Cinco libros de historias: Libro 2
Empieza el libro segundo
La elección de Hugo como rey
[editar]Al igual que alguien que viaja por las anchísimas extensiones del mundo o se adentra remando en el espacio mar que, mientras avanza, fija muy a menudo la mirada en la altitud de las montañas o la abundancia de árboles para así reconocerlos desde lejos y poder llegar a donde se había propuesto sin error, así también a nosotros nos pasa que, deseando mostrar a los hombres del futuro cuanto sucedió en un pasado, nos apoyamos y hacemos avanzar nuestra narración y nuestro ánimo gracias a que relatamos las vivencias de los grandes hombres, para que con esta referencia el propio relato se vuelva más claro y parezca más certero. Así las cosas, en cuanto acabó, como dijimos, el gobierno como reyes de las Galias y emperadores de Italia de ese linaje de los mejores reyes, como Luis, Carlomagno y el resto de su propio linaje, enseguida la monarquía quedó en manos de hombres de una sola familia, como sucedió con los tres Otones que gobernaron el Imperio Romano hasta Enrique, que ya hemos relatado previamente. Ahora vamos a relatar cómo se organizó el reino de los francos desde ese momento.
Tras la muerte de Lotario y Luis, el gobierno de todo el reino de Francia recayó sobre Hugo, hijo de Hugo el Grande que antes hemos mencionado, duque de París, cuyo hermano era el más que conocido duque Enrique de Borgoña: este, reunido con todos los próceres del reino, eligió a Hugo como rey. Como ya hemos recordado, estaban unidos por afinidad familiar a los reyes de Sajonia, porque el primer Otón nació de la hermana de Hugo el Grande. Así pues, no mucho después de asumir el poder sobre el reino de Francia, Hugo percibió que muchos de los suyos, que antes le respetaban, ahora ignoraban su autoridad; sin embargo, como era vivo de cuerpo y mente, apaciguó poco a poco a todos los que se había rebelado contra él. Tenía un hijo que era especialmente sagaz, llamado Roberto, muy ilustrado en las artes literarias; Hugo, por tanto, cuando vio que sus fuerzas empezaban a faltarle, reunió en Orleans, la ciudad de la realeza, a los primados francos y borgoñones del reino e hizo que escogieran, con él como testigo, a su propio hijo Roberto como rey en el año 987 de la encarnación de nuestro Salvador y así, tras unos pocos años y habiendo abdicado, el rey Hugo murió sin problemas. En efecto, Roberto era un rey joven, como dijimos, pero sagaz e ilustrado, de agradable discurso y de destacada piedad: fue gracias a la divina providencia que nuestro Señor escogió a un hombre de este calibre para gobernar al pueblo católico en un momento tan crucial, pues unas desgracias nada pequeñas, presagiadas incluso en portentos de la Naturaleza, se abalanzaron día tras día sobre la Iglesia de Cristo de este reino. A todos estos fenómenos, si no les hubiera hecho frente un rey sabio con la ayuda de Dios, se habrían enquistado y empeorado mucho más la situación.
La ballena y las guerras de Occidente
[editar]En el año 996, se vio a una ballena de un tamaño increíble hundirse en el mar, en un lugar llamado Bernovallis. Venía del norte en dirección oeste y apareció en el mes de noviembre, con la primera luz del amanecer. Parecía una isla y se mantuvo en movimiento hasta la tercera hora del día[1]: causó un gran estupoder y sorpresa entre todos los que la observaban. Y para que nadie dude de lo que estoy contando, aunque hubo muchos testigos, también se puede encontrar muchas descripciones de monstruos similares. Por ejemplo, se puede leer sobre ellas en el libro de las gestas del famoso confesor Bendando, que vivía entre los sajones de Essex, ya que este hombre de Dios, Bendano, había pasado una buena parte de su vida como ermitaño entre los monjes de islas marítimas y se había encontrado con esta bestia u otra similar: un día, mientras navegaba alrededor de esas islas, llegó el crepúsculo y vio a lo lejos lo que parecía una isla, hacia la que fue con todos los que lo acompañaban con la idea de pasar allí la noche. Cuando llegaron allí y desembarcaron en el blando dorso de la bestia, se prepararon para pasar allí una noche. Tras una breve cena, el resto de hermanos entregaron sus cansados cuerpos al dulce reposo, mientras que solo Bendano, hombre de Dios, se quedó vigilando su rebaño de Dio, entonando salmos muy a menudo y observando con cautela la fuerza del viento y el curso de las estrellas. Así, mientras se fijaba con atención en esto en el silencio de la noche, se dio cuenta de repente de que aquel promontorio, al que habían ido a reposar, los llevaba hacia oriente. Al día siguiente, cuando volvió la luz, este inteligentísimo hombre convocó a sus compañeros, que se reunieron a su alrededor, y dulcemente los animó y consoló diciéndoles: “Bondadosos hermanos, debemos dar las gracias sin cesar a Dios, creador y gobernador de todo, cuya providencia ha preparado para nosotros este vehículo que nos transporta sin esfuerzo humano.” Estas palabras, en cuanto las escucharon, sacaron a sus compañeros de su estupor y a partir de ese momento, entregados a la divina providencia y confiados en la prudencia de ese santo hombre, empezaron a tener la seguridad de que tendría un desenlace feliz: así, observaron que durante muchos días la ballena los llevaba rumbo a la salida del sol, sin desviarse, y al final llegaron a una isla mucho más hermosa que las demás, repleta de todo tipo de deleites; además, el aspecto de los árboles y las aves de allí era distinto a la de todas las demás. Este excelente hombre saltó de la ballena y se acercó a la isla, donde para su sorpresa descubrió muchas comunidades de monjes o, mejor dicho, anacoretas, cuya vida y costumbres eran mucho más santas y nobles que las de los demás. Aquellos los acogieron durante muchos días con gran generosidad mientras permanecieron allí, los instruyeron en muchos aspectos que llevan a la verdadera salvación y después, cuando volvieron a su tierra nativa, contaron a sus compatriotas todo cuanto habían descubierto.
Después de verse, como ya hemos dicho, este portento oceánico, se desencadenó una serie de guerras por todo occidentes, tanto en las regiones de las Galias como en las islas al otro lado del Océano (es decir, la de los anglos, los britanos y también los escotos). Como suele suceder muy a menudo, a causa de los pecados del pueblo llano, sus reyes y el resto de nobles se ven abocados a la disensión y, enseguida, se enfurecen y llevan la devastación a sus súbditos, hasta que llegan a derramar su propia sangre. Esto acabó sucediendo en esas islas que hemos mencionado, donde uno de los reyes de allí intentó apoderarse por la fuerza de las demás. Cuando murió el rey Adalrado en el rey de aquellos que se llaman daneses, el cual había tomado por esposa a la hermana de Ricardo, duque de Rouen, invadió su reino el rey Canuc de Wessex, que después de muchos lances de guerra y devastaciones, llegó a un pacto con Ricardo, tomó a la hermana de Adalrado por esposa y así se convirtió en rey de ambos reinos. Después de esto, Canuc volvió con un enorme ejército para someter bajo su poder a los escotos, cuyo rey de llamaba Melculo, un hombre de grandes fuerzas y ejércitos y, lo que es más importante, muy cristiano en su fe y acciones. Cuando supo que Canuc buscaba invadir su reino sin temor, congregó a todo el ejército de su pueblo y con todas sus fuerzas se le opuso para que no lo consiguiera. Durante mucho tiempo Canunc obedeció a su orgullo y continuó con tales ofensas, pero al final, gracias a las palabras de Ricardo, el duque de Rouen, y su hermana, abandonó su fiereza merced al amor de Dios y se volvió manso y quedó en paz; además, se esforzó por conseguir la amistad con el rey de los escotos y acogió al hijo de aquel en un bautizo. Desde entonces, también sucedió que el duque de Rouen se veía en algún aprieto militar, podía contar con una gran ayuda militar de parte de las islas transmarinas y así sucedió que los normandos y los pueblos de las islas se protegieron con una alianza muy fiable, de tal manera que sus fuerzas y poder infundían más temor a la mayoría de pueblos de las regiones colindantes del que ellos sentían por los demás. Y no es sorprendente que los reinos que fueron capaces por temor a Dios de expulsar a la discordia, el principal obstáculo para conseguir los dones de Dios, consiguieran primero la paz y después el regalo del poder de Cristo.
Conan, duque de los bretones, y Fulco de Anjou
[editar]Por aquellos mismos días, sin embargo, una sucesión de guerras internas se encarnizaron con las regiones más bajas de las Galias. Ciertamente, la mayoría de los que escriben sobre la geografía cuentan que el espacio de la Galia se asemeja a un cuadrado, aunque su extensión desde los montes Rifeos hasta los límites de las Hispanias, con el Oceáno a la izquierda y por toda la derecha los picos de los Alpes, supere las proporciones de un cuadrado. Pues bien, la parte más baja y pobre se denomina el cuerno de la Galia y su capital es Rennes[2]. Durante mucho tiempo han habitado aquellas tierras los bretones, cuyas únicas riquezas eran las exenciones de impuestos y la abundancia de leche; además, carecen de todo tipo de refinamiento y su carácter es bárbaro, irascible y estúpidamente parlanchín. Una vez, estos bretones tuvieron un líder, Conan de nombre, que tomó por esposa a la hermana de Fulco, conde de Anjou, y empezó a comportarse de forma incluso más insolente que la del resto de jefes de su pueblo, pues empezó a portar, al modo de los reyes, una diadema[3] y ejerció una tiranía sin límites en el rinconcillo que ocupa su pequeño pueblo. Después nació entre el propio Conan y Fulco, el duque de Anjou, una enemistad irreconciliable, de tal manera que, tras devastarse mutuamente las tierras y derramar su propia sangre, acabaron también por entablar un combate cuerpo a cuerpo en este enfrentamiento interno aunque inevitable. Después de haberse infligido todo el daño del que habían sido capaces, ambos decidieron que en el lugar que designase un hombre llamado Concreto cada uno de ellos acudiría con su ejército en el día pactado y entrarían en combate; sin embargo, el ejército bretón preparó una emboscada y cobardemente mató a parte del ejército de Fulco. Además, los bretones, que había llegado antes al lugar designado donde iban a entrar en combate, excavaron con astucia una larga y profunda zanja que cubrieron densamente con una trama de ramas de árboles, como una trampa de ratones para sus enemigos, y se marcharon. Así pues, el día designado se reunieron ambos ejércitos y, en el momento en el que las líneas de batalla iban a chocar, los bretones, un pueblo astuto que estaba al tanto de la argucia, simularon darse a la fuga para que así el enemigo, llevado por el afán de perseguirlos, se hundiera en la trampa. Cuando el ejército de Fulco lo vio, quiso lanzarse a por ellos y una parte nada pequeña de ellos cayó en la zanja que los bretones hábilmente habían preparado. Entonces los bretones, que antes habían simulado darse a la fuga, se dieron media vuelta y con todas sus ganas se lanzaron contra el ejército de Fulco, entre los que causaron una grandísima cantidad de bajas en una durísimo encontronazo. Incluso el propio Fulco fue derribado de su caballo de un golpe y cayó con su armadura al suelo, pero se alzó de un salto, encendido por la ira, y levantó y fortaleció los ánimos de los suyos con unas palabras: al igual que un torbellino que se desplaza por un denso sembrado, así también sus soldados infligieron una sangrienta matanza en el ejército bretón. Finalmente, destruida casi la totalidad del ejército bretón, los soldados llevaron con vida al propio Conan, duque de los bretones, aunque con la mano cortada, ante Fulco. Este, tras asegurarse de la victoria, volvió a sus tierras; después ya ningún bretón le volvió a causar problemas.
El monasterio de Loches
[editar]De las gestas del propio Fulco muchas más cosas podríamos decir que, para evitar el hastío, hemos omitido. Hay una cosa, sin embargo, que mecere ser recordada y que vamos a relatar ahora mismo. Fulco, dado que en sus múltiples combates por todas partes había derramado muchísima sangre humana, aterrorizado por el miedo a la Condenación, marchó al Sepulcro del Salvador en Jerusalén; cuando volvió de allí, durante algún tiempo su fiereza se vio atemperada. Entonces pensó en construir una iglesia en el mejor lugar de todos los campos que le pertenecían y adjuntarle una comunidad de monjes que rezaran día y noche por la expiación de su alma; también empezó a preguntar (pues en todo se comportaba con igual cuidado) a algunos religiosos en consagración a qué santos debería consagrar esa misma iglesia, para que así suplicasen al Señor omnipotente por la salvación de su alma. Entre los demás, su propia esposa, que tenía una inteligencia muy notable, le sugirió que cumpliera con un voto al que se había comprometido y la consagrara en honor las virtudes celestiales a las que la sagrada autoridad de los querubines y serafines confirma como las más sublimes. Con mucho gusto se mostró de acuerdo con esa sugerencia y edificó una iglesia particularmente hermosa en el pueblo de Touraine, a una milla de la fortaleza de Loches; finalmente, cuando concluyeron las obras de la basílica, hizo llamar a Hugo, arzobispo de Tours, en cuya dióceses se había levantado, para que viniera a consagrarla tal y como había decidido. Este no quiso acudir, afirmando que de ninguna manera podía él cumplir con la promesa de consagrarla de parte de un hombre que había robado no pocas tierras y siervos que le pertenecían; pensaba que lo más adecuado era que, si desde un principio el duque había robado algo injustamente, se lo debería devolver a su antiguo propietario y que así podría ofrecer, para cumplir con su voto, sus propios bienes al justo juicio de Dios. En cuanto los suyos le transmitieron estas palabras a Fulco, la fiereza de antaño resurgió y sin ningún recato recibió la respuesta del arzobispo: tras amenazarlo, se decidió por el plan más ambicioso que podía realizar. Reunió una abundante cantidad de plata y oro y se marchó a Roma, donde expuso ante el papa Juan el motivo de su venida; después, le pidió lo que deseaba de él y le entregó gran número de regalos. Aquel envió de vuelta con el propio Fulco a un tal Pedro, uno de los que se denominan cardenales en la Iglesia de San Pablo, líder de los Apóstoles, para que consagrase aquella basílica; además, le ordenó que cumpliera, como si tuviera la autoridad del pontífice romano, con todo lo que Fulco le pidiera hacer. Cuando el resto de eclesiásticos de las Galias se dieron cuenta de que esta sacrílega orden había sido provocada por una ciega avaricia, pues lo que uno había robado el otro lo había aceptado, se produjo un nuevo escándalo en la Iglesia Romana: a todos, por igual, les repugnaba, porque les parecía tremendamente inadecuado que aquel que dirigía la sede apostólica hubiese destrozado el antiguo modo de conducta propio de los apóstoles y los canónigos, especialmente cuando desde antiguo existía la ley, múltiples veces reafirmada, de que ningún obispo podía actuar en la diócesis de otro sin el permiso o la aprobación de aquel.
Así las cosas, un día de mayo se congregó una innumerable cantidad de gente para la dedicación de esta iglesia; de ellos, a muchos el miedo a Fulco y el éxito que había logrado los había hecho acudir; también algunos obispos que quedaban bajo su jurisdicción fueron obligados a acudir. Y así, con todo el boato, se inició y llevó a cabo la dedicación en el día designado y, tras celebrar la solemne misa según lo habitual, cada uno se volvió a su casa; sin embargo, cuando se acercaba la hora novena de ese mismo día[4], con el cielo sereno y suaves brisas, llegó de repente un huracán desde el sur que se abalanzó sobre la iglesia y por largo tiempo la estuvo asaltando mientras llenaba su interior de remolinos de viento. Finalmente, los tejados se levantaron y entonces todas las vigas de la iglesia, junto con las cubiertas de la parte occidental, se derrumbaron. Cuando la mayoría de la población de la región lo supo, ninguno tuvo duda alguna de que su insolente atrevimiento y arrogancia había convertido su voto en algo inútil y, al mismo tiempo, sirvió de evidente muestra para que ninguna otra persona, ni de entonces ni del futuro, hiciera algo similar pues, aunque al pontífice de la Iglesia Romana, merced a la dignidad de la Sede Apostólica, se le reverencie por todo el mundo, tampoco a él se le puede permitir transgredir las normas de actuar de los canónigos. Al igual que cualquiera de los obispos de la Iglesia ortodoxa, comprometido con su propia sede, representa al Salvador, así también ninguno de ellos debería dar órdenes en la diócesis de otro.
El milagro de Orleans
[editar]En el año 988 de la encarnación del Verbo, sucede que en la ciudad de Orleans, en las Galias, un formidable milagro especialmente digno de recordar. Está claro que en esa misma ciudad hay un monasterio constituido desde antiguo en honor del líder del apóstoles, en el que es de todos sabido que un grupo de piadosas vírgenes sirve a Dios omnipotente desde su misma fundación: por este motivo, se le denomina de las niñas. En el medio de este monasterio había clavada una bandera de la cruz, que mostraba la imagen del propio Salvador muriendo por la salvación humana. De los ojos de esta imagen, a la vista de muchos, manó durante algunos días un río de lágrimas.
Un gran gentío se reunía para contemplar tan sobrecogedor espectáculo. La mayoría de ellos, en cuanto lo veían, se daban cuenta de que ese era un presagio divino, que una calamidad iba a afectar a la ciudad: al igual que se cuenta que el mismo Salvador, por sí solo, previó que se acercaba la destrucción de Jerusalén y empezó a llorar por ella, así también se demostró que lloró a través de la representación de su imagen por la inminente desgracia que iba a afectar a Orleans. Poco después sucedió un hecho inaudito en la ciudad que, según se cree, era un nuevo presagio de esa futura desgracia: cuando la guardia nocturna de la iglesia mayor, es decir, la episcopal, se reunió y abrió las puertas para todos los que se acudían a los laudes matinales, de repente se acercó un lubo que entró en la iglesia, mordió la cuerda de la campana y la hizo sonar. Todos los presentes, al contemplarlo, se quedaron atónitos; después prorrumpieron en grandes gritos, se arremolinaron alrededor del lobo y, aun desarmados, a empujones lo echaron como pudieron de la iglesia. Al año siguiente, todas las casas de aquella ciudad, junto con los edificios de las iglesias, fueron pasto de las llamas: después de esto, nadie dudó de que ambos sucesos presagiaban esta única desgracia.
Por aquel tiempo, era obispo de esta ciudad el venerable Arnulfo, un hombre particularmente destacado por su linaje y por sus conocimientos así como riquísimo por las rentas de los campos paternos. Cuando vio la destrucción de su propia sede y la devastación padecida por el pueblo por el que debía velar, hizo de tripas corazón, reunió una gran cantidad de enseres y empezó a reconstruir desde sus cimientos el templo de la iglesia principal, que antaño había estado consagrada a la cruz de Cristo. Mientras Arnulfo se entregaba con todos sus recursos a esta obra recién iniciada para acabarla lo más rápido posible y con toda la dignidad necesaria, está claro que recibió ayuda de origen divino: sucedió un día que los obreros, que estaban colocando los cimientos de la iglesia, mientras examinaban la solidez de la propia tierra, encontraron una gran cantidad de oro que consideraron suficiente para reconstruir la iglesia entera, por mayor que fuera. Así pues, los que lo habían descubierto lo tomaron y se lo llevaron entero al obispo y él, dando gracias a Dios omnipotente por el regalo que le había entregado, lo tomó y se lo entregó a los encargados de las obras, a los que les ordenó que lo gastasen con toda confianza en la construcción de esa iglesia. Se cuenta que aquel oro fue descubierto gracias a la inteligencia de San Evurcio, el antiguo patrón de esa sede, para la restauración, ya que este hombre santo, cuando quiso reformar esa misma iglesia para hacerla más importante en su día, se encontró con un tesoro que le entregó la divinidad similar al que él dejó después allí. Así se consiguió que el templo, sede pontifical, fuera reconstruido con mayor elegancia que antes; además, el propio obispo les convenció para que el resto de iglesias que habían desaparecido de la ciudad, consagradas a los milagros de los santos, se reconstruyeran con más magnificencia que antes, para que así el culto divino en ellas se pudiera practicar mejor que en cualquier otro lugar. Así la propia ciudad se llenó de iglesias y, al final, el pueblo, castigado por sus errores aunque ayudado por la piedad de Dios, volvió a crecer tanto más rápido cuanto más sabiamente aceptó que su calamidad era un castigo por su corrupción. Esta ciudad fue, desde antiguo, como lo es en nuestros días, la principal sede de los reyes de los francos, tanto por su belleza como por el número de habitantes, y no menos por la fertilidad de sus tierras y la afluencia de un famoso río. Su propio nombre procede del río Loire, pues se dice (en latín) Aureliana como si fuese ore Ligeriana (orilla del Loire, en latín), ya que está a orillas de ese río y no, como algunos afirman con menor acierto, porque fuera fundada por el emperador Aureliano: es del río, como hemos dicho, de donde procede de verdad su nombre.
Altos cargos corruptos por el lucro y la desvergüenza
[editar]Como avisan las Escrituras, está más claro que el agua que, a medida que avanzan los tiempos, más se enfría la caridad del corazón de los hombres y más abunda la injusticia: han llegado tiempos peligrosos para nuestras almas. En multitud de obras de los antiguos Padres se observa que, por influencia de la avaricia, las religiones antiguas, sus leyes y sus órdenes, se vieron afectadas por la corrupción en vez de ayudar a la elevación: en algunos casos, esto perjudicó a las almas de algunos que recibieron ese pago a pesar de hacer un uso legítimo de la religión. Ciertamente, cuando impera la vergonzosa avaricia por el lucro, lo más habitual es que quede ahogado cualquier reproche de la justicia. Aunque es fácil que esto suceda en el culto de todo tipo de pueblos y lugares, se observa mucho mejor entre los eclesiásticos y sacerdotes del pueblo de Israel: cuanto más ricos eran que los demás, tanto más insolentes les volvía sus arrogantes deseos, por lo que al final se volvieron peores que todos los demás. Con todo, mucha es la distancia que hay entre las instituciones de la Ley Antigua, embozada bajo múltiples clases de enigmas, de los evidentes y espirituales dones de los sacramentos de la nueva gracia: allí, tan solo se consideraba como regalos los sacrificios terrenales; ahora, es al propio Dios al que se recibe como premio. Entonces se les recompensaba por actuar como esclavos, ahora a cualquiera se le considera digno si actúa movido por el sincero deseo de una buena conciencia.
Hemos hecho esta introducción porque ya lleva tiempo que casi todos los altos cargos han quedado cegados por regalos inadecuados y esta plaga, difundida a lo largo y ancho del mundo, a los prelados de las Iglesias: la venerable y generosa casa de Cristo nuestro Señor la han convertido en el culmen de su propia condenación: así, a los prelados de este tipo se ve que son los menos idóneos para llevar a cabo la obra de Dios, tanto más cuanto queda claro que no accedieron a él por la puerta principal. Y aunque el canon de las Sagradas Escrituras clama en muchas ocasiones contra la perversión de esta clase de personas, es sin embargo frecuente encontrársela ahora en las diferentes órdenes religiosas; incluso los propios reyes, que deberían escoger a las personas más adecuadas, muchas veces se ven corrompidos por abundantes regalos y entregan a algún rico la dirección de la Iglesia (o, mejor dicho, de las almas), del cual esperan recibir un regalo más grandioso. Y así todos los avariciosos, henchidos por el orgullo y la arrogancia, se ofrecen unos a otros estos cargos, sin preocuparse por su dejación de responsabilidades para con su rebaño, porque toda su confianza depende de las cantidades de riquezas que amasan, no de los dones que reciben de la sabiduría. Una vez que alcanzan el poder, se esfuerzan tanto en satisfacer su avaricia como en colmar con ella su propia ambición y, como si se hubieran puesto al dinero como un ídolo en lugar de Dios, le rinden pleitesía y, gracias a él, irrumpen en esos cargos sin mérito o esfuerzo alguno. A algunos, los menos cautos, su aspecto les engaña y los lleva a imitarlos y así los asola una contumaz ceguera, porque todo lo que se consigue imitando a los envidiosos es que a ellos les parezca que se lo has robado y, como es habitual entre ellos, desean sin cesar retorcer la felicidad ajena: de aquí surgen los infinitos litigios legales, nacen frecuentes escándalos e incluso las normas de las órdenes religiosas se deshacen ante sus transgresiones.
Así también sucede que, mientras la irreverencia se asienta en el clero, también aumenta el afán de insolencia y caprichos en el pueblo; después, los ambages, engaños y homicidios de los mentirosos arrastran a casi todo el mundo a su perdición. Como una pésima ceguera cubre como una neblina los ojos de la fe católica, es decir, a los prelados de la Iglesia, por lo que su pueblo, que desconoce el camino a su salvación, se hunde así en la ruina de su propia perdición: después sucede con todo derecho que los mismos prelados se ven atacados por aquellos a los que debían tener sometidos y consideran perversos a aquellos a los que su propio ejemplos los ha hecho desviarse de la senda de la justicia. No es sorprendente, además, que, cuando se ven en algún apuro, nadie los escuche, porque ellos mismos han cerrado las puertas de la misericordia por su avaricia de acumular, a pesar de que es de todos bien sabido que, debido al impacto de tal clase de actos desmesurados, hacen que sobre sus pueblos y todos los seres vivos se cierna una desgracia que a todos los afecte e, incluso, una terrible plaga contra todos los alimentos debido a la destemplanza del aire. Ciertamente, es habitual que aquellos que deberían cargar con el rebaño de Dios omnipotente que les ha sido entregado sean los que le opongan, por sus costumbres, su propio beneficio: en efecto, cada vez que ha fallado la piedad de los obispos y se ha debilitado la disciplina de los abades, al mismo tiempo se ha anquilosado el vigor del régimen monacal y, a través de sus ejemplos, la plebe ha ignorado a sabiendas los mandatos de Dios. ¿Qué otra causa, si no, podría llevar al linaje humano a arrojarse por su propia voluntad de nuevo hacia el antiguo caos de su perdición? Por tales sucesos había concebido aquel Leviatán de antiguo, sin duda, la esperanza de que la inundación del río Jordán llegara a su boca, para que así una multitud de bautizados se ahogase tras abandonar el camino de la verdad en pos de la avaricia: en verdad, tal y como es bien conocido por las palabras de los Apóstoles, cuando se enfrió la caridad y abundó la injusticia, cuando los hombres se quisieron más a sí mismos que a la justicia fue cuando sucedió por todo el mundo, en mayor medida de lo habitual, todos esos hechos que hemos relatado, alrededor del año 1000 después del nacimiento de nuestro Señor el Salvador.
Los incendios; las muertes de los nobles
[editar]En el 993, el monte Vesubio, también denominado caldero de Vulcano, expulsó en una de sus habituales erupciones una gran cantidad de enormes piedras mezcladas con azufre, que llegaron rodando hasta tres millas; además, su aliento de podredumbre volvió la región a su alrededor inhabitable. No voy a omitir por qué ese tipo de acontecimientos solamente suceden en África: el primer motivo es lo vacía que está la tierra debido a extremo calor del Sol y, segundo, dado que el mar Atlántico va a parar allí desde Oriente, se generan y alberga enormes remolinos de aguas, en los que la agitación del aire se oculta en el seno de la tierrra: entonces, bajo la forma de una potente erupción ígnea, esta combinación de calor y agua se eleva hacia los cielos. Si bien el aire, por su habitual constitución, suele elevarse, también es cierto que por su naturaleza ambigua, de humedad y calor, muy a menudo, si se ve agitado, puede convertirse en fuego en un lugar árido y en hielo en un lugar húmedo.
Entretanto, sucedió que casi todas las ciudades de Italia y la Galia fueron devastadas por incendios; incluso la propia ciudad de Roma quedó en gran parte devastada. Cuando esto sucedió, el propio fuego atacó también la Iglesia de San Pedro y empezó también a consumir las columnas cubiertas de bronce. Cuando la multitud de hombres que estaba cerca contempló esto y vieron que de ninguna manera se evitaría la desgracia, se dieron la vuelta y, entre un terrible griterío, se acercaron todos a una al propio Papa a reconocer su poder, aunque rogándole que, si en ese momento no se mostraba vigilante y defendía su propia Iglesia, muchos se apartarían, por todo el mundo, de su fe. Enseguida las voraces llamas dejaron las vigas de abeto y desaparecieron.
Por ese miemo tiempo murieron en Italia y en las Galias muchos destacados nobles y obispos, y no menos condes. Primero, el papa Juan; después Hugo, el más destacado de los marqueses; luego, por Italia, todos los más notables y, en las Galias, Odo y Heriberto, de los cuales el primer era conde de Tours y Chartres y el segundo de Meaux y de Troyes. También por aquel tiempo murió el duque de Rouen, Ricardo, que había construido un monasterio muy rico en un lugar llamado Fécamp, donde también reposan sus restos. Guillermo, duque de Poitou, también falleció en esos mismos días. Igualmente, los obispos más piadosos de las Galias abandonaron este mundo: Manases, un hombre repleto de santidad, obispo de Troyes; Gisleberto, de París y también Geboino, de Chalons, entre muchos más, como también san Mayolo, de buen recuerdo, que concluyó esta vida en la abadía de Souvigny. Incluso su preciosa forma de morir da muestras de su entereza, pues muchísimos hombres y mujeres de las dos órdenes acudieron llamados por la fama de su santidad y encontraron la gracia de salvarse de muy variadas enfermedades. Por aquel mismo tiempo una terrible desgracia se encarnizaba con los hombres, una especie de fuego oculto que quemaba cada miembro que alcanzaba y los amputaba del cuerpo con su inflamación: a muchísimos la fiebre de este fuego los consumió en una sola noche. Se descubrió que el remedio a esta tremenda plaga eran los frecuentes rezos a los santos y las mayores multitudes se reunieron alrededor de las iglesias de tres santos confesores: Martín de Tours, Odolrico de Baviera y no menos de este venerable padre Mayolo, que concedieron los deseos de salvación.
La muerte del duque Enrique y la devastación de Borgoña
[editar]Tres años antes del 1000, muere en Borgoña, en la fortaleza de Pouilly, a orillas del Saone, el duque Enrique y se le entierra en Auxerre en la iglesia del santo confesor Germán en el mes de octubre. En diciembre, en la tarde del sábado previo a la Navidad, apareció en el cielo un sorprendente portento: la imagen (o, más bien, la enormidad) de un inmenso dragón que venía del norte, mientras marchaba hacia el sur entre grandes relámpagos. Casi todos los hombres que vieron ese prodigio sintieron un enorme temor por las Galias. Al año siguiente, el rey Roberto entró en Borgoña con un gran ejército de guerreros, acompañado por Ricardo, conde de Rouen, que lideraba a 30000 normandos, ya que veía a los borgoñones como unos rebeldes porque las ciudades y fortalezas que había sido propiedad del duque Enrique, su tío, no se habían querido someter a su dominio (ya se las habían repartido antes). Desde un principio, el rey fue con todo su ejército contra la ciudad de Auxerre, a la que rodeó en un asedio; una vez que se cansó de estar allí sin conseguir tomar la ciudad tras numerosos asaltos (se dice que nunca ha sido capturada ni por asalto ni por engaño), la abandonó y se dirigió con todo su ejército a asaltar las fortificaciones de la iglesia de San Germán, con unas fortificaciones muy resistentes y pegada a la ciudad. La había fortificado el ejército del conde Landrico y los monjes residentes en aquel lugar por miedo a la destrucción del sagrado rebaño a manos de los enemigos. Entretanto, se presentó Odilo, el venerable abad del monasterio de Cluny, ante el enloquecido rey con el deseo de mediar entre ambas partes para que se le mostraran al rey los honores debidos, se consolidara la concordia entre los nobles y se fortaleciera la paz del país; al ver que lo que había pedido era poco posible que sucediera, exhortaba a los ocho hermanos que habían sido dejados como los guardianes de San Germán (los demás, con su abad Hilderico, habían abandonado el lugar obligados por una orden real) a que solicitaran una y otra vez con oraciones a Dios que, si tenía algo de piedad por ellos o por aquel lugar, se dignase a salvarlos de un asedio tan encarnizado.
En el sexto día del asedio, el rey enloqueció totalmente: vistió su coraza y casco y exacerbó los ánimos de su ejército con sus palabras; tenían también a su vera a Hugo, el obispo de esa ciudad, el único de toda Borgoña que favorecía al rey. Entonces, cuando ya estaba preparado para entrar en combate, le salió al paso el abad Odilo, increpándolo a él y a todos sus principales nobles, preguntándoles por qué se había alzado en armas contra tan gran obispo de Dios, San Germán, el cual (como se puede leer en sus biografías) siempre contó con la ayuda de Dios para detener múltiples guerras y apaciguar la locura de los reyes. Sin embargo, apenas prestaron atención a sus palabras y llegaron a su objetivo; después rodearon como una corona la fortaleza y entraron en combate para conquistarla. Mucho tiempo se extendió el combate entre ambos bandos y fue duro pero, de repente, llegó la ayuda de Dios para el bando que defendía su casa: una tétrica niebla cubrió toda la fortaleza, de tal manera que ninguno de los atacantes podía disparar contra los defensores mientras que estos les podían alcanzar con gran matanza. Después de un gran número de bajas, especialmente entre los normandos, levantaron el asedio y, aunque tarde, se arrepintieron de haber atacado un lugar de tan gran imprtancia. Sucedió también que, en el momento en que el ejército del rey empezó a atacar el lugar sagrado Gisleberto, monje de aquel mismo lugar, había empezado a celebrar, como era su costumbre a la tercera hora[5], los sacramentos de la misa sobre el altar de Santa María, siempre virgen, cuya imagen figuraba en ese templo en un lugar de honor sobre todos los demás. Este hecho está relacionado con la victoria que el cielo les entregó. Al día siguiente, el rey se abandonó aquel lugar, quemando todas las propiedades a excepción de las ciudades y fortalezas mejor fortificadas, hasta las partes altas de Borgoña; después, tras llegar a Francia, aunque mucho más tarde, se reconcilió con los borgoñones y consiguió gobernar toda la región con prosperidad.
La gran hambruna y las incursiones sarracenas
[editar]Por aquel mismo tiempo tuvo lugar una hambruna especialmente fuerte durante 5 años por toda Europa, hasta tal punto que no se supo de región alguna que no empobreciera y se quedara sin pan. Mucha gente murió por el debilitamiento del hambre; en muchos lugares, de hecho, la terrible hambre obligó no solo a consumir las carnes de animales y reptiles impuros sino también la de hombres, mujeres y niños, sin importar vínculos familiares: hasta tal punto llegó la crueldad del hambre que los hijos adultos devoraban a sus madres, las madres hacían lo mismo con los niños pequeños, desaparecida toda piedad maternal.
Poco después, los sarracenos, liderados por su rey Almanzor, salieron de África y, después de ocupar casi toda Hispania, llegaron al sur de las Galias, donde infligieron múltiples desdichas sobre los cristianos. Pero se les opuso, aunque con un ejército inferior, Guillermo, duque de Navarra, de apodo el Santo: de hecho, dado el pequeño número de su ejército, los monjes de aquella zona se vieron obligados a tomar también las armas. Después de una gran matanza en ambos bandos, le fue concedida la victoria a los cristianos después de perder a muchos de los suyos y los sarracenos que sobrevivieron huyeron hacia África. Sin embargo, se sabe que en esos combates que se extendieron durante días, murieron muchos monjes cristianos, que deseaban combatir más por el amor surgido del cariño a sus hermanos antes que por alguna clase de gloria y alabanza.
Vivía por aquel entonces un monje llamado Vulferio, de costumbres muy agradables, que residía en el monasterio de Reome, ubicado en el campo tarnoderense[6], al que se le apareció un día una visión del Señor fácil de creer: en efecto, mientras estaba en silencio rezando para cumplir con los laudes matinales en aquel monasterio y el resto de hermanos había salido, se llenó de repente toda la planta de la iglesia de hombres vestidos con blancas túnicas y cubiertos con purpúreas estolas, cuya aura de autoridad permitía reconocerlos a quien los observase. Al frente de ellos uno portaba una cruz y decía ser el obispo de muchos pueblosy afirmaba que veía necesario celebrar en ese mismo día una sagrada misa. Le contó que sus compañeros y él habían estado presentes esa noche en el monasterio acompañando a los monjes en las ceremonias matutinas y añadían que el oficio de los laudes era de los mejores que habían oído para ese día: ese era el octavo domingo después Pentecostés[7], en el que, con el cumplimiento de la gozosa resurrección del Señor, Su ascensión y la llegada del Espíritu Santo, en muchas y muy diversas regiones del mundo es habitual cantar unos responsorios compuestos con unas palabras muy honradas, repletos de una dulce sonoridad y, en la medida que puede la mente humana, dignas de la divina Trinidad.
Entonces el obispo, que presidía aquella congregación, empieza a celebrar la solemne misa sobre el altar del mártir san Mauricio, entonando la antífona de la Trinidad. Mientras, el monje les preguntó quiénes eran, de dónde venían o por qué motivo habían venido allí, a lo que le respondieron con mucha dulzura: “Profesamos la fe cristiana pero, por defender nuestra patria y al pueblo cristiano, las espadas de los sarracenos nos apartaron de los cuerpos humanos en los que habitábamos. Por esto ahora la llamada de Dios nos lleva a todos por igual a la suerte de los afortunados, pero teníamos que pasar por esta provincia, porque muchos de aquí, en poco tiempo, se tendrán que sumar a nuestra congregación.” Después, el ceremoniante, cuando acabó la oración al señor, envió a uno de los hermanos a que, durante la ceremonia de la paz, le diera el beso de la paz y, cuando lo hizo, le hizo una señal para que le correspondiera. Tras ver todo esto, el monje quiso seguirlos, pero ellos desaparecieron. Entendió el monje, por tanto, que él también tendría que abandonar pronto este mundo, cosa que sucedió de la siguiente manera: cinco meses después de haber visto cuanto hemos descrito, en diciembre, por orden de su abad, marchó a Auxerre para curar a algunos monjes enfermos del monasterio de San Germán, confesor de Cristo, pues era un hombre instruido en las artes de la medicina. Nada más llegar, empezó a preguntar por aquellos hermanos por los que había venido para que procurasen hacer cuanto antes lo que debían hacer por salud, pues sabía que su final estaba cerca. Cuando aquellos le respondieron: “Tranquilo, descansa hoy de la fatiga del camino para que mañana tengas más fuerzas”, él contestó: “Debo realizarlo en lo que queda de día, mientras pueda; mañana sabréis que no podré hacer nada.” Aquellos se pensaban que estaba de broma, ya que siempre era un hombre afable y alegre, e ignoraron lo que les había pedido. Al siguiente amanecer, entre agudos dolores, se acercó, como pudo, al altar de Santa María, siempre virgen, para celebrar los sagrados rituales de la misa; tras acabarlos, volvió a la enfermería, reposó sus ya muy doloridos miembros en un lecho y, como suele suceder con tales enfermos, en su dolor empezaron sus párpados a buscar el sueño. Pero de repente se le presentó la Virgen, reluciente, resplandeciente entre un inmenso fulgor, y le preguntó qué dudas tenía en su cabeza; cuando él se fijó en ella, añadió: “Si tienes miedo del viaje, no es necesario que temas, porque yo me erigiré en tu guardiana.”Esta visión le dio seguridad y ordenó que viniera el jefe del lugar, de nombre Acardo, un hombre tremendamente erudito y que, más adelante, fue abad del monasterio, al que le narró detalladamente no solo la reciente visión sino también la más antigua. Aquel le respondió: “Reconfórtate, hermano, en el Señor. Pero dado que has visto aquello que rara vez le es concedido a algún humano ver, ahora tienes que pagar la universal deuda de la carne, para poder unirte a la compañía de aquellos que viste.” Después convocó al resto de hermanos, que lo fueron a visitar según es costumbre.
Al tercer día, cuando empezaba la noche, abandonó su cuerpo. Entonces, mientras todos los hermanos limpiaban su cuerpo, lo envolvían en la mortaja, tal y como es habitual, y hacían sonar todas las campanas del monasterio, un lego, piadoso igualmente, que vivía cerca y que ignoraba la muerte del hermano, se levantó de su cama pensando que tocaban a laudes matutinos para ir a la iglesia. Cuando llegó a un puente de madera que había casi a mitad del camino, muchos de los vecinos unas voces que procedían del monasterio y que proclamaban: “Estira, estira y tráenoslo cuanto antes.” A estas voces se les dio la siguiente respuesta: “A este todavía no puedo, me llevaré a otro si puedo.” Entonces aquel que iba hacia la iglesia vio delante de él, encima del puente, a alguien que parecía uno de sus vecinos, en el que confiaba plenamente pero que, en verdad, era el diablo, acercándosele. El diablo lo llamó por su nombre y le aconsejó que cruzara con cuidado; entonces aquel maligno espíritu se convirtió en un torreón y trató de engañar al hombre que observaba aquel falaz despliegue. El hombre resbaló al alzar la mirada y cayó sobre el puente; entonces se levantó rápidamente y, reconociendo el engaño del diablo, se protegió con la señal de la cruz; después volvió a casa con más cautela y, no mucho después, murió en paz.
La lluvia de piedras
[editar]Por aquella misma época sucedió en la casa de un noble llamado Arlebaudo, cerca de la fortaleza de Joigny, en Borgoña, un presagio muy sorprendente y que debemos recordar. Durante casi tres años, de forma inexplicable, caían por toda la casa piedras grandes y pequeñas, ya fuera del aire o de las vigas, hasta tal punto que todavía hoy se pueden ver fácilmente montones de esas piedras por los alrededores. Sin embargo, aunque caían de día y de noche por toda la casa, nunca herían a nadie con su caída y ni siquiera rompían un vaso; muchos, de hecho, marcaron las lindes (que otras llaman bornes) de sus campos con ellas e incluso se han descubierto piedras de esas a las que se han llevado para construir caminos, casas y todo tipo de edificios, tanto cerca como lejos.
Sin embargo, este suceso demostró que aquel hecho era un indicio de la futura plaga que asolaría a la familia de aquella casa. Tanto el hombre como su mujer habían nacido en nobles familias, y habían incrementado mediante no pocos litigios con sus vecinos los campos paternos para sus hijos y nietos. Sucedió, pues, que no mucho después se hicieron con el control de un terreno llamado Alanto, ubicada en la región de Sens, gracias a la generosidad de los directores del monasterio de la virgen Santa Paloma; sin embargo, unos caballeros de Auxerre se la habían quitado en un ataque y ellos intentaban con todas sus fuerzas recuperarla. Cuando la disputa había durado ya varios años, un día, en la época de la vendimia, ambos bandos fueron al combate en ese mismo lugar, un combate en el que murieron muchos de ambos lados. De la familia, murieron once entre hijos y nietos; después, según pasó el tiempo, continuó la disputa y creció la discordia, de tal manera que se extendió la matanza y una innumerable cantidad de asesinatos y muertes tuvo lugar entre la familia y sus enemigos, hasta más de treinta años después.
La herética locura de Leutardo
[editar]Casi al final del año 1000, había un plebeyo en las Galias, en la aldea de Vertus, cerca de Chalons, que se llamaba Leutardo y que, como demostró su final, podía creerse que era un enviado de Satanás. Su firme locura tuvo este inicio: vivió durante un tiempo solo en un campo para realizar unas tareas agrícolas y, cuando por el cansancio de sus tareas le cogió el sueño, se le apareció un enorme enjambre de abejas que se introdujeron en su cuerpo por los lugares apartados de la Naturaleza y salieron entre un inmenso ruido por su boca, llenándolo de picaduras; después, alterado por tantas picaduras, le pareció que le hablaban y que el ordenaban que realizara muchas acciones que son imposibles para los humanos. Después de esto, se despertó agotado y volvió a casa; repudió a su mujer y se divorció de ella bajo el pretexto de un pasaje del Evangelio; salió de casa como si fuera a rezar, entró a la iglesia, arrancó la cruz y destrozó la imagen del Salvador. Todos los presentes se sintieron aterrorizados, creyendo que aquel se había vuelto loco, como así era. Con todo, los convenció (pues los campesinos son de mente débil) de que realizaba todo eso por una revelación milagrosa de Dios: así discurseaba con palabras vacías de provecho y de verdad y, deseando parecer culto, criticaba al Maestro de la religión, pues decía que entregar el diezmo era, bajo cualquier precepto, innecesario e inútil. De esta forma, como el resto de herejías, se apoyaba en las Divinas Escrituras para engañar mejor, aunque digan lo contrario: afirmaba, por ejemplo, que los profetas habían dicho algunas cosas útiles y otras a las que no debía hacerse caso. Al final, su fama, como si fuera la de un hombre cuerdo y pío, se atrajo a una parte no pequeña del pueblo; cuando lo descubrió el obispo Gebuino, un hombre de avanzada edad y muy culto, en cuya diócesis se desarrollaba la herejía, ordenó que lo trajeran ante sí: cuando lo interrogó de todo lo que había descubierto que había dicho y hecho, empezó aquel a ocultar el veneno de su maldad citando en su favor pasajes de las Sagradas Escrituras, simulando saber algo que no había aprendido. En cuanto el inteligentísimo obispo escuchó esas incoherencias, a mi juicio no más vergonzosas que condenables, demostró que aquel hombre se había convertido en un loco hereje, recuperó a la parte del pueblo que la locura de aquel había engañado y restableció la fe católica con mayor plenitud. El hereje, por su parte, cuando se vio derrotado y privado de la estima del pueblo, se suicidó lanzándose a un pozo.
El descubrimiento de la herejía en Italia
[editar]En esos mismos momentos, surgió en Rávena un mal no muy distinto. Un tal Vilgardo, un hombre más ocupado que entregado al estudio de la lengua latina, tal y como es habitual entre los italianos, que siempre tuvieron por costumbre ignorar el resto de ciencias y centrarse en esa. Toda vez que, henchido de arrogancia por sus conocimientos, empezaba a parecer más estúpido, se le aparecieron una noche unos demonios bajo el aspecto de los poetas Virgilio, Horacio y Juvenal, que falsamente le agradecieron que se hubiese entregado tan encarecidamente al estudio de sus obras; le dijeron que era su afortunado heraldo para la posteridad y le prometieron que sería partícipe de su gloria. Pervertido por los engaños de los demonios, empezó a enseñar, ensoberbecido, muchas ideas contrarias a la fe sagrada y afirmaba que se debía creer en cuanto afirmaba estos poetas. Al final, se descubrió su herejía y fue condenado por el propio papa de Roma, Pedro; también se descubrió a muchos otros partidarios de este enfermizo dogma por Italia en esta época, los cuales murieron todos a sangre o fuego. También de la isla de Cerdeña, donde suele haber una gran abundancia de gente de esa calaña, en esta misma época hubo algunos que marcharon hacia Hispania, donde corrompieron a una parte de su población, y fueron exterminados por los hombres de fe. Esto se entendió como un presagio de la profecía de Juan, que afirmaba que, pasados mil años, Satanás se liberaría[8], cosa que trataremos más ampliamente en el tercer libro.
Fin del Libro Segundo
Notas
[editar]- ↑ Aproximadamente, a las 11:00h.
- ↑ Se refiere a la Bretaña
- ↑ Hasta bien entrado el S.XI al menos, el símbolo de la realeza era la diadema y no la corona.
- ↑ Aproximadamente las 19:00h.
- ↑ Aproximadamente, las 9:00h.
- ↑ No he conseguido encontrar cuál es la ubicación de este lugar actualmente.
- ↑ En la liturgia previa a las reformas del Concilio Vaticano II, la octava de Pentecostés era una ceremonia centrada en la celebración del Espíritu Santo.
- ↑ Referencia al Apocalipsis, 19, 17-21.