Cena de Navidad

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Cena de Navidad
de Emilia Pardo Bazán


Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica.

Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado -y no había más remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».

Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.

Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.

Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me interpelaban.

-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!

El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:

-¡Hala p’alante!

Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:

-¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!

Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:

-¡Hala p’alante!

Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro:

-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.

Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.

La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera.

-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...

La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:

-A esatarle.

Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:

-Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...

Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.

Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.

-Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa.

Carmelo me miró con siniestra frialdad.

-Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco...

Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré:

-No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre...

Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.

-Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.

Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.

-Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?

-Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío.

¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí...

Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...

-Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!

En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...

-Adiós, señó Carmelo -le dije-. Su cena estaba riquísima...

-¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! -respondiome brutalmente.