficialidad y arrebato, ha hecho siempre prodigios de valor en servicio de su rey y defensa de su patria. Cuerpos enteros militares de esa misma traza que ves forman el nervio del ejército de Francia. Parece increíble, pero es constante que con todo el lujo de los persas, tienen todo el valor de los macedonios. Lo demuestran en varios lances, pero con singular gloria en la batalla de Fontenoy, arrojándose con espada en mano sobre una infantería formidable, compuesta de naciones duras y guerreras, y la deshicieron totalmente, ejecutando entonces lo que no había podido lograr su ejército entero, lleno de oficiales y soldados del mayor mérito.
De aquí inferirás que cada nación tiene su carácter, que es un mixto de vicios y virtudes, en el cual los vicios pueden apenas llamarse tales si producen en la realidad algunos buenos efectos; y éstos se ven sólo en los lances prácticos, que suelen ser muy diversos de los que se esperaban por mera especulación.