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Cinco semanas: Capítulo XXXII

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La capital de Bornu. - Las islas de los biddiomahs. - Los quebrantahuesos. -
Las inquietudes del doctor. - Sus precauciones. - Un ataque en el aire. -
La envoltura destrozada. - La caída. - Sacrificio sublime. - La costa septentrional del lago


Desde su llegada al lago Chad el Victoria había encontrado una corriente, que se inclinaba más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del día; además, circulaba un poco de aire en aquella inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el globo, tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se internó en las tierras por espacio de siete u ocho millas.

El doctor, al principio algo contrariado por esta dirección, ya no pensó en quejarse de ella cuando distinguió la ciudad de Kuka, la célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa especie de tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las casas y en las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados por una cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos de sol, lo que le permitió sacar conclusiones muy halagüeñas para la Providencia.

Kuka está formada por dos ciudades distintas, separadas por el dendal, un paseo de trescientas toesas de ancho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni industrial.

Kennedy encontró en aquellas dos ciudades, perfectamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo que se extendiera en un llano.

Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las corrientes de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.

Entonces se les presentó un nuevo panorama. Podían contar las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs, sanguinarios piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se disponían a recibir valerosamente al Victoria con flechas y piedras, pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre las que parecía aletear como un escarabajo gigantesco.

En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y volviéndose hacia Kennedy le dijo:

-Señor Dick, usted que siempre está pensando en cazar, aquí tiene una buena oportunidad.

-¿Por qué, Joe?

-Y ahora mi señor no se opondrá a sus disparos.

-Explícate.

-¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia nosotros?

-¡Pajarracos! -exclamó el doctor, cogiendo el anteojo.

-Sí, los veo -replicó Kennedy-. Por lo menos hay una docena.

-Si no le importa, catorce -respondió Joe.

-¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que objetarme!

-Lo que yo digo es -respondió Fergusson- que preferiría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de nosotros.

-¿Les tiene miedo? -dijo Joe.

-Son quebrantahuesos y de gran tamaño, Joe, y si nos atacan...

-¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos animales sean muy temibles.

-¿Quién sabe? -respondió el doctor.

Diez minutos después, la bandada se había puesto a tiro. Los catorce pajaros de que se componía lanzaban roncos graznidos y avanzaban hacia el Victoria más irritados que asustados por su presencia.

-¡Cómo gritan! -dijo Joe-. ¡Qué escándalo! Al parecer no les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como ellos.

-La verdad es -dijo el cazador- que su aspecto es imponente, y me parecerían bastante temibles si fuesen armados con una carabina Purdey Moore.

-No la necesitan -respondió Fergusson, cuyo semblante empezaba a nublarse.

Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos círculos, que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el cielo con una rapidez fantástica, precipitándose algunas veces con la velocidad de un proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco y audaz giro.

El doctor, inquieto, resolvió elevarse en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el hidrógeno del globo, el cual subió al momento.

Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco dispuestos a abandonarlo.

-Tienen trazas de querer armar camorra -dijo el cazador, amartillando su carabina.

En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de ellos parecían desafiar las armas de Kennedy.

-¡Qué ganas tengo de hacer fuego! -dijo éste.

-¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos atacarían!

-¡Buena cuenta daría yo de ellos!

-Te equivocas, Dick.

-Tenemos una bala para cada uno.

-Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les dispararás? Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de leones, o rodeado de tiburones en pleno océano. Pues bien, para un aeronauta, la situación no es menos peligrosa.

-¿Hablas en serio, Samuel?

-Muy en serio, Dick.

-Entonces, esperemos.

-Aguarda... Estáte preparado por si nos atacan, pero no hagas fuego hasta que yo te lo diga.

Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte que se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y su cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con furor. Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con los cuales presentaban un fantástico parecido.

-¡Nos siguen! -dijo el doctor, viéndolos elevarse con él-. ¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!

-¿Qué hacer, pues? -preguntó Kennedy. El doctor no respondió-. Atiende, Samuel -prosiguió el cazador-; haciendo fuego con todas nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersarlos? Yo me encargo de unos cuantos.

-No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si atacan el hemisferio superior del globo, se pondrán a cubierto de tus disparos y romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de altura!

En aquel mismo momento, uno de los pájaros más feroces se dirigió al globo con el pico y las garras abiertos, en actitud de morder y desgarrar a un tiempo.

-¡Fuego, fuego! -gritó el doctor.

Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas en el espacio.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe amartilló otra.

Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a la carga con furor centuplicado. Kennedy decapitó de un balazo al que tenía más cerca. Joe le rompió un ala a otro.

-Ya no quedan más que once -dijo.

Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy miró a Fergusson.

Éste, a pesar de su impasibilidad y energía, se puso pálido. Hubo un momento de silencio mortal. Después se oyó un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la barquilla empezó a precipitarse rápidamente.

-¡Estamos perdidos! -gritó Fergusson, fijando la vista en el barómetro, que subía muy deprisa.

-¡Afuera el lastre! -añadió-. ¡Nada de lastre!

Y en pocos segundos desapareció todo el cuarzo.

-¡Seguimos cayendo!... ¡Vaciad las cajas de agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el lago!

Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago que parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba a menos de doscientos pies de la superficie del Chad.

-¡Las provisiones! ¡Las provisiones! -exclamó el doctor.

Y la caja que las contenía fue lanzada al espacio.

La velocidad de la caída disminuyó, pero los desdichados seguían cayendo.

-¡Echad más! ¡Echad más! -repitió el doctor.

-No queda ya nada -dijo Kennedy.

-¡Sí! -respondió lacónicamente Joe, persignándose rápidamente.

Y desapareció por encima de la borda.

-¡Joe! ¡Joe! -gritó el doctor, aterrorizado.

Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, recobró su marcha ascensional y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento, introduciéndose en la envoltura deshinchada, lo arrastraba hacia las costas septentrionales.

-¡Perdido! -dijo el cazador con un gesto de desesperación.

-¡Perdido por salvarnos! -respondió Fergusson.

Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de aquellos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando distinguir algún rastro del desgraciado Joe, pero ya estaban lejos.

-¿Qué haremos? -preguntó Kennedy.

-Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y aguardar.

Después de haber recorrido sesenta millas, el Victoria descendió a una costa desierta, al norte del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco elevado, y el cazador las sujetó sólidamente.

Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy pudieron conciliar el sueño un solo instante.