Castilla-madre
terra endins, ampla es Castella.
Y está trista, que sols ella
no pot veure els mars llunyans.
Parleuli del mar, germans.»
Tengamos siquiera el valor de equivocarnos. Y digamos todos con leal sinceridad nuestro pensamiento.
Yo creo, ciertamente, que el llamado «problema catalán» no es exclusivo de Catalua; es, por el contrario, el más agudo y transcendente problema nacional que tiene España. Y a él tenemos que ir limpios de corazón, sin ofuscación en la menta.
¿Nos veremos, antes, en el paso honroso de declrar que no hierve en nosotros «sangre esloveca»? Si alguien lo viese en nuestra actitud, puede estar seguro de que yo no le conteste Nunca ejercitaré la esgrima casera.
Desde que existe una historia mundial, cabe hablar de un sentido político que en carrila y enciende las voluntades hacia un vivir histórico. Precisamente la característica de nuestros políticos—desde la Restauración acá, para ceñirnos a lo actual— ha sido la carencia no ya de sentido pero ni siquiera del más ligero instinto político. ¡Naturalmente! Como que para gobernarse se necesita mucha cultura, mucha preparación y «mucha vista»—aparte de otras garantías morales.
Por esto mismo causa hoy una sorpresa profética la ideología, realizada ya en parte, de aquel gran patriota de clara inteligencia y corazón honrado que se llamó Francisco Pi y Margall. De un gran instinto político estaba dotado, entre otras aptitudes elogiables, Prat de la Riba. Y sólo, en nuestros días, ha dado pruebas de semejante perspicacia—esta opinión es corrente, aun cuando no le limpie de sus pecados—, el conde de Romanones.
¿Qué son y qué han hecho nuestros políticos? Son «políticos» y han hecho «política». La política de Cuba, la política de la guerra, la de ahora..... Los grandes tumbos de la vida española, que acabará por cuartearla y dar con ella en tierra. Verdad es, en cambio, que poseen una enciclopédica ignorancia tan pintoresca como canosa.
Pero su culpa ¿es única? Tampoco. El mal también está en nosotros. Está en esta quietud e inercia como de escombros, en este acorchamiento de la pública sensibilidad en la falta de valor civil.
La domesticidad de los «políticos» es incompatible con la indómita conciencia civil que crea ese dramatismo apasionado donde florecen los héroes anónimos.
Todo esto viene a cuento para una conclusión. En aquellos sitios que disfrutan de civilidad tienen representantes, donde no—¡casi todo España!—tienen «diputados», domésticos de rabadanes y criados de influyentes a la vez que neroncillos de mucha gente humilde. Cataluña con algunas otras pequeñas partes de España, están dotadas de estos parlamentarios, antitéticos, en términos políticos, al resto de la representación nacional. (Desearía que alguien pudiera rectificarme).
Esta es la cuestión previa de esta otra: una orientación histórica—la resultante de la verdadera políticaexige una conciencia preparada. Lo que sea España como problema histórico y político nos obligaba a todos estudiarlo con una saludable amplitud humana. Y este estudio debería estar hecho. (Preccisamente lo que hacen con sus problemas en esas latitudes europeas trabajadas por una efectiva cultura.)
En España no se ha cumplido esta «previsión» de la historia. Pero en ciertas regiones de ella la gente pensaba y en consecuencia trabajaba y articulaba sus masas y de este modo sentía. ¡Ahora veremos cómo y con qué vigor se hacen solidarios de sus inquietudes y, en estos momentos de ansia, culminan en ferviente deseo!
De la masa muerta española algunos de sus representantes han sido hombres de buena voluntad, pero encadenados a la zarabanda restauradora—con la dureza y rigidez de sus dogmas inalterables, alguno de ellos opuesto a todo sentido de patria—tuvieron, los que más, cáscara de estadistas, y ninguno ese fondo inexpugnable de que ha de estar dotado el hombre de gobierno para ciertas ocasiones en que gritan las horas justicieras.
—Vino el trágico 98. La malaventura colmó el corazón de España. Y fueron los catalanes los que sintieron más enrojecida su vergüena. Maragall escribía entonces su amargo «¡Adeu Escanya». En otras partes, aun ante el espectáculo de aquel Ministro que se iba a los toros la tarde de Cavite, seguimos en el reposo de una resignación que tanto nos hizo parecidos a santos. No se ha creado desde entonces—en la vida pública me refiero—ni una jerarquía, ni una perspectiva. Así nos sorprendió la gran guerra. Así nos sorprende la paz. Así estamos antes los demás problemas.
Únicamente cuando se levanta un gran deseo unánime se improvisan maniobras insensatas, mezcladas, es cierto, con la española hombría de bien, pero hombría honrada que por desconocer está muy limitadas para moverse con rigor de principios. Para imponer criterios y aspirar a dirigir es preciso ser realidad moral, ser realidad social, ser realidad civil. No basta ser masa invertebrada.
En esto consiste nuestro aplauso y nuestra admiración a Cataluña; si a esto llaman aquí ser traidor, yo, pidiendo perdón previamente, me veo obligado a serlo.
Ponía por lema a mis consideraciones del otro día, esa astuta vuelta de las ideas generales que es preciso anadr para amarrar bien un problema concreto. Como estas ideas generales crean sentimientos, y ambos—ideas y sentimientos—cuando más «vagos» según los llama el vulgo letrado—¡y tan vulgo!—son más intensamente motrices en la historia, es indispensable aludir a ellos.
Fué Mosen Cinto el que se dirigió a España, heredera de la Atlántida en el entierro de esta, y la hablaba de este modo: «¿qué importa a las abejas hallar roto el jarrón, si les quedas tú, flor de los venideros siglos?»
Era, más tarde, Maragall el que imploraba a los hermanos de la ancha Castilla, sola y triste tierra adentro, que la hablasen del mar lejano que Castilla no podía ver.
En estos desposorios líricos de Maragall con las tierras ibéricas, con Castilla especialmente, hay una clara visión de la influencia del mar en la cultura y en la historia.
Este problema, por ejemplo, no lo vemos aquí aun cuando existan robles cántabros tan de Castilla como los pinos y las encinas de tierra adentro. Así sucede con todos los otros.
Y esto lo decimos ciertos españoles que, precisamente por ser castellanos, ponemos al servicio de la patria uan pasión más firme y conmovida. Deseamos que estas aguas quietas y podridas ¡tan verdosas! se agiten y se agiten convenientemente. En ellas viven a su antojo ranas y renacuajos. Y nosotros nos hemos empeñado en ser dentro de ellas pescadores de perlas.
Queremos que Castilla pueda repetir su vida, mejoradas. Nos esforzamos para arrancarla de la muerte. En esto consiste nuestro juvenil candor. Y para ello empezamos por desenconar el corazón y preparar los sentidos.
He aquí por qué vemos en el problema catalán casi todo el problema español, y nos figuramos a Cataluña—donde una gran mayoría percibe los reflejos iracundos de la hoz afilada—como una joven mujer armónica de ojos serenos. Para completar la herejía diré, además, que la hidalguía castellana que llevamos dentro saluda al paso de Teresa, «la ben plantada», cuando pasea por la arena de su mar azul, que es el mar de la vieja cultura.
Creo serenamente que el amor a la patria es el camino más corto entre corazones hermanos. Si los catalanes quieren seguir siéndolo nuestros que lo digan. Si lo que cree el recelo castellano—no sienten a España ni quieren compartir con nosotros apretados dolores, que lo digan también.
En todo caso demandamos dos cualidades de hombre: verdad y coraje.
Hermanos catalanes, aquí estamos.