Claudina en la escuela
Mi nombre es Claudine, vivo en Montigny; nací en 1884; probablemente no muera aquí.
Mi manual de geografía departamental dice: "Montigny-en-Fresnois, pequeña localidad de 1950 habitantes, construida en anfiteatro sobre el Thaize; allí apodemos admirar una torre sarracena bien conservada..." A mí esas descripciones, ¡no me dicen nada!
En primer lugar, no hay un Thaize; sé que se supone que cruza los prados por debajo del paso a nivel; pero en cualquier época del año no se encontraría allí con que lavar las patas de un gorrión. ¿Montigny construida en forma de "anfiteatro"? No, yo no lo veo así; para mí son las casas las que descienden precipitadamente desde lo alto de la colina hasta el fondo del valle; se extienden en escalinata debajo de un gran castillo, reconstruido en tiempos de Luis XV, y ya más en ruinas que la torre sarracena; gruesa, baja, toda revestida de hiedra, con desmoronamiento de la parte superior, un poco cada día.
Es un pueblo, no una ciudad; las calles, gracias al cielo, no están pavimentadas; las lluvias allí ruedan en pequeños arroyos y se secan en dos horas; se trata de un pueblo, no muy bonito incluso, y sin embargo me encanta.
El encanto, el deleite de este país de colinas y valles tan estrechos que algunos son desfiladeros, son los bosques; los bosques profundos e invasores que se encrespan y ondulan hasta allá tan lejos como alcanza la vista. Prados verdes los perforan en algunos lugares, pequeños cultivos también, no muchos, los magníficos bosques lo consumen todo; por lo que este hermoso país es terriblemente pobre, con unas pocas granjas dispersas, tan poco numerosas, justo los necesarios tejados rojos, para hacer resaltar el verde aterciopelado de los bosques.
¡Bosques queridos! Los conozco todos; los he franqueado con tanta frecuencia... Los bosques-matorrales, con arbustos que brutalmente te agarran la cara al pasar, éstos están llenos de sol, de fresas, de lirios y también de serpientes. Allí he temblado de miedo sofocante al ver arrastrarse enfrente de mis pies esos atroces cuerpecitos lisos y fríos; veinte veces me he detenido, jadeante, al encontrar bajo mi mano, cerca de la "malvarrosa", una serpiente dócil, enrollada en forma regular en espiral, su cabeza por encima, sus pequeños ojos dorados mirándome; no son peligrosas, pero ¡que terror!
Es una lástima, siempre termino allí sola o con camaradas; más bien sola porque estas chicas grandes me fastidian. Esta tiene miedo del arañazo de las zarzas, aquella, de las pequeñas bestias: de las orugas aterciopeladas y arañas en los brezales, tan bonitas, redondas y de color rosa como perlas, esta otra, grita que está cansada - en fin insoportables.
Y luego están mis favoritos, los grandes bosques que tienen dieciséis y veinte años, me sangra el corazón ver cortar uno; no son arbustos, estos son árboles como columnas, con estrechos senderos en los que es casi de noche al mediodía, donde la voz y los pasos suenan de una manera perturbadora. Dios, ¡cuánto los amo! Yo allí me siento totalmente sola, la vista perdida lejos entre los árboles en el día verde y misterioso, a la vez deliciosamente tranquila y un poco ansiosa, a causa de la soledad y la vaga oscuridad. No hay bichos o hierba alta en estos grandes bosques, la tierra pegada, a turnos seca, sonora, o húmeda debido a los manantiales; conejos de rabo blanco los atraviesan; ciervos tímidos de los que sólo adivinamos su paso, tan rápido corren; grandes faisanes pesados, rojos, dorados; jabalíes (no los he visto); lobos - oí a uno al principio del invierno, mientras estaba recogiendo hayucos, estos pequeños hayucos buenos que rascan la garganta y dan tos.
A veces las tormentas nos sorprenden en estos grandes bosques: nos escondemos debajo de un roble más espeso que los otros y, sin decir nada, escuchamos la lluvia golpetear allá arriba como sobre un techo, bien al abrigo, para no salir de estas profundidades sino deslumbrados y desorientados, incómodos, al pleno día.
¡Y los abetos! Poco profundos, y un tanto misteriosos, me encantan por el olor, por los brezos rosas y violetas que crecen debajo y por su sonido en el viento. Antes de llegar allí, se cruzan bosques cerrados y, de repente, tenemos la sorpresa deliciosa de desembocar en el borde de un estanque, un estanque liso, profundo, cerrado por todos lados por bosques, ¡tan lejos de todo! Los abetos crecen en una especie de isla en el medio; hace falta pasar con valor a caballo sobre un tronco desarraigado que une las dos orillas. Bajo los pinos, encendemos fuego, incluso en verano, aunque está prohibido; ahí cocinamos no importa qué, una manzana, una pera, una patata robada de un campo, pan con salvado por falta de cualquier otra cosa; huele a humo amargo y resina, es abominable, es exquisito.
Yo he vivido en estos bosques: diez años de vagabundeos aturdidos, conquistas y descubrimientos; el día cuando tenga que dejarlos, me afligirá una gran pena.