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Celín/VII

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Donde se narra lo que verá el que leyere, y el que no, no

Atravesaron una carretera muy bien cuidada por donde iba mucha gente en dirección a Turris: aldeanos con sus hatos a la espalda, gente acomodada, en carricoches o en borriquillos, mendigos de ambos sexos. Unos saludaban a la gentil pareja, otros no. Pero todos la miraban sin asombro, señal de que nada encontraban en ella digno de atención o comentario. Todo aquel gentío iba a gozar las fiestas de la ciudad, y pasaban también diligencias atestadas de viajeros alegres que cantaban y reían; el tren silbaba a lo lejos. En las primeras casas de una aldea próxima vieron enormes carteles fijados por las empresas de ferrocarriles. Celín y Diana se pararon a leerlos, ella apoyada en el hombro del mancebo, él marcando las letras con una ramita que en la mano llevaba. Decían así: «Espléndidos Autos de fe en Turris, los días 2 y 5 brumario. Sesenta víctimas a la parrilla. Toros el 3, de la ganadería de Polvoranca. Congreso de la Sociedad de la Continencia. Juegos Florales. Torneo. Velada con Manifiesto en el Ateneo. Regatas. Iluminación y Tinieblas. Gran Rosario de la Aurora, con antorchas, por las principales calles, etc., etc.».

La lectura del cartel, despertando en la mente de la niña de Pioz algunas de las ideas dormidas, produjo en ella cierta perplejidad. Parecía que la realidad del pasado la reclamaba, disputando su alma a la sugestión de aquel anómalo estado presente. Pero esto no fue más que una vacilación momentánea, algo como un resplandor prontamente extinguido, o más bien como el sentimiento fugaz de una vida anterior que relampaguea en nosotros en ciertas ocasiones. El olvido recobró pronto su imperio de tal modo, que Diana no se acordaba de haber usado nunca zapatos.

Dejando la carretera y la aldea, penetraron en un bosque, y por allí también encontraron aldeanas y pastores que les saludaban con esa cordialidad candorosa de la gente campesina. Las vacas mugían al verles pasar, alargando el hocico húmedo y mirándoles con familiar cariño. Las ovejas se enracimaban en torno a ellos no permitiéndoles andar, y los pajarillos se arremolinaban sobre sus cabezas girando y piando sin tregua. Pero lo que más saca de quicio al cronista, haciéndole prorrumpir en exclamaciones de admiración, fue que un cerdito chico de pelo blanco y rosada piel vino corriendo a ponérseles delante, en dos patas; hizo con el hocico y las patas delanteras unas monadas muy graciosas, y después marchó delante de ellos parándose a cada instante a repetir sus gracias.

Diana sentía una alegría loca. A veces corría tras de Celín hasta fatigarse, a veces se sentaban ambos sobre la hierba junto a un arroyo, a ver correr el agua. Pasaba el tiempo. La tarde caía lentamente; por fin Diana se sintió fatigada, y los párpados se le cerraban con dulce sopor. Celín la cogió en brazos y subió con ella a un árbol. ¡Pero que árbol tan grande! Blandamente adormecida, Diana experimentó la sensación extraña de que los brazos de Celín eran como alas de suavísimas plumas. Sin duda su compañero tenía otros brazos para trepar por el árbol, pues si no, no podía explicarse aquel subir rápido y seguro. Respecto al tiempo, a Diana le parecía que la ascensión duraba horas, horas, horas... Sentía calor dulce y un bienestar inefable. Por fin parecía que llegaban a una rama que debía de estar a enorme distancia del suelo, a una altura cien veces mayor que las más elevadas torres. Con sus ojos entreabiertos y dormilones, pudo apreciar Diana que aquello era como un gran nido. Un hueco en el ramaje, el piso muy sólido, las paredes de apretado y tibio follaje. El cielo no se veía por ningún resquicio. Todo era hojas, hojas y un techo de pimpollos, apretados y olientes. Celín no la soltaba de sus brazos, alas o lo que fueran, y cuando los ojos de la inconsolable se cerraron, sus oídos conservaron por bastante tiempo un rumor de arrullo como el de las palomas.

Durmiose profundamente y, cosa inaudita, el sueño le llevó a la olvidada realidad de la vida anterior. Díez de Turris dice que en este pasaje no responde de la seguridad de su cerebro para la ideación, ni que funcionaran regularmente los nervios que transmiten la idea a los aparatos destinados a expresarla; ¡tan extraño es lo que refiere! Soñó, pues, la dama que estaba con dos o tres amiguitas suyas en la tribuna del Senado, oyendo a su papá pronunciar un gran discurso en apoyo de la proposición para el encauzamiento y disciplina del río Alcana. El marqués pintaba con sentido acento los perjuicios que ocasionaba a la gran Turris el tener un río tan informal, y proponía que se le amarrase con gruesas cadenas o que se le aprisionase en un tubo de palastro. El sueño de Diana era de esos que por la intensidad de las impresiones y la viveza del colorido imitan la pura realidad. Veía perfectamente en los verdes escaños a los senadores amigos, los maceros, la mesa. Y el marqués de Pioz, obeso y apoplético, dando puñetazos en el pupitre, forzaba su persuasiva oratoria para convencer al Senado, y la enorme coleta de su peluca marcaba las inflexiones del discurso, la puntuación, y el subrayado y hasta las faltas de gramática con fidelidad maravillosa. El Presidente se había quedado dormido; algunos senadores de la clase episcopal habíanse entregado también al buen Morfeo, con la mitra calada hasta los ojos; y otros, que vestían armadura completa, hacían con el frecuente mover de los brazos impacientes un ruido de quincalla que distraía al orador. A ratos entraban los porteros y despabilaban todas las luces, que eran gruesos cirios colocados en blandones. La voz vibrante del marqués sonaba como envuelta en murmullo suave, algo como el rorró de una paloma; y en las breves pausas del orador, aquel rorró crecía de un modo terrorífico, y el Presidente, sin abrir los ojos, extendía con pereza su brazo hacia la campanilla como para decir: «orden». Diana experimentaba fastidio mortal, un fastidio al cual se asociaba la idea de que hacía tres años que su papá había empezado a hablar. Contó Diana los vasos de agua con azucarillos que trajo un paje, y eran quinientos veintiocho, cifra exacta. De repente el marqués pide que se le den tres semanas de descanso, y nadie contesta, y aparece en medio del salón el cerdito aquel que hacía piruetas, y todos los senadores, incluso los obispos, se sueltan a reír... Diana despertó riendo también. Hallose tendida en el hueco de espesa verdura. Celín dormía a su lado, enlazándola con sus brazos.

Entonces reapareció súbitamente en el alma de Diana la conciencia de su ser permanente, y se sobrecogió de verse allí. La estatura de Celín superaba proporcionadamente a la de la joven. El mancebo abrió los ojos, que fulguraban como estrellas, y la contempló con cariñoso arrobamiento. Al verse de tal modo contemplada, sintió Diana que renacía en su espíritu, no el pudor natural, pues este no lo había perdido, sino el social hijo de la educación y del superabundante uso de la ropa que la cultura impone. Al notarse descalza, sin más atavío que el rústico faldellín, desnudos hasta el hombro los torneados brazos, vergüenza indecible la sobrecogió, y se hizo un ovillo, intentando en vano encerrar dentro de tan poca tela su cuerpo todo.

La hermosura y arrogancia de su compañero dejaron de ofrecerse a sus ojos revestidas de artística inocencia, y la cuasi desnudez de ambos le infundió pánico. La decencia, en lo que tiene de ley de civilización y de ley de naturaleza, alzose entre Celín y la señorita de Pioz, que aterrada de la fascinación que su amigo lo producía, no quería mirarle; mas la misma voluntad de no verle la impulsaba a fijar en él sus ojos, y el verle era espanto y recreo de su alma.

En esto Celín la estrechó más, y ella, cerrando los ojos, se reconoció transfigurada. Nunca había sentido lo que entonces sintiera, y comprendió que era gran tontería dar por acabado el mundo, porque faltase de él D. Galaor de Polvoranca. Comprendió que la vida es grande, y admirose de ver los nuevos horizontes que se abrían a su ser. Celín dijo algo que ella no comprendió del todo. Eran palabras inspiradas en la eterna sabiduría, cláusulas cariñosas y profundas con ribetes de sentimiento bíblico. «Yo soy la vida, el amor honesto y fecundo, la fe y el deber...». Pero Diana estaba turbadísima, y con terror le contestó:

-Déjame, Celín. Me has engañado. Tú eres un hombre.

Y al decir esto, ambos vacilaron sobre las ramas y cayeron horadando el follaje verde. Los pájaros que en aquella espesura dormían huyeron espantados, y la abrazada pareja destrozaba, en su veloz caída, nidos de aves grandes y chicas. Las ramas débiles se tronchaban, doblándose otras sin hacerles daño y la masa de verdura se abría para darles paso, como tela inmensa rasgada por un cuchillo. La velocidad crecía, y no acababa de caer, porque la altura del árbol era mayor que la de las torres y faros; más, muchísimo más. La copa de aquel lindaba con las estrellas. Diana empezó a desvanecerse con la rapidez vertiginosa, y al caer a tierra... plaf, ambos cuerpos se estrellaron rebotando en cincuenta mil pedazos.

Al llegar aquí, Gaspar Díez de Turris suelta la pluma y se sujeta la cabeza con ambas manos; su cráneo iba a estallar también. En una de las manotadas que el exaltado cronista diera poco antes, derribó al suelo con estrépito media docena de botellas vacías que en su revuelta mesa estaban. El chasquido del vidrio al saltar en pedazos le sugirió sin duda la idea de que los cuerpos de Celín y Diana habían rebotado en cascos menudos como los botijos que se caen de un balcón a la calle. Luego se serenó un poco el gran historiógrafo y pudo concebir lo que sigue:

Diana despertó en su lecho y en su propia alcoba del palacio de Pioz, a punto que amanecía. Dio un grito, y se reconoció despierta y viva, reconociendo también con lentitud su estancia, y todos los objetos en ella contenidos. Parece que aquí debía terminar lo maravilloso que en esta Crónica tanto abunda; pero no es así, porque la señorita Diana se incorporó en el lecho, dudando si fue sueño y mentira el encuentro de Celín, el árbol y la caída, o lo eran aquel despertar, su alcoba y el palacio de Pioz. Por fin vino a entender que estaba en la realidad, aunque la desconcertó un poco el escuchar un rumorcillo semejante al arrullo de las palomas. Mira en torno, y ve un gran pichón que, levantando el vuelo, aletea contra el techo y las paredes.

-Celín, Celín -grita la inconsolable obedeciendo a la inspiración antes que al conocimiento. Y el pichón se le posa en el hombro y le dice:

-¿No me reconoces? Soy el Espíritu Santo, tutelar de tu casa, que me encarné en la forma del gracioso Celín, para enseñarte, con la parábola de Mis edades y con la con contemplación de la Naturaleza, a amar la vida y a desechar el espiritualismo insubstancial que te arrastraba al suicidio. He limpiado tu alma de pensamientos falsos, frívolamente lúgubres, como antojos de niña romántica que juega a los sepulcritos. Vive, ¡oh Diana! y el amor honesto y fecundo te deparará la felicidad que aún no conoces. Estáis en el mundo los humanos para gozar con prudente medida de ll poquito bueno que hemos puesto en él, como proyección o sombra de nuestro Ser. Vive todo lo que puedas, cuida tu salud; cásate, que Yo te inspiraré la elección de un buen marido; ten muchos hijos; haz todo el bien que puedas, y tiempo tendrás de morirte en paz y entrar en Nuestro reino. Adiós, hija mía; tengo mucho que hacer. Sé buena y quiéreme siempre.

Diole por fin dos tiernos picotazos en la mejilla, y salió como una bala, horadando la pared de la estancia en su rápido vuelo.

Madrid.- Noviembre de 1887.