Cinco libros de historias: Libro 1

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​Primer libro de las historias de Rodolfus Glaber
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Los cinco libros de historia de su tiempo desde la elección como rey del muy poderoso Hugo Capeto del monje cluniacense Rodolfo Glabro hasta el año 1046.

De Rodolfo Glaber, para Odilón, el más ilustre de entre los hombres destacados, padre de la abadía de Cluny

A menudo me ha conmovido la justísima queja de mis hermanos de estudios, que muy a menudo he hecho mía, de por qué en nuestros tiempos no existe nadie, ni entre la Iglesia de Dios ni entre el laicado, que no redacte para los hombres del futuro en algún tipo de escrito todos los diversos hechos que es evidente que están sucediendo y que no deben ocultarse; especialmente cuando, de acuerdo con el testimonio del Salvador, él mismo estará realizando nuevas acciones en el mundo con la ayuda del Padre y la cooperación del Espíritu Santo y porque durante casi 200 años (esto es, desde Beda, el sacerdote britano, o Pablo de Italia, los cuales describieron la historia de su propia gente o de su país) no ha habido quien los haya puesto por escrito a modo de historia para un futuro. Evidentemente, es obvio que tanto en el mundo romano como en el de allende el mar como en las provincia romanas ha tenido lugar una enorme cantidad de acontecimientos que, si se entregan para el recuerdo, resultarían especialmente provechosas para los hombres y favorecerían en gran medida en cada uno de ellos el estudio de la cautela y la prevención, tanto más cuanto, como se suele decir, acaecieron muchos más sucesos de lo habitual alrededor del año 1000 de la encarnación de Cristo Salvador.

Así las cosas, voy a obedecer en la medida que me sea posible vuestra recomendación y el deseo de mis hermanos y mostraré la historia desde sus inicios, aunque a veces el cómpute de años desde el origen del mundo según las historias de los hebreos discrepe de la traducción de los 70 intérpretes, sin embargo sabemos con toda certeza que en el año 1002 de la encarnación del Verbo fue el primer año del rey Enrique de los sajones y el mismo año 1000 del Señor fue el 13º del rey Roberto de los francos: esos dos reyes fueron considerados entonces en nuestro mundo aquende el mar como los más cristianos y destacados. De ellos, el primero, es decir, Enrique, asumió el poder de Roma y por esto hemos establecido su recuerdo como guía para nuestra línea temporal. Además, como vamos a relatar los eventos de las cuatro partes del mundo, creemos, en tanto que hablamos con religiosos, adecuado incluir al inicio de nuestra obra, con la guía del Señor, la doctrina de la divina y abstracta cuaternidad y de su forma en su conjunto.

LIBRO PRIMERO[editar]

La divina cuaternidad[editar]

Dios, creador de todas las cosas, las ha diferenciado con múltiples formas y figuras para, a través de cuanto ven los ojos o entiende la mente, elevar al hombre erudito hasta el reconocimiento simple de la Divinidad. En un primer momento, descollaron los padres griegos de la Iglesia Católica, aunque filósofos mediocres, examinando y reconociendo estos aspectos; luego, cuando ya tuvieron entrenados sus sentidos en multitud de campos, llegaron a especular sobre alguna clase de cuaternidad, por la que nos es posible entender el mundo presente, inferior, y el mundo futuro, superior: las cuaternidades y sus reflejos, una vez que las empezamos a desentrañar con precisión, vuelven más ágil la mente al mismo tiempo que el intelecto de quienes las han investigado.

Cuatro son los Evangelios, que en nuestra mente constituyen el mundo superior; en igual número existen los elementos que conforman este mundo inferior. También son cuatro las virtudes que encabezan a las demás y nos llevan, al admirarlas, al resto; por igual motivo, cuatro sentidos tiene el cuerpo, a excepción del tacto que está subordinado a los otros, más finos. Así, lo que es el elemento del éter ígneo en el mundo sensible se corresponde con la prudencia en el intelectual, pues se eleva más alto y anhela con todas sus fuerzas estar cerca de Dios; lo que es el aire en el mundo corpóreo es la fortaleza en el intelectual, que hace crecer a todos los seres vivos y da fuerzas a los seres móviles para actuar; de igual manera, lo que genera el agua en el mundo corpóreo lo produce la templanza en el intelectual, en efecto, que es la que alienta las buenas acciones, de la que emanan abundantes virtudes y la que protege la fe por el deseo del amor de Dios; también la tierra provoca en el mundo inferior una semblanza a lo que es la justicia en el intelectual, evidentemente, una base consistente e invariable para un reparto justo.

A través de la realidad se puede reconocer una constitución espiritual de los Evangelios similar: así pues, el evangelio de Mateo alberga la figura mística de la tierra, porque es el que muestra más abiertamente que los demás la sustancia en carne del Cristo hombre; el de Marco, la templanza, que se corresponde con el agua, cuando muestra la atemperada penitencia del bautismo de Juan; el de Lucas se asemeja al aire y la fortaleza, porque se ve reforzado por la gran cantidad de historias que contiene en su relato; el de Juan, al éter ígneo y la prudencia y, dado que es más sublime que los demás, expone claramente la forma [divina] mientras sutilmente presenta un conocimiento y una fe en Dios simples. Además, a cualquier hombre le conviene asociarse a estas conexiones teóricas entre elementos y virtudes y Evangelios, ya que todo esto, aún invisible, ha sido creado para él en calidad de regalo, tal y como los filósofos griegos llamaron a la sustancia de la vida μικρόκοσμον, es decir, pequeño mundo.

Por su parte, la vista y el oído, que administran el intelecto y la razón, se parecen al éter superior, más ligero que el resto de elemento y, cuanto más ligero, tanto más honorable y lúcido. Le sigue el olfato, que muestra similitud al aire y la fortaleza; el gusto ofrece una semejanza pareja y bastante similar al agua y la templanza y, por tanto, el tacto, el más inferior de todos, más sólido y estable que los demás, presenta con toda lógica la huella de la tierra y la justicia. Es evidente (y muy hermoso) observar que la propia forma en como está constituida la naturaleza ante nuestros mismos ojos predica en silencio la presencia de Dios: en efecto, todo movimiento regular de ida presagia una vuelta y tanto la ida como la vuelta persiguen volver a su predecible estado originario para poder reposar en él.

Queda claro, además, que, a partir de la teoría que hemos expuesto, podemos observar sin temor a equivocarnos que el río que mana del Edén en Oriente se distribuye en cuatro ríos famosísimos. De estos, el primero, el Fisón, que se denomina apertura de la boca, se refiere a la prudencia, que siempre es útil y la poseen los mejores; además, el hombre fue expulsado del Paraíso por un descuido, por lo que es menester tomarla por guía por volver. El segundo es el Geón, que significa agujero de la tierra y se refiere a la templanza, que alienta la pureza y elimina las malas hierbas de los vicios para nuestra salvación. El tercero es el Tigris, a cuyas orillas habitan los asirios, que significa los directores: por esto, sin duda, se refiere a la fortaleza, que evidentemente lleva a los hombres, con la ayuda de Dios, al gozo del reino eterno tras rechazar los vicios de los pecados. El cuarto, el Éufrates, cuyo nombre recuerda a abundancia, claramente designa a la justicia, que alimenta y fortalece a toda alma que la desee con amor.

Así pues, aunque el significado de estos ríos se relaciona en su esencia con las características de las virtudes que hemos descrito así como con la forma de los cuatro Evangelios, no es menos cierto que esas mismas virtudes se ven reflejadas en las cuatro eras temporales de este mundo secular. Desde el inicio del mundo hasta la venganza del diluvio, tuvo gran fuerza la prudencia gracias a la bondad de aquellos que conocieron a su Creador por el amor a una naturaleza simple, como sucedió con Abel, Enoc, Noé o los demás que, reforzándose en la razón de su mente, entendieron qué les convenía hacer. En la era de los patriarcas, desde Abraham y el resto, que disfrutaron de señales y visiones, como Isaac, Jacon, José y los demás, queda demostrada una templanza bien formada, ya que ellos amaron al Autor por encima de todo en la adversidad y en la prosperidad. También en la era de los profetas, desde Moisés y los demás, unos hombres en extremo resistentes, apoyados en la institución de unos preceptos legales, se consagra la fortaleza, que ellos demuestran aplicando con esmero los difíciles preceptos de la ley. Finalmente, desde la llegada del Verbo encarnado, la justicia ha llenado, rodeado y gobernado todo este tiempo como el fundamento y final de las demás virtudes, según la palabra de la Verdad dicha a Juan Bautista: “Es menester que cumplamos toda justicia.” [1]

Vamos, por tanto, a relatar las obras de aquellos hombres que fueron ilustres (evidentemente, en el mundo romano) por su destacada fe católica o por el cultivo de la justicia desde el año 900 de la encarnación del Verbo que todo lo crea y le da vida hasta nuestros días, según seamos capaces de descubrirlo en algún tipo de relato o porque nosotros lo hayamos vivido. Pero, antes de relatar los acontecimientos que afectaron tanto a las sagradas Iglesias como a ambos pueblos, vamos orientar nuestro relato hacia aquel imperio que antaño fue el más importante del mundo, el romano.

Una vez que la virtud de Cristo omnipotente amoldó a los reyes de todas las tierras a su imperio, tanto menos poder tuvo el reino de terror de los César cuanto más veraz se reveló el juicio de aquellos que afirmaban que ese imperio se sostenía más en el miedo a su fiereza que en el amor a su necesaria humanidad. Al final, todo aquel linaje poco a poco se vio repartido y anulado por todo el imperio antes mencionado, de tal manera que el estado romano y su pueblo, que antaño acostumbraba a imponer sus leyes y decretos a otras familias y comunidades, ahora iba perdiendo más y más control sobre sus propios asuntos. Entonces empezaron muchos pueblos a los que antes habían sometido a agredirlos con frecuentes incursiones y algunos de los reyes de las provincias externas llegaron incluso a secuestrar el nombre de aquel imperio. Por aquel entonces, los reyes de los francos fueron, de toda la Cristiandad, los más capaces, excelsos y destacados en su uso de la justicia y aventajaban a los demás en el uso de las armas así como en su fuerza militar. Su victorioso y triunfal poder adquirió, por muchos años, la máxima distinción de imperio y entre aquellos reyes brillaron particularmente Carlos, llamado el Magno[2], y no menos Ludovico, llamado el Pío. Estos, con sus prudentes decisiones y valentía, sometían a su dominio en cada ocasión a sus enemigo, hasta tal punto que todo el mundo romano servía, como una familia, a sus emperadores y, además, todo el estado se regocijaba más con esa guía paternal que con la aparente seguridad causada por el miedo a los emperadores. Pero como no nos hemos propuesto relatar sus hazañas ni narrar las gestas familiares a modo de historia, nos hemos preocupado de investigar cuál fue el final del reinado o imperio de aquel linaje.

Los reyes de esta prosapia se mantuvieron como emperadores tanto en Italia como en las Galias hasta el último rey, Carlos llamado el Simple. Este finalmente escogió entre los nobles de su reinado a un tal Heriberto, al cual había tomado por hijo a través de un bautizo, del cual, sin embargo, podría haber sospechado debido a su carácter intrigante antes de descubrir sus múltiples insidias. En efecto, cuando Heriberto decidió engañar al rey, le invitó a una de sus fortalezas con el pretexto de unas deliberaciones para atraerlo y encadernarlo en la prisión; finalmente, alguien le sugirió al rey que se moviera con total cautela para no caer en las trampas de Heriberto. El rey decidió hacer caso del consejo y moverse con cautela, pero sucedió que un día entró sin problemas en el palacio del rey Heriberto con su hijo. El rey, levantándose, fue a darle un beso y él, agachando totalmente el cuerpo, recibió el beso del rey; después, al ir a besar al hijo, el hijo, que aunque joven e inexperto en los engaños estaba al tanto de la argucia, se mantuvo de pie y no se postró ante el rey. Entonces el padre, que estaba al lado, golpeó al joven con gran fuerza en la espalda mientras decía “Ante un hombre mayor, y especialmente ante el rey, no se debe tener el cuerpo levantado para recibir el beso”.

Cuando vieron esto el rey y todos los presentes, creyeron que los engaños y tramas de Heriberto contra el rey eran falsos y, al saber que el rey ya no sospechaba de él, insistía con mayor ahínco que acudiera a una de sus fortaleza para deliberar, como ya había rogado antes. El rey prometió que enseguida iría a donde quisiera y así, llegado el día designado, el rey acudió adonde Heriberto le había pedido, llevando solo una pequeña escolta en símbolo de amistad. Aquel acogió al rey con todo el boato el primer día y el segundo, como si fuera una orden del rey, el propio Heriberto pidió a todos los que acompañaban al rey que regresaran a sus domicilios, como si su propia guardia fuera suficiente para guardar al rey. Ellos, tras escuchar estas palabras, se marcharon sin saber que habían dejado a su rey encadenado, al cual tuvo Heriberto encarcelado hasta el día de su muerte. El propio rey había engendrado también a un hijo de nombre Luis, todavía un niño, el cual, en cuanto conoció lo que le había sucedido al padre, cruzó el Oceáno y permaneció allí hasta llegar a la edad adulta.

El rey Rodolfo (o Raúl de Borgoña)[editar]

Por aquel mismo tiempo vivía Rodolfo, hijo de Ricardo, duque de Borgoña, un joven de buen cuerpo y una inteligencia precisa. Él había tomado por esposa a Emma, una mujer ilustre tanto por su inteligencia como por su prestancia, hermana a la postre de Hugo el grande, de cuya fuerza militar dependía el reino de los francos. Él, cuando vio que el reino había sido privado de su rey y sabiendo que la reinstauración del rey dependía de su voluntad, envió un mensaje a su hermana solicitándole que escogiera al que ella considerase el mejor para ocupar el trono real, ya fuera a él, su hermano, o al esposo que hemos mencionado antes, Rodolfo. Como le habían consultado, ella respondió con prudencia que prefería besar las rodillas de su marido como rey que de su hermano. Hugo, en cuanto supo la respuesta, se alegró y se mostró de acuerdo y cedió el trono real a Rodolfo. Este Rodolfo, como carecía de descendencia al morir, fue el único de su linaje que ocupó el trono. Hugo fue hijo de Roberto, conde de París, que había sido rey durante un breve tiempo y que murió a manos del ejército sajón. Ya nos hemos extendido lo suficiente con esta familia, porque todo lo anterior es muy oscuro.

El rey Lotario[editar]

Entonces, los próceres del reino escogieron a Luis, hijo del rey Carlos que antes hemos mencionado, y lo ungieron como rey para gobernar sobre ellos por derecho de herencia. En efecto, el ya mencionado Heriberto había sufrido una cruel muerte pues, castigado por una languidez de origen divino, según se acercaba al final de sus días y los suyos le preguntaban tanto por la salvación de su alma como por la disposición de sus propiedades, no respondía nada más que esto: “Doce fuimos los que nos comprometimos a traicionar a Carlos.” Y repitiendo esto una y otra vez murió. Después, Luis tuvo un hijo con Gerberga, hija del duque Gisleberto, al que puso de nombre Lotario. Este, de cuerpo ágil y saludable y sensato de mente, recibió la corona e intentó reunificar el reino a su anterior forma, pues parte del reino superior, que todavía se denomina reino de Lotario (Lotaringia o Lorena), la había incorporado a su reino, Sajonia, el rey Otón, entonces emperador romano. Finalmente, Luis intentó capturar a este mismo Otón (el segundo, hijo del primero, Otón el grande) en su palacio de Aquisgrán pero, como alguien le había avisado a escondidas previamente del complot, de noche consiguió escaparse con su mujer y salvarse. Finalmente Otón, tras reunir a un ejército de 60.000 o incluso más soldados entró en Francia y llegó hasta París, donde se demoró por tres días; después empezó a volver hacia Sajonia; por su parte, Lotario, que había reunido en una sola fuerza a todas las tropas de Francia y Borgoña, persiguió a Lotario hasta el río Mosa y consiguió matar a muchos de los que huían en el mismo río. Después de esto, ambos dejaron la guerra, aunque Lotario consiguió menos de lo que deseaba.

Lotario tuvo también a un hijo llamado Luis y, cuando aún era un joven adulto, decidió que reinaría tras él. Le consiguió una esposa de Aquitania que, como era astuta, en cuanto se dio cuenta de que el hijo era menos inteligente que el padre, decidió divorciarse de él y sugirió que se volvieran a la Provenza, de donde había venido, que por herencia ella recibiría. El hijo, que no comprendió la argucia de su mujer, se preparó para marchar con ella tal y como le había aconsejado pero, cuando llegaron allí, su mujer lo abandonó y se fue con su familia. Cuando le llegó la noticia al padre, fue a recuperar a su hijo y se lo llevó de vuelta consigo. Ambos vivieron juntos desde entonces y, después de algunos años, murieron los dos sin tener descendencia. Con ellos, este linaje real (o más bien imperial) llegó a su fin.

Los que fueron brevemente emperadores romanos[3][editar]

Cuando se agotó el linaje de los reyes que acabamos de describir, asumieron el cetro del Imperio Romano los reyes de Sajonia. De ellos, el primero fue Otón, hijo de Enrique, rey de Sajonia, cuya hermana, Haduide, la tomó por esposa Hugo, duque de los francos, de sobrenombre el grande. Este Otón no fue distinto a los reyes que anteriormente habían gobernado en cuanto a la gloria y vigor que reportó, y se mostró particularmente generoso en sus donaciones a la Iglesia y a las limosnas. En los tiempos de su reinado, los sarracenos, partiendo desde las tierras de África, consigueron ocupar con gran valentía unos lugares especialmente seguros en los Alpes y desde esa base temporal devastaron repetidas veces todas las tierras circundantes y ocuparon su tiempo en diversas correrías.

En este mismo momento sucedió que el beato padre Mayolo, al volver de Italia, se encontró con esos mismos sarracenos en un desfiladero de los Alpes. Ellos lo raptaron y lo llevaron con todos sus seguidores a los lugares más recónditos de las montañas a pesar de que el propio padre había recibido una grave herida en la mano cuando había detenido con ella el golpe de un proyectil que iba a alcanzar a uno de los suyos. Tras repartirse todas las posesiones del padre, le preguntaron si en su país era lo suficientemente rico como para pagar su rescate. Entonces el hombre de Dios, cuya dignidad quedaba realzada por su afabilidad, les contestó que él no poseía nada en este mundo ni quería poseer nada en particular, aunque no negó que entre los suyos muchos poseían tierras y riquezas para pagar el rescate. En cuanto lo escucharon, le solicitaron que enviase a uno de los suyos para que les trajera el pago por su propio rescate y el de sus seguidores; además, ellos habían determinado la cantidad que debían pagar: mil libras de plata, para que así, sin duda, cada uno de ellos recibiera una. Envió, pues, el hombre santo una brevísima carta a través de uno de sus seguidores al monasterio cluniacense que dirigía en la que decía: “Señores y hermanos cluniacenses, el hermano Mayolo ha sido desafortunado y le han capturado. Los ríos de Belial me han rodeado, el lazo de la muerte me ha alcanzado. Enviad, si os parece bien, el recate por mí y por los que han sido capturados conmigo.” Cuando llegó la carta a los frailes del monasterio ya mencionado, brotó en ellos una tristeza y pena incomparables en vida y la noticia también fue recibida con enorme tristeza por todo el país. Los mismos frailes tomaron cuantos enseres y ornamentos había en todo el monasterio y reunieron el recate necesario por el pío padre.

Pero este hombre santo en vida, mientras los sarracenos lo mantuvieron cautivo, no pudo ocultar su enorme valía. En efecto, cuando le ofrecieron a la hora del almuerzo la comida con la que se alimentaban, carne y un pan especialmente duro, y le animaban a comer, él respondió: “Si realmente tengo hambre, el Señor se encargará de alimentarme; no comeré de estos alimentos porque no lo necesito.” A uno de aquellos hombres, que contempló entonces su aura de santidad, la piedad lo movió a librar sus brazos, limpiárselos y preparar en su escudo a la vista del venerable Mayolo un pan muy limpio, que enseguida coció y se lo entregó con gran respeto. Mayolo entonces tomó el pan y, tras orar según era su costumbre, comió de él y dio gracias al señor. También otro de aquellos sarracenos, mientras tallaba con su cuchillo una pequeña lanza de madera, puso el pie sin dudarlo sobre el libro del hombre de Dios, la Biblia, que acostumbraba a llevar siempre consigo. Al verlo, el santo lanzó un gemido y algunos de los sarracenos menos agresivos, cuando se dieron cuenta, increparon a su compañero, diciéndole que no debía menospreciar a los grandes profetas como para pisar con sus pies sus palabras, pues los sarracenos leen a los profetas hebreos (o, más bien, cristianos) y afirman que en uno de los suyos, al que llaman Mahoma, se completan todas las profecías que los sagrados vates predijeron sobre Cristo nuestro Señor. Pero, para dar mayor razón a su error, también tienen sus propias genealogías a imitación de la que aparece en el evangelio de Mateo, que narra a modo de registro genealógico la sucesión desde Abraham hasta Cristo, descendiendo a través de Isaac, de cuya semilla nacerá la bendición para todos que fue prometida y profetizada. Ellos afirman que Ismael engenedró a Nabayot y de allí llegan hasta su error y ficción, que está evidentemente tan alejado de la verdad como es extraño a la doctrina de la sagrada y santa Iglesia. Además, para realzar más la santidad de Mayolo, al que había pisado la Biblia ese mismo día, por una casualidad (o, mejor dicho, por el juicio de Dios) los demás lo atacaron enfadado y le cortaron el pie: después de esto, la mayoría de ellos empezaron a mostrarse más amables y respetuosos. Finalmente, algunos de los frailes llegaron al lugar a toda prisa y, tras entregar a los sarracenos el rescate prefijado, llevaron de vuelta al padre con los hombres que habían sido capturados con él; por último, los propios sarrecenos, en un lugar denominado Fraxinet, fueron rodeados por el ejército de Guillermo el duque de Arles y murieron todos rápidamente, para que no pudiera volverse ninguno a su país.

En esa misma época, murió el emperador Otón del que antes hablamos, y asumió el mando sobre el mismo imperio su hijo, Otón II, que gobernó con bastante arrojo mientras vivió. Pues bien, mientras él reinaba, el venerable obispo Adalberto, de la región que en lengua eslava se denomina Bethe, que dirigía la iglesia del mártir S. Vitisclodo en la ciudad de Praga, partió hacia el territorio de los bruscos para predicar la palabra de la salvación y, con sus múltiples prédicas, muchos de aquellos se conviertieron a la fe cristiana. Entonces predijo ante los suyos que él allí iba a recibir la coronación del martirio pero igualmente les avisó de que no tuvieran miedo, porque no iba a morir nadie más que él. Sucedió entonces que un día, mientras el obispo exponía sus enseñanzas, vio que había junto al río un árbol en el que todos los habitantes del lugar realizaban sus supersticiosos sacrificios: decidió entonces cortarlo y, tras levantar allí mismo un altar y consagrarlo, él solo preparó todos los rituales de la misa y, cuando estaba listo para realizar los sacramentos, fue atravesado por diversas armas arrojadizas lanzadas por los infieles, pero se mantuvo con vida hasta que pudo acabar con la santa misa. Después sus discípulos tomaron el cuerpo de su señor y lo llevaron de vuelta a su propia patria: por sus hazañas muchos hombres se han visto muy beneficiados hasta nuestros días.

Poco después murió Otón, después de realizar muchas nobles hazañas y haber dejado el reino en un estado adecuado, al que siguió su hijo Otón III, un joven de casi doce años que, aunque joven, era fuerte y avispado y tomó por derecho de herencia el gobierno del Imperio. Al inicio de su reinado sucedió que la sede apostólica de la ciudad de Roma quedó vacante y este emperador se sirvió de la prerrogativa imperial para elegir a un pariente suyo, hijo de un duque, y ordenar que fuera él el escogido según lo habitual para gobernar la sede apostólica. Esto se realizó sin demora, pero dio pie a una enorme calamidad: había un tal Crescencio, un arrogante ciudadano de Roma que, como es costumbre entre ellos, cuanto más rico era, más fácilmente se dejaba llevar por la avaricia. Él, como quedó claro por lo sucedido, no era partidario de Otón, pues al mismísmo pontífice, al que, como hemos dicho, Otón había ordenado que fuera escogido, el mismo Crescencio, tras privarle de todo honor, lo expulsó de Roma y eligió sin vergüenza alguna a otro en su lugar. Pero en cuanto Otón descubrió esta acción, se encendió de ira y con un gigantesco ejército se acercó a Roma; cuando Crescencio supo que aquel se acercaba a la ciudad, subió con los suyos a una torre que está ubicada al otro lado del Tíber, fuera de la ciudad, llamada Entre Cielos por su altura, la fortificó y se dispuso a defenderla hasta la muerte. Con todo, una vez que llegó el emperador a la ciudad, ordenó que en un primer lugar se capturase a aquel pontifíce desprotegido, elegido por la soberbia de Crescencio, y, una vez capturado, mandó que se le amputasen las manos, como si fueran sacrílegas, y después que le cortasen las orejas y le sacasen los ojos. Después, cuando finalmente supo que Crescencio se había atrincherado en una torre, a la que evidentemente iba a acudir para darle una cruel muerte, ordenó que su ejército la rodease con un potente cerco para que Crescencio no ofrecerle ninguna oportunidad de escapar; mientras tanto, por orden del emperador, se construyó alrededor unas máquinas fabricadas a partir de madera de los abetos más altos. Cuando Crescencio vio que no tenía forma de escaparse, aunque tarde, le llegó la idea de pedir perdón; sin embargo, no vio forma de conseguirlo. Así pues, un día, con la aquiescencia de algunos miembros del ejército del emperador, salió Crescencio a escondidas de la torre, cubierto con una capa y embozado el rostro, y llegando de improviso corrió a los pies del emperador, suplicando piedad al emperador para salvar la vida.

Cuando el emperador lo vio, se giró hacia los suyos y, como estaba con un humor agrio, dijo: “¿Por qué habéis permitido entrar a las chozas de los sajones al rey de los romanos, juez supremo, legislador y elector de pontífices? Ahora llevadlo de vuelta a un trono digno de su majestuosidad hasta podamos preparar una recepción digna de su honor.” Sus seguidores lo tomaron en brazos y, como les había sido ordenado, lo llevaron de vuelta a la entrada de la torre sin hacerle daño; cuando Crescencio entró en la torre, anunció a todos los que habían quedado encerrados con él que tan solo les quedaba vivir cuanto esa torre resistiera a la captura enemiga y que no debían esperar ningún tipo de salvación más allá de esa. Por su parte, el ejército del emperador por fuera se dio prisa en acercar las máquinas y poco a poco fueron llegando a la torre: así se inició el combate, mientras unos intentaban entrar por arriba, otros trataban de romper la puerta de la torre y, al conseguirlo, se abrieron paso a la fuerza y subieron hacia lo alto de la torre. Crescencio entonces miró a su alrededor y vio que lo rodeaban aquellos que pensaba que más podrían protegerlo en un combate pero, al final, fue capturado gravemente herido, mientras que todos los que lo rodeaban fueron asesinados, y preguntaron al emperador qué hacer con él. Aquel respondió: “Arrojadlo, a la vista de todos, desde las almenas superiores, para que los romanos no digan que les hemos robado a su rey.” Lo arrojaron, pues, como les había sido ordenado, y después lo ataron a unos bueyes y arrastraron su cadáver por los desagües de las calzadas y al final, a la vista de todo el pueblo, lo dejaron colgado de un poste muy alto. Tras acabar con esto, el emperador decidió escoger a Gerberto, arzobispo de Rávena, como el Pontífice supremo de Roma. Este Gerberto nació en la Galia y, aunque era de un linaje menor, era de un finísima inteligencia y tenía una completísima educación en las artes liberales; también fue nombrado arzobispo de los remos (=Rheims) por el rey Hugo de los francos. Pero como era, como dijimos, muy inteligente y precavido, comprendió que Arnulfo, arzobispo todavía vivo de esa misma ciudad, intentaría recuperar su cargo por más que fuera un nombramiento real, así que con cautela fue a ver a Otón. Este lo acogió con los honores adecuados e inmediatamente lo nombró arzobispo de Rávena y después, como dijimos, lo ascendió a pontífice de Roma.

También sucedió en esta época que el mismo emperador, tanto a sugerencia del propio pontífice como de otros que dirigen la casa de Dios movidos por su celo religioso, se vio en la obligación de expulsar de la Iglesia de San Pablo a algunos que se hacían llamar monjes por su comportamiento pernicioso y reemplazarlos por otros, a los que llamamos canónigos, para que ocupasen ese mismo lugar. Cuando intentó hacer cumplir su decreto, se le apareció por la noche en una visión el apóstol Pablo, que se preocupó de advertir al mismo emperador con estas palabras: “Si de verdad es tu celo por el servicio a Dios el que te incita a realizar las mejores obras, ten cuidado de no cambiar de orden a los monjes a los que has expulsado: aunque sea una organización depravada, no es conveniente nunca cambiar o alterar una orden eclesiástica: cada uno debe ser juzgado en la propia orden en la que se comprometió a servir a Dios en un principio y enemendarse, aunque corrupto, donde decidió acoger su vocación.” Con este consejo, el emperador contó a los suyos lo que había oído del Apóstol y, con cuidado, pudo mejorar la orden de monjes, en vez de expulsarla o cambiarla. Entretanto, perdiendo el norte, tomó por esposa a la mujer de Juan Crescencio, de la que se divorció poco después, igual de desnortado que la había tomado. Al final, queriendo volver a Sajonia, le encontró la muerte en Italia. Entonces el ejército que había llevado consigo, al verse privados de su señor, se reunieron en un solo cuerpo y, para que no los matasen aquellos a los que ellos habían atacado, pusieron el cadáver del emperador difunto en un caballo delante del ejército y así llegaron sanos y salvos a su patria y le dieron la merecida sepultura en el monasterio de la siempre virgen Santa María de Aquisgrán.

Asumió entonces el poder sobre el reino de los sajones, después de Otón III, Enrique, pariente suyo aunque no de su reino, que fue nombrado emperador romano. Pero a partir de ahora es menester rememorar con qué desgracias, tanto externas como internar, fue azotado el mundo romano bajo el reinado de cada uno de los reyes anteriores. Es de todos bien sabido que aquel imperio, el más destacado del mundo, fue dividido por los hombres de antaño, de tal manera que Roma debía tener la primacía sobre toda el mundo latino así como Constantinópolis debía ser la ciudad capital en las regiones más allá del mar tanto para los griegos como para el resto de pueblos. Si bien ambas partes supieron encajar la división, después poco a poco las dos fueron acostumbrando a ver reducido su poder, hasta que al final uno se vio limitado y reducido en extensión en varias guerras y el otro fue gobernado por extranjeros. Y como cada vez se gobernaba más con los medios de la tiranía y menos con un respeto generoso o con una herencia original, de igual manera se castigaba cada vez más la tiranía de los gobiernos con frecuentes ataques de los antes sometidos.

El azote de los infieles[editar]

Por último, alrededor del año 900 de la encarnación del Verbo, llegó desde Hispania Algalif, rey de los sarracenos, hasta Italia, con un ejército enorme para saquear con todos los suyos todas las propiedades de allí y destruirlas a sangre y fuego. Una vez que llegó, devastó todo el norte de Italia hasta llegar a Benevento y tan solo los líderes de algunas ciudades ciudades reunieron un ejército y se atrevieron a enfrentarse a Algalif aunque, cuando se vieron en inferioridad de fuerzas, prefirieron buscar su salvación en la fuga antes que en el combate, como tienen por costumbre esos modernos italianos. Entretanto, volvieron los sarracenos a su país, a África, con su rey y desde aquel momento no dejaron de atacar Italia hasta la época de Almanzor y del emperador Enrique, si bien en muchas ocasiones fueron derrotados tanto por los emperadores como por los duques y marqueses del país.

Por esta misma época, se abatió sobre los pueblos de las Galias una no menor desgracia provocada por enemigos, por la invasión de los normandos (ellos se dieron este nombre porque, a causa del disfrute que les causa el saqueo, partieron de las regiones septentrionales para atraverse a saquear y azotar las occidentales – ciertamente, en su lengua llaman al Septentrión Nort y Mint significa pueblo, de tal manera que normandos significa pueblo septentrional). Estos, que en un principio se limitaban a las regiones alrededor del Oceáno y que se contentaban con unos pequeños tributos, al final acabaron por fundirse en un solo pueblo nada pequeño y, después de eso, erraron por las extensiones del mar y de la tierra con ánimo hostil; hasta llegaron a tomar contral de algunas ciudades y regiones. También por estos tiempos nació un hombre del más ínfimo linaje rústico en las inmediaciones de Troyes llamado Astingo, en un aldea llamada Tranquilo, a unas tres millas de la ciudad. Este joven, aunque muy fuerte físicamente, era de perversa moral y, en su soberbia, despreció el sino de sus pobres padres y prefirió abandonar su país, vencido por su ambición de convertirse en señor; al final, se fue con los normandos y desde un principio se unió a aquellos que se encargan de suministrar víveres al resto del pueblo a través de frecuentes saqueos, a los que llaman flota. A medida que servía en este oficio, se iba volviendo tanto más cruel que los peores de sus compañeros al mismo tiempo que se tornaba cada vez más malvado y, poco a poco, se hizo más poderoso que los demás tanto en fuerzas como en posesiones, hasta que al final todos lo eligieron como señor del mar y la tierra. Una vez que alcanzó este poder, se mostró aún más sanguinario y, sin importarle la crueldad de sus predecesores, empezó a ampliar sus tierras por medio de la violencia. Poco después, tras embarcarse con casi todos sus súbditos, llegó a la región de la Galia Superior con la idea de volver a ver y asolar aquella tierra que había dado a luz a tan gran mal. Cuando llegó, lo destruyó todo a sangre y fuego, peor incluso que un ejército enemigo; tampoco se libró ninguna casa de la Iglesia, a excepción de aquellas guarnecidas en ciudades o fortalezas, a las que profanó de todas las formas posibles y acabó por incendiar. Después de errar por todas las Galias y tras apoderarse de los más ricos botines de todo género de cosas, llevó su ejército de vuelta a sus tierras y así desde entonces tanto el propio Astingo como sus sucesores (es decir, los reyes de aquel pueblo), durate casi 100 años, han impuesto sobre los pueblos a lo largo y ancho de las Galias tales calamidades; además, estas incursiones que hemos relatado se solían producir muy a menudo en el intervalo entre la muerte de un rey o emperador tanto de Italia como de las Galias y la elección de uno nuevo. Pero una vez, cuando el ejército de los normandos, como solía hacer, había decidido atacar las Galias, les salió al paso cuando estaban lejos de sus tierras el respetado Ricardo, duque de Borgoña, padre del rey Rodolfo, como antes hemos relatado, y, tras atacarles, causó tales estragos entre ellos que muy pocos de ellos pudieron escaparse y volver a su patria. Aunque después los propios normandos igualmente devastaron muchas islas y regiones costeras, desde entonces ya no llegaron hasta las zonas bajo el poder los reyes de los francos, a no ser que los mismos reyes los convocasen. Además, poco después, los francos y no pocos de los borgoñones se unieron pacíficamente en matrimonio con los normandos, que ya se habían convertido a la fe católica, y decidieron por consenso llamarse y ser el reino de un solo rey. De ahí surgieron unos duques descatadísimos, como Guillermo y todos los que, después, fueron nombrados por herencia del padre o del abuelo Ricardo. De este ducado la capital fue Rouen.

Así las cosas, aunque estos duques descollaron sobre los demás en su fuerza militar, también destacaron por su afán por mantener la paz del país y por su generosidad, pues toda región que pasaba a estar bajo su dominio parecía formar parte de una sola casa o familia de una sola sangre, en la concordia de una confianza inquebrantable; trataban como a un ladrón o a un bandido a todo aquel que pidiera más de lo justo o a quien robara a otro engañándolo en una venta; también cuidaban de todos los pobres, necesitados y peregrinos como unos padres de sus hijos. También entregaban grandísimos dones a las sagradas Iglesias por casi todo el mundo, hasta tal punto que desde Oriente, desde el conocidísimo monte Sinaí, venían cada año unos monjes a Rouen, que se llevaban muchos regalos de hospitalidad de oro y plata de parte de estos príncipes. Ricardo también envió al Sepulcro del Salvador cien libras de oro y ayudaba con inmensos dones a quienes querían peregrinar hasta Jerusalén.

Después, en el devenir de los tiempos, movida por culpa de los hombres pecadores, nació la discordia entre los dos reyes, es decir, el de los francos y el de los sajones. Esta, que durante mucho tiempo ardió, llevó contra los pueblos de las Galias un terrible azote a modo de oculto juicio de Dios: el rey de los húngaros, con el ejército al completo de todo su pueblo, aprovechando la oportunidad de esta mala discordia, entró en las Galias y devastó todas las regiones una o hasta dos veces, capturó a hombres de ambos pueblos y robó toda clase de posesiones sin que nadie se le opusiera. Esta calamidad se mantuvo con toda su fuerza hasta que los reyes de ambos reinos, con la ayuda de Dios, se unieron con el vínculo de una sola fe y una sola sangre. Acabado así el linaje de los anteriores reyes y calmadas sus disputas, el mundo empezó a renacer bajo la amistosa paz de los nuevos reyes y a someter al reinado de Cristo, a través de la fuente del sagrado bautismo, a los tiranos de todo el mundo. De hecho, el propio pueblo húngaro, después de haber inflingido tantos daños, después de haber llevado tantas calamidades a otros pueblos, se convirtió a la fe católica junto con su rey y así, los que antes acostumbraban a saquear cruelmente los bienes ajenos, ahora gustosamente compartían sus bienes en nombre de Cristo; así, a todos los que habían capturado en sus correrías y que les habían obligado a marchar a las más miserables aldeas por todas partes, si descubrían que eran cristianos, ahora los favorecían como hermanos o hijos.

Por otro lado, parece honesto y justo, y la mejor solución para proteger la paz, que, a fin de que ningún rey osase tomar el cetro del Imperio Romano o pudiera nombrarse a sí mismo o ser emperador, fuera el Papa de Roma el que eligiera y le entregase las insignias reales al mejor para gobernar el Imperio de acuerdo a la honradez de sus costumbres: en efecto, antaño todo tipo de tiranos, impulsados por su propia arrogancia, habían sido elegidos emperadores y habían sido tanto menos adecuados para gobernar cuanto más obvio era que se habían aupado al poder gracias a su tiranía más que a la solidez de su piedad. En el año 710 de la encarnación de Dios, aunque la antigua enseña imperial había tenido anteriormente diversas figuras, el venerable papa de la Sede Apostólica Benedicto ordenó crear esa misma enseña pero desde un punto de vista intelectual: mandó fabricar un objeto dorado con forma de manzana, con cada cuarto ceñido por gemas preciosísimas y con un cruz dorada inserta por encima. Era similar al aspecto de este mundo terrenal, que muestra estar formada con una cierta redondez, para que si algún emperador la observase, tuviera claro que no debía gobernar o luchar en este mundo más que para ser digno de tener la protección de la enseña de la cruz de la vida; después, al observar la decoración de las gemas, que pensase que todo éxito imperial necesariamente debía estar acompañado por la presencia de muchísimas virtudes.

Así pues, cuando con el emperador Enrique, que venía a Roma para ser coronado, se encontró el Papa antes mencionado, que había salido de la ciudad acompañado de una multitud de hombres y de órdenes sagradas según su costumbre, le entregó al emperador esta enseña imperial ante la vista de todo el pueblo de Roma; aquel la tomó gozoso y, después de observarla por todos los costados, como era un hombre sagaz, contestó al papa: “Gran padre, has sido sutil a la hora de ordenar que fabricaran esta enseña como símbolo de nuestra monarquía: me has dado una ingeniosa lección de cómo debe ser moderada.” Después, cogiendo por debajo aquella manzana dorada, dijo: “No hay nadie más adecuado para poseer y contemplar este regalo que aquellos que, después de abandonar todos los lujos del mundo, siguen decididos la cruz del Salvador.” Y entones envió la manza al monasterio de Cluny de las Galias, que en aquellos tiempos se consideraba el más religioso de todos, al cual envió también otros muchos regalos y adornos.

En otro orden de cosas, es necesario explicar una cosa realmente sorprendente: lo que hemos contado, es decir, la conversiones de esos pueblos paganos a la fe cristiana, suele suceder habitualmente en aquellos pueblos que habitan en el Oeste y al Norte; en cambio, rara vez se oye algo similar en los pueblos al Sur y al Este[4]. De esto hubo un presagio muy acertado y veraz en la ubicación de la cruz del Señor, cuando colgaron de ella al Salvador en el monte del Calvario: por un lado, cuando se levantó la cruz en la cima, los sanguinarios pueblos orientales quedaron a su espalda, mientras que al alcance de su mirada quedó Occidente, que se llenaría con la luz de su fe; así, también, fue el dulce Norte el que recibió la bendición de Su omnipotente mano derecha extendida para ofrecer misericordia, mientras que la izquierda quedó para los tumultuosos pueblos del Sur. Sin embargo, aunque hayamos brevemente recordado este presagio, siempre queda el inquebrantable resguardo de nuestra fe católica, porque en cualquier lugar y pueblo, sin excepción, cualquiera que haya renacido en el Sagrado Bautismo y crea que el Padre omnipotente junto con su hijo Jesucristo y el Espíritu Santo forman un solo Dios verdadero, si por su fe ha realizado cualquier buena acción y se ha mantenido en este camino, será aceptado por Dios y disfrutará de una perenne vida feliz. Solo a Dios le compete saber por qué la raza humana es más o menos capaz de conseguir su propia salvación en unos lugares u otros; con todo, hemos repasado estos hechos porque la llegada del Evangelio de Cristo nuestro Señor hasta los límites de esas dos partes del mundo, la septentrional y la occidental, puso el mejor fundamento para la fe sagrada en favor de los pueblos de aquellas regiones y, al contrario, uno peor para adentrarse en las otras dos, la oriental y la meridional, reconociendo sabiamente que aquellos pueblos viven atados a la fiereza de su propio error. Y para que nadie calumnie ni injurie en este lugar al reparto del buen Creador, es menester no obstante examinar sabiamente el canon de las Escrituras. En ellas, se puede encontrar sin lugar a dudas cualquiera de las formas manifiestas de este mundo secular: a saber, que quedan demostradas la bondad e, igualmente, la justicia del propio Creador en aquellos que se han salvado y en aquellos que han muerto pues, al igual que el primer padre de los hombres en un principio había sido elegido por el Autor de todo lo bueno como el juez de su propia salvación, así también el propio Redentor ha hecho entrega de una posibilidad de salvación para todo aquel que la desee alcanzar. Sin embargo, este oculto reparto solamente demuestra con el paso del tiempo que Él, que siempre y al momento ha dispuesto de cualquier cosa, es omnipotente, el único bien verdadero, tanto a través de sus obras piadosas como de las justos castigos en nombre de una necesaria retribución. Esta bondad original nunca queda vacía de piedad, porque siempre está uniendo al seno del hijo nacido de su Deidad a la mayoría de la multitud de hijos del Prevaricador (Adán). Mientras esto sucede en el mundo, ¿qué otra cosa podría ser la que estuviera actuando más que la bondad del Omnipotente, mutable en su inmutabilidad e inmutable en su mutabilidad.

A medida que se acercaba el final del siglo que estamos relatando, todos los acontecimientos sucedían, se decía, con mayor frecuencia. Esto también hace sospechar de qué modo se ha ido manifestando la sabiduría desde el propio inicio del género humano: Adán, el primero de los hombres y, por extensión, todo el linaje humano, indica la existencia de su Dios creador, si bien por motivo del incumplimiento de sus órdenes fue privado de los gozos del Paraíso y castigado con el exilio y ahora se lamenta de su estado miserable entre llantos. Después, se expandió por todo el orbe de la tierra pero, si la sabiduría de la bondad y la misericordia del Creador no los hubieran devuelto a su seno, sin duda que todo el género humano ya hace tiempo que se habría hundido en la sima del error y la ceguera sin remedio. Por esto, desde sus inicios, gracias a los dones divinos del buen Creador, nos han sido transmitidos prodigiosos milagros y portentosas señales a partir de los elementos y, en no menor grado, de oráculos de procedencia divina en boca de los más sagaces de los hombres que inculcaban tanto la esperanza como el miedo. Y al igual que el propio Creador durante el espacio de seis días concluyó la toda la obra de la naturaleza mundana y, tras acabarla, descansó, como es sabido, al séptimo día, así también durante seis mil años ha trabajado con evidente asiduidad para exhibir estas maravillas y educar a los hombres: de todas las eras anteriores, no hubo ninguna que quedara sin algún aviso, algún milagro que anunciase a Dios eterno, hasta que en la actualidad, durante la sexta edad, los hombres han creado una cobertura que tapa este principio natural. En la séptima edad, según se piensa, llegará a su fin el funcionamiento de la naturaleza, de tal manera que, sin lugar a dudas, todo cuanto ha existido tendrá final y reposo en Aquel que hizo que todo tuviera un inicio.

Fin del Libro Primero

Notas[editar]

  1. San Mateo, 3, 5
  2. Conocido en España como Carlomagno
  3. Cuando el autor se refiere al Imperio Romano (o a los emperadores), está hablando de lo que actualmente denominamos el Sacro Imperio Germánico
  4. Para entender este excursus, es necesario saber que desde el punto de vista geográfico/teológico medieval, Jerusalén era el centro del mundo.