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Celín/III

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Trátase de la ciudad movible y del río vagabundo

Tomada la resolución de ahogarse, Diana pensó que debía ir antes a visitar el sepulcro de D. Galaor; pero al dar los primeros pasos en la calle se sobrecogió, pues la obscuridad de la noche y la extensión laberíntica de la gran ciudad de Turris, no le permitirían acaso encontrar la iglesia del Buen Fin sin que alguien la guiase. Miró a diestro y siniestro, pero como por todos lados viera techos negros, torres altísimas, almenados muros y pináculos góticos, la pobre niña no sabía a dónde volverse. La niebla no se había disipado, aunque era ya menos densa que al anochecer, y los edificios se dibujaban, entre la penumbra blanquecina, mayores de lo que realmente eran. La inconsolable discurrió que lo mejor era andar a la ventura, confiando en que su protector el Espíritu Santo la conduciría sin tropiezo al través de las dificultades permanentes y ocasionales de la topografía de la ciudad.

Hay que hacer ahora una aclaración de carácter geográfico, que sorprenderá mucho al lector, y en la cual insiste mucho el cronista, asegurando en forma de juramento, que el día en que escribió esta parte de su relación no cometió exceso antes ni después de la cena. Pues ello es un fenómeno físico, peculiar de la ciudad de Turris, y que en ninguna otra parte del globo se ha manifestado nunca, como sienten Estrabón y dos graves autores más. La ciudad de Turris se mueve. No se trata de terremotos, no: es que la ciudad anda, por declinación misteriosa del suelo, y sus extensos barrios cambian de sitio sin que los edificios sientan la más ligera oscilación, ni puedan los turriotas apreciar el movimiento misterioso que de una parto a otra les lleva. Se parece, según feliz expresión del cronista, a un gran animal que hoy estira una calle y mañana enrosca un paseo. A veces la calle que anocheció curva, amanece recta, sin que se pueda fijar el momento del cambio. Los barrios del Norte se trasladan inopinadamente al Sur. Los turriotas, al levantarse todas las mañanas, tienen que enterarse de las variaciones topográficas ocurridas durante la noche, pues a lo mejor aparece el Tribunal de Cuentas al lado de la Plaza de toros, y el Congreso frente al Depósito de caballos padres.

El centro de la ciudad se mueve poco y rara vez. Los radios son los que van de aquí para allí con movimiento tan inapreciable a los sentidos, directamente, cual la rotación cósmica del planeta. Las arterias radiales de la ciudad y sus extremidades son las que se revuelven, se cruzan y se enroscan como los rejos del pulpo. Lo más particular es que las líneas de tranvías sufren poco o nada, pues sus carriles se acomodan a la dirección del movimiento. El inaudito fenómeno se verifica casi siempre de noche. El Municipio tiene pregoneros que salen por las mañanas voceando la nueva topografía, y se ponen carteles diciendo, por ejemplo: «La cárcel se ha corrido al Oeste. Hay tendencias en el Senado a derivar hacia los Pozos de nieve. La Bolsa firme (quiere decir que no se ha movido). El convento de Padres Capuchinos Agonizantes, unido a la Dirección de Infantería y al Hotel de Bagdad, marcha, costeando el barrio de los judíos, hacia la Fábrica del gas». Cierto que este fenómeno, único en el globo, tiene sus inconvenientes, porque no se sabe nunca, en tal ciudad, de quién es uno vecino y de quién no; pero hay que reconocer que no carece de ventajas, pues cuando un turriota sale, a altas horas de la noche, de una francachela, con la cabeza un poco mareada, no necesita fatigarse para ir a su casa, sino que se está quietecito, arrimado a un guardacantón, esperando a que pase la puerta de su vivienda para meterse en ella tan tranquilo.

Es, pues, de saber que Diana tiró por la primera calle que a su vista se ofrecía. El lamentar de las campanas, en vez de intimidarla, le prestaba más ánimos, confirmando en lenguaje solemne sus propios pensamientos. Pasó por las calles céntricas y comerciales, bulliciosas de día, a tal hora casi desiertas. Ya había salido el público de los teatros, y en los cafés había bastante gente cenando o tomando chocolate. Los vendedores de periódicos voceaban perezosos, deseando vender los últimos ejemplares. Diana reparó en algunas mujeres con manto, que no parecían trigo limpio, y hombres que las seguían y alborotaban con ellas en animado grupo. Oyó ruido de espuelas, y vio caballos envueltos en capas negras o rojas, mostrando la espada a la manera de un rabo tieso que alzaba la tela. Paseando por barrios excéntricos, donde observó secreteos en las rejas, llegó a una calle donde había muchas tabernas y gente de malos modos y peores palabras que escandalizaba a ciencia y paciencia de los cuadrilleros de Orden público, los cuales, plantados en las esquinas, como estatuas, encajonada la cara en las golillas, tapándose la boca con el ferreruelo, más parecían durmientes que vigilantes.

Atravesó después la niña un tenebroso parque, y hallose, por fin, en sitio solitario y abierto. Vio pasar una gran torre que iba de Norte a Sur, cual un fantasma, y como al mismo tiempo sonaban en ella las campanas, el eco de estas se arrastraba por el aire a modo de cabellera. Fábricas monstruosas con altísimas chimeneas pasaron también como escuadrón que marcha al combate con los fusiles al hombro; después vio ante sí los resplandores de la Fábrica del gas. Pasaron algunos hombres encapuchados, que debían de ser la ronda del Santo Oficio. La inconsolable se ocultó en la sombra de una casa destechada. Pasaron, tras la ronda, penitentes que se daban de zurriagazos sin piedad; luego, empleados del resguardo que iban a relevarse en los puestos; en pos, un borracho que trazaba con inseguro paso rúbricas sin fin en el suelo húmedo. La joven, asustada de su soledad y sin esperanza de encontrar la iglesia del Buen Fin, no se atrevía a preguntar a nadie. Por último oyó una voz infantil que cantaba el himno da Riego, mejor dicho, lo silbaba con música semejante a la que aprenden los mirlos enjaulados a las puertas de las zapaterías. Aquella tierna voz le inspiró confianza. Un niño como de seis años avanzaba con marcial continente, marcando el paso doble y agitando un palito con la mano derecha, en perfecta imitación de los gestos de un tambor mayor al frente del regimiento.

Discurrió la damisela que aquel gallardo rapaz podría darle informes mejor que cualquier gandul desvergonzado y... «¡Pst... chiquillo, ven acá!...».

Parose en firme el muchacho al ver salir de la sombra la esbelta figura, y cuando reparó que era una dama, llevose la mano al andrajo que por gorra tenía.

-Chiquillo -añadió ella- ¿quieres decirme si está por aquí Santa María del Buen Fin? Y si está lejos, ¿qué camino debo tomar? Te daré una buena propina si no me engañas.

El muchacho se cuadró ante la señorita de Pioz, y con desenvuelta palabra y ademanes más desenvueltos todavía, le dijo:

-¡El Buen Fin! Muy cerca está. ¿Ves aquella torre que acaba de parar?... Allí es. Yo te enseñaré el camino.

-¡Ay! hijo, ¡qué alegría me das!... Pero ponte la gorra que hace frío. Mira (sacando una moneda de su escarcela) ¿ves este ducadito de once reales? Pues es para ti si te portas bien.

Los ojos del chico brillaron de tal modo al ver la moneda, que Diana creyó tener delante dos estrellas. Sin decir nada, el rapaz echó a andar, silbando otra vez su patriotera música, y marcando el paso vivo, con mucho meneo del brazo derecho, a estilo de cazadores.

-Oye, niño -le dijo la inconsolable que no quería ser precedida por una banda militar-. Vale más que vayamos calladitos. No nos conviene llamar la atención... ¿Te parece?

Callose el guía y dio dos o tres brincos u zapatetas con tanta ligereza, que la niña de Pioz no pudo menos de sonreír un poco.

-Pobrecillo (poniéndole la mano en la cabeza), ¡y qué mal estás de ropa!

Efectivamente, el chico llevaba unos gregüescos cortos, las piernas al aire, los pies descalzos. El cuerpo ostentaba un juboncillo con cuchilladas, mejor dicho, roturas por donde se le veían las carnes. Su gorra informe tenía por cintillo una cuerda de esparto, y otra prenda del mismo jaez le apretaba la cintura para que no se le cayesen los gregüescos.

-¿No tienes frío? -le preguntó compadecida la señorita.

-No tal -replicó el otro saltando un gran trecho; y se puso a dar vueltas de carnero tan repetidas y con tanta presteza, que mareaba verle.

Tanta gracia y ligereza excitaron más la compasión de Diana, y siguiéndole por un callejón sombrío y tortuoso, le dijo:

-Mayor recompensa de la que te ofrecí te daré, si te portas bien conmigo. ¿Cómo te llamas?

-Celín, para servirte.

-¿Tienes padre?

-Sí; pero no está aquí.

-¿Dónde?

Celín, dando un gran brinco, señaló a una estrella.

-¡Ah! eres huérfano. ¿De qué vives? ¿Pides limosna? ¡Pobrecito! ¿Y quién te ampara? ¿Dónde vives? ¿Dónde duermes?

Celín contestó dando brincos mayores, y Diana admiraba la extraordinaria agilidad del muchacho, que al levantar los pies del suelo, brincaba hasta alturas increíbles.

-Chiquillo, pareces un pájaro... Cuéntame, ¿de qué vives tú? ¿Tienes hambre? Si pasáramos por una tienda te compraría pasteles... ¿Acaso vives tú, como otros niños vagabundos, de merodear en los mercados y de desbalijar a los caminantes? Eso es muy malo, Celín... Si yo no fuera adonde voy, te protegería... A propósito: después que me lleves al Buen Fin, me llevarás al río Alcana. ¿Sabes dónde está hoy?

-El río estaba aquí esta tarde, pero se pasó ya a la otra banda. Le vi correr, levantándose las aguas para no tropezar en las piedras y echando espumas por el aire. Iba furioso, y de paso se tragó dos molinos y arrancó tres haciendas llevándoselas por delante con árboles y todo.

-¡Huy, qué miedo! Iremos luego al río. Yo tengo confianza en ti, pues aunque me pareces alborotado, eres simpático y complaciente con las damas.

Y aquí es preciso repetir la explicación que se dio referente a la ciudad. El río Alcana variaba de curso cuando le parecía. Unas veces corría por el Este, otras por el Oeste; mas la misteriosa ley determinante de su curso vagabundo le imponía la obligación de no inundar nunca la ciudad. Como depositaba en su cauce un sin número de arenas de oro, la variación era utilísima a los turriotas, y muchos se dedicaban a cosechar el valioso metal. Últimamente se formó una gran suciedad por acciones para la explotación de aquella riqueza. Los cambios de curso se anunciaban con hondos murmullos del agua, que parecían salmodia entonada por las invisibles ninfas del río, y desde que soltaba aquella música, los ribereños se preparaban, retirando sus ganados de las peligrosas orillas. En ocasiones, alejábase hasta una y dos leguas de la ciudad; otras se acercaba tanto, que lamía los muros de la Inquisición y de la Fábrica de tabacos, o se rascaba en los duros sillares del palacio de Pioz. Llevábase muy a menudo los corpulentos árboles que poblaban sus orillas, y se veían hermosas masas de verdura corriendo al través de los campos.

Los chicos juguetones se montaban en las ramas nadantes y navegaban en ellas de una parte a otra. En cambio, las naves que surcaban el río, las potentes galeras de Indias, cargadas de plata, se quedaban en seco, con las hélices enterradas en fango, y era forzoso esperar a que el río volviera a pasar por allí. También solía acarrear el Alcana, de remotos confines, plantas rarísimas, desconocidas de los turriotas, y animales exóticos, y aun viviendas con hombres de razas muy diferentes de la nuestra en lengua, y color. Los peces le seguían siempre en sus caprichosas mudanzas, y desde que se percibían los primeros acentos de aquel canto de las ninfas acuáticas, se reunían en grandes caravanas con sus jefes a la cabeza, y tomaban el portante antes que mermase el caudal de aguas.