Celín/V

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Refiérense las increíbles travesuras de Celín, y cómo fueron él y la inconsolable en seguimiento del río Alcana

Y corrieron tanto, que Diana, fatigada, se detuvo junto a un grueso pilar de sillería. Hallábanse bajo el viaducto del ferrocarril, y pronto, a la luz del naciente día, vieron la fila de pilares y encima el inmenso tubo de hierro por donde el tren pasaba. Diana no podía respirar y tuvo que sentarse; Celín permaneció en pie. Oyose un ruido lejano y sordo que crecía a cada instante. Era el tren que se aproximaba silbando, y embestía el viaducto como un toro. Oyeron sus pisadas y el rumor de su resuello. Cuando penetró en la inmensa viga metálica, parecía que el mundo se venía abajo.

-Esto me da miedo, Celín -dijo la señorita apartándose sobresaltada-. ¡Si esto se cae y nos coge debajo...!

Y luego que el tren pasó, hablaron un instante de cosas completamente extrañas al motivo de aquella insensata correría de la marquesita de Pioz.

-Este es el tren de recreo -dijo Celín recostándose junto a ella-. Dentro de media hora viene otro, y después otro, y el correo y el expreso. Mucha gente, muchísima, con billete de ida y vuelta, para ver el auto de fe de mañana.

-Sí, he oído que sólo de la parte de Utopía vendrán más de ocho mil personas; todo para ver un auto, y los Toros que habrá después. Por bonito que sea un auto, no comprendo que se agolpe tanta gente para presenciarlo.

-En el de esta tarde achicharrarán sesenta, entre judíos, blasfemos, sargentos y falsificadores. Y como también hay toros y cucañas, música por las calles, discursos y carreras de tortugas, viene gente y más gente.

-¡Qué tristeza me dan la animación y la alegría de Turris! La suerte mía es que no viviré esta tarde, y así me libro del suplicio de la felicidad ajena. Tú eres un niño y no comprendes esto; tú, inocente y travieso Celín, gozas viendo el tropel de la gente bulliciosa que se agolpa ante las hogueras, y quizá, quizá, lo digo sin ofenderte, vives de los descuidos de la multitud, aligerando bolsillos y distrayendo algún pañuelo o tal vez cosa de más peso. Por eso te gusta el gentío, y que los trenes de Utopía y Trebisonda arrojen a millares los forasteros sobre las calles de Turris... Pero estamos aquí descuidados como dos tontos. Vamos, vamos pronto al río, y cúmplase mi destino.

Ya era día claro. Ligera niebla posaba sobre la tierra, y los términos lejanos no se distinguían bien. Corría un fresquecillo tenue, por lo que Diana, envolviéndose en su manto, avivó el paso. Celín había perdido toda idea de formalidad, y su ratonil inquietud aturdía a la señorita. Cuando pasaba un pájaro, saltaba tras él, y superando en rapidez al ave misma, la cogía, y mostrándola a la señorita la soltaba al instante. Lo mismo hacía con las mariposas y con insectos pequeñitos casi inaccesible a la mirada humana. Diana no había visto nunca cazar de aquella manera. Atravesaron un prado, en el cual se destacaban algunos olmos que aún no habían perdido la hoja, pero la tenían amarilla. A los reflejos del sol entre la neblina, parecían árboles vestidos de lengüetas de oro. De un brinco se subió Celín al tronco del mayor de ellos y trepó maravillosamente hasta la rama última. Diana le miraba asustada.

-Te vas a matar.

Cayó de golpe, y la señorita, creyendo que se había estrellado, lanzó un grito de terror. Celín se le plantó delante tan risueño como siempre, diciéndole:

-Todavía sé caer de mucho más alto, pero de mucho más.

Dianita le puso la mano sobre la cabeza, mirándole tan sorprendida como antes.

-Celín, me parece que tú has crecido más. ¿Qué es esto?

El muy pillo se reía, y con sus pies desnudos aplastaba las ramitas secas y los espinos, sin hacerse daño.

-Pero qué, ¿tus pies son de bronce? ¿Cómo no te clavas esas tremendas púas...? Y otra cosa noto en ti. ¿Dónde pusiste la gorra? La has perdido, bribón. Dí una cosa. ¿No tenías tú, cuando te encontré, unos gregüescos en mal uso? ¿Cómo es que tienes ahora ese corto faldellín blanco con franja de picos rojos, que te asemeja a las pinturas pompeyanas que hay en el vestíbulo de mi casa y a las figuras pintadas en los vasos del Museo? ¿No tenías tú un juboncete con más agujeros que puntadas? ¿Dónde está? Ahora te veo una tuniquilla flotante que apenas te tapa. ¡Qué brazos tienes tan fuertes! ¡qué musculatura! Vas a ser un buen mozo.

Por entre aquellos cendales veía la joven el bien contorneado pecho del adolescente, de color rosa tostado, signo de la más vigorosa salud. La cabeza de Celín era de una hermosura ideal: la tez morena, por la acción constante del sol; los ojos expresivos, grandes y luminosos; la boca siempre risueña; la dentadura blanca como la leche y fuerte como el hierro, pues Celín ponía entre ella un mediano palo, y lo partía como si fuera una pajita.

No satisfizo el gracioso chico las dudas de la dama, y la guió por vereda guarnecida de matorrales, hasta que llegaron a divisar el Alcana. Abarcó ella de una ojeada toda la anchura del voluble río, de orilla a orilla, sereno y murmurante. Eran tan claras las aguas, que se veían perfectamente las piedras del fondo, pececillos de varios colores, cangrejos, algas y zoófitos.

-¡Qué poco fondo tiene! -murmuró Diana, llegando hasta tocar con sus pies la corriente-. Aquí no podría ahogarme. Vamos Celín, pareces tonto. Llévame adonde el río sea muy profundo. ¿No sabes que quiero morir, que necesito matarme prontito, y que no es cosa de estar dando pataletas en el agua, y salvándose una cuando menos gana tiene de ello?...

Celín guió hacia otra parte, tomando por entre breñas y ásperas rocas. El camino era penoso, y la inconsolable se fatigó sobremanera.

-¿Tienes hambre? -le dijo Celín de pronto, deteniéndose.

-Francamente, estoy desfallecida. Pero ¿qué importa?... ¡para lo que me queda de vivir! Adelante, hijo.

-Es que yo no me he desayunado.

-Pues estás fresco. No pretenderás que encontremos por aquí un restaurant.

-Pero encontraremos moras de zarza.

Sin decir más, trepó por una peña en la cual se enredaba zarza corpulentísima, y desde arriba empezó a dar gritos:

-¡Hay michas y qué ricas! ¿Quieres? Pon el manto, para recoger lo que yo tire.

La señorita no quiso hacerse de rogar, y conforme iban cayendo moras en el manto, se las iba comiendo, y en verdad que le sabían a gloria. Eran dulces como la miel. Celín bajó con tanta presteza como había subido, y conduciendo a su compañera por angosta encallada, le dijo:

-¿Quieres probar ahora la fruta del árbol del café con leche?

-Chiquillo, ¿qué disparates estás diciendo ahí?

-¡Qué tonta! ¡y no lo cree! Verás... Nosotros los pilletes, que vivimos como los pájaros, de lo que Dios nos da, tenemos en estos salvajes montes nuestras despensas. Aquí está el árbol del café con leche, que tú no conoces, ni los turriotas tampoco. Sí, para ellos estaba. Miralo allá. Lo trajo el Alcana de una tierra muy distante, y ahí lo dejó cuando se fue de aquí. Da unas bellotas ricas, pero muy ricas.

Era un árbol bastante parecido al roble. Celín trepó a sus ramas, y pronto empezaron a caer bellotas sobre el manto de la marquesita de Pioz. ¡Vaya si eran buenas! y su sabor lo mismito que el del café con leche.

-¡Vamos, Celín, que eres tú de lo más célebre...! ¿Y este árbol no lo conoce nadie más que tú? ¡Ay! si mi papá tuviera noticia de esta encina cafetera, ya habría armado un escándalo en el Senado para que el Gobierno ordenara la propagación de un vegetal tan útil. De veras que esta fruta es de lo más rico que se conoce. Baja, baja ya, y no eches más, que otros infelices habrá que lo aprovechen.

Celín bajó, trayendo ración bastante para almorzar en toda regla. Díjole Dianita que abreviase la marcha, y siguieron ambos saltando por entre breñas y matorrales, él dándole la mano en los pasos difíciles, y ella recogiendo sus faldas en los sitios intrincados y espinosos. La confianza se iba estableciendo entre ambos, hasta el punto de que Celín, olvidando la humildad de su condición ante la ilustre descendiente de los Pioces, se permitía decirle:

-Chica, pareces boba; a todo tienes miedo. Dame la mano y salta sin reparo.

Pasó un aldeano conduciendo dos vacas, y dio con agrado los buenos días a los vagabundos sin sorprenderse de su extraña catadura. Una mujer que pasaba con un cántaro de agua les interpeló de este modo:

-Eh, chicos, que os perdéis. Por ahí no hay salida. ¡Y cómo brinca la moza!

Diana sentía simpatía misteriosa hacia su compañero.

Oye, tontín: no me has dicho quiénes son tus padres.

-Mis padres no están aquí -replicó él sin mirarla.

-¿Pues dónde?

-En ninguna parte del mundo.

-¡Ah! eres huérfano. No tienes a nadie. Ya me explico que estés tan mal de ropa. ¿Y hermanos no tienes tampoco?

-Tampoco. Soy solo.

-¡Solo! (la señorita sintió que su resolución la apretase tanto, pues de lo contrario recomendaría a Celín a su papá para que lo protegiese). Tú eres un salvaje, pero eres listo y... simpático. Si yo pudiera volverme atrás, te protegería; pero no puedo, no hay que hablar de eso... Paréceme que hemos llegado a un sitio muy a propósito. Subamos a esta peña que está sobre el río. ¡Virgen del Carmen, qué hondo es aquí, qué hondo!

-Muy hondo, sí -afirmó el muchacho, inclinando el cuerpo sobre la corriente.

-Bueno, pues queda elegido definitivamente este sitio -dijo la inconsolable quitándose el manto-. Celín, debo ser explícita contigo. Ha salido de mi casa con la inquebrantable resolución de matarme, porque he tenido un disgusto, pero un disgusto muy gordo. No vayas a creerte que es cualquier niñería. De modo que ahora, tú te pones allí, apartadito, y dices: «una, dos, tres», y al decir tres y dar la palmada, yo me tiro, y adiós miserable vida humana. Pero cuidado como te entra lástima de mí y te tiras detrás a sacarme... que tú eres muy pillo y te creo capaz de hacer cualquier tontería. Si lo haces, perderemos las amistades... ¡Ah! te dejo mi escarcela con todo el dinero que traigo, para que te compres botas y te vistas como las personas decentes. Otra cosa tengo que encargarte, y es que no se te pase por la cabeza ir a Turris con el cuento de que me he tirado al agua. Tú te callas, y cuando salga mi cuerpo por ahí, lo sabrán. Conque ¿estamos? ¿Te has enterado bien? Ahora, asegúrame que es bastante hondo el río por esta parte; no vaya a resultar que hay poca agua, y todo se reduce una zambullida y a una mojadura que me constipará sin poderme ahogar.

-Pues como hondura, no hay nada que pedir -declaró Celín dentándose tranquilamente-. Aquí había unas grandes canteras de donde se sacó mucho mármol, todo el mármol del coro de la catedral. Cuando viene el río y llena estas cámaras sin fin, los peces tienen ahí una condenada república, y no bajan de cien mil millones de docenas los que hay. Cuando una persona se echa a nadar aquí, o cuando algún pastor de cabras se cae, se lo meriendan los peces en un abrir y cerrar de ojos, y al minuto de caído no queda de él ni una hebra de carne, ni una migaja así de hueso, ni nada.

-¡Ave María purísima, qué miedo! -exclamó la señorita llevándose las manos a la cabeza-. Francamente, yo quiero morir, puedes creérmelo; pero eso de que me coman los peces antes de ahogarme, no me hace maldita gracia. Afortunadamente habrá más abajo un lugar hondo donde una pueda acabar tranquilamente. Llévame, y te prohíbo que digas palabra alguna con el fin de quitarme esta idea de la cabeza. Tú eres un niño y no entiendes de esto. Feliz tú que no conoces la infinita tristeza de la viudez del alma.