Celín/I

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Que trata de las pomposas exequias del señorito Polvoranca en la movible ciudad de Turris

Cuenta Gaspar Díez de Turris, cronista de las dos casas ilustres de Polvoranca y de Pioz, que el capitán D. Galaor, primogénito del marquesado de Polvoranca, murió de un tabardillo pintado el último día de Octubre, y le enterraron en una de las capillas de Santa María del Buen Fin el 1.º de Noviembre, día de Todos los Santos. El año de esta desgracia no consta en la Crónica, ni hay posibilidad de fijarlo, porque todo el documento es pura confusión en lo tocante a cronología, como si el autor hubiera querido hacer mangas y capirotes de la ley del tiempo. Tan pronto nos habla de cosas y personas que semejan de pasados siglos, como se nos descuelga con otras que al nuestro y a los días que vivimos pertenecen; por lo cual le entran a uno tentaciones de creer cierto run run que la tradición nos ha transmitido referente al tal Díez de Turris; y es que después de las comidas solía corregirse la flaqueza de estómago con un medicamento que no se compra en la botica, siendo tal su afición, que el codo lo tenía casi siempre en alto hasta la hora de la cena, y aun después de esta, que era cuando escribía. Estaba, pues, el hombre tan inspirado, que hasta el manuscrito que a la vista tengo conserva todavía el olor.

Pues, como decía, dieron tierra al capitán D. Galaor la víspera de los Difuntos, con tanta pompa y tan lucido acompañamiento de personas principales, que en Turris no se había visto nunca cosa semejante. Veinticinco años tenía el joven, gloria extinguida y esperanza marchita de sus papás. Había despuntado con igual precocidad en las armas y en las letras, y aunque no llegó a consumar ninguna sonante proeza con la espada ni con la pluma, sin duda estaba llamado a asombrar al mundo cuando la ocasión llegase. Su muerte fue muy sentida en todo el Reino, mayormente en aquella parte donde radican los estados de Polvoranca y de Pioz, casas un tiempo divididas por rencillas de caciquismo, después reconciliadas en bien de la República. Habitaban los dignos jefes de estas históricas familias en la opulenta ciudad de Turris, a quien baña el caudaloso Alcana, de variable curso, y fue prenda final de su concordia el concertado matrimonio de D. Galaor de Polvoranca con Diana de Pioz, hija única del marqués de Pioz, cuyos títulos, honores y preeminencias rebasaban el papel de la Crónica, si se pusiesen todos en ellas. La muerte, según dice Díez de Turris con patética elegancia, demolió en un día el sólido alcázar de estos planes. Ella y él habían nacido, como es uso decir, el uno para el otro. Era Dianita una chica (así lo reza el historiador) de prendas tan excelentes, que no se han inventado aún palabras con que deban ser encarecidas, pues si en hermosura daba quince y raya a todas las hembras del Reino, en discreción, saber y talento se las apostaba con los turriotas más ilustres, académicos, teólogos, oradores, publicistas calzados y pensadores descalzos que iban de tertulia al palacio de Pioz.

El dolor de esta sin par damisela, cuando le dieron la noticia del fallecimiento de su novio fue tan vivo, que no perdió el juicio por milagro de Dios. El marqués y su hija se abrazaron llorando, y las lágrimas de uno y otro se mezclaban, empapándoles la ropa. Al papá se le puso tan perdida la golilla que se la tuvo que quitar, y la falda de Diana se podía torcer. Entráronle a la niña convulsiones, y después una congoja tan fuerte, que pensaron se quedaba en ella. Gracias al pronto auxilio de los mejores médicos de Turris, que acudieron llamados por teléfono, y a los consuelos cristianos que echó por aquel pico de oro el capellán de la casa, filósofo de la Orden de Predicadores y hombre muy consolador, a la niña se le aplacaron los alborotados nervios. Metiéronla en el lecho sus doncellas, y en él siguió llorando, aunque resignada. Si las lágrimas fuesen perlas -dice muy serio Gaspar Díez-, conforme sienten y afirman los poetas, en aquel caso se habrían podido recoger entre las sábanas algunos celemines de ellas.

Verificose el entierro con pompa nunca vista. Los periódicos de la mañana echaron en cuarta plana la papeleta con un rosario de títulos y honores, encerrados en negra orla. El carro fúnebre iba tirado por ocho caballos con negros caparazones bordados de oro. Los lacayos de la casa de Polvoranca, vestidos a la borgoñona, llevaban hachas, y los niños del Hospicio estrenaron las dalmáticas de luto que para tales casos les hizo por contrata la Diputación. Presidía el Capitán general, llevando a su derecha a dos señores senadores y a su izquierda a D. Beltrán de Pioz, que había sido virrey del Perú, al Inspector de la Santa Hermandad, y al licenciado Fray Martín de Celenque, subsecretario del Santo Oficio. Iban también todos los individuos de la Junta Directiva del Ateneo, presididos por el Prior de la Merced, la oficialidad del tercio de Sicilia, varios alcaldes de Corte, lo más granado de la Sociedad Protectora de los Peces, algunos consejeros de Indias y de órdenes, y toda la plana mayor del Consejo de Administración del Ferrocarril de Turris a Utopía. La venerada Archicofradía del A. B. C. iba completa, cubiertos los cofrades con ropa negra de penitente y capuchón colorado, y detrás seguían los masones, tan respetables con sus mandiles, que se confundían con los padres dominicos. Llevaban las cintas del féretro un teniente del tercio de Sicilia, a que pertenecía el finado, un caballero del hábito de Santiago el Verde, un socio del club de pescadores de Turris, un padre jesuita (por haber recibido el D. Galaor su educación primera en un falansterio de la Compañía), un jovencito de la Academia de Jurisprudencia, y otro de la Sociedad kantiana de San Luis Gonzaga, donde el malogrado Polvoranca había leído su memoria sobre la organización militar a la prusiana.

Hubo gran funeral de cuerpo presente en Santa María, con mucha clerecía, canto llano y orquesta. Ofició el Obispo de la diócesis, que era también senador y del Consejo y Cámara de Castilla, y subió al púlpito el doctor Ramírez Cobos, lector en teología y presidente de la sección de Cánones del Ateneo, el cual pronunció la oración fúnebre. Los taquígrafos la tomaron puntualmente y salió en los periódicos de la noche. Después llevaron el cuerpo a la capilla del Espíritu Santo. La muerte había respetado las agraciadas facciones del joven, que más parecía dormido que difunto. Diósele sepultura junto a las tumbas de esclarecidos varones de las familias de Polvoranca y de Pioz, que en la tal capilla tienen desde tiempo inmemorial sus enterramientos. Allí está el Gran Maestro de Pioz, general de las galeras de S. M., terror del turco y del veneciano, y su estatua yacente, vestida con hábito de almirante, empuñando la estaca de mando, pone miedo a cuantos la contemplan; allí la ilustre doña Leonor de Polvoranca, casada en primeras nupcias con un hermano del palatino de Hungría y en segundos con D. Ataúlfo de Pioz, jefe superior de Administración y colector de espolios; allí el marmóreo busto del Adelantado de Hacienda, poeta excelso que compuso en octavas reales la epopeya de las Rentas, y recogió en su Flora selecta de rimas económicas toda la poesía del siglo de oro de nuestros financieros más inspirados; allí el gran D. Lope de Pioz, caballerizo mayor del Congreso y gentilhombre del Ayuntamiento constitucional de Turris; allí, en fin, empotrados en nichos murales o sepultados bajo losas con peregrinos epitafios, otros muchos varones y hembras tan insignes, que la Fama, cuando tiene que pregonarlos a todos, como dice galanamente el cronista, es queda, asmática para ocho días y con los labios hinchados de tanto soplar la trompa.

En resolución, que somos polvo, aun siendo Polvoranca (esta es también frase del escritor iluminado); y luego que pusieron sobre la removida tierra las coronas dedicadas al muerto por su familia y amigos, retiráronse estos afligidísimos a catar el espléndido lunch con que les obsequiaron el capellán y coadjutores de Santa María del Buen Fin.

Y vino la noche sobre Turris, dejando caer antes un velo de neblina sutil, que mermaba y desleía el brillo de las luces de gas. Este vapor húmedo y fresco, condensándose en las aceras, las hacía resbaladizas, y los adoquines brillaban como si les hubieran dado una mano de negro jabón. Los caballos de los coches echaban por sus narizotas gruesos chorros de vapor luminoso: y todo se iba empañando, desvaneciendo; las líneas se alejaban, las formas se perdían. Poco después empezaron los chicos a vocear los periódicos de la noche con la llegada de los galeones de Indias. La gente acudía a los teatros a ver el D. Juan Tenorio, los cafés estaban llenos de parroquianos, y las tiendas de lujo apagaron el gas, porque los cristales de los escaparates estaban empañados y nada se podía ver de lo que dentro se exponía. Algunas rondas de penitentes circulaban por las principales calles, rezando en alta voz el Santo Rosario, y como era noche de Difuntos, había muchos puestos de castañas, y las campanas de todas las iglesias, así como las de las sociedades literarias y científicas, atronaban el aire con sus fúnebres lamentos.