Clemencia (Altamirano)/Capítulo III
Debo cesar aquí en el fastidioso relato histórico que me he visto obligado a hacer, primero por esa inclinación que tenemos los que hemos servido en el ejército a hablar de movimientos, maniobras y campañas, y además para establecer los hechos, fijar los lugares y marcar la época precisa de los acontecimientos.
Ahora comienzo mi novela, que por cierto no va a ser una novela militar, quiero decir, un libro de guerra con episodios de combates, sino una historia de sentimiento, historia íntima, ni yo puedo hacer otra cosa, pues carezco de imaginación para urdir tramas y para preparar golpes teatrales. Lo que voy a referir es verdadero; si no fuera así no lo conservaría tan fresco, por desgracia, en el libro fiel de mi memoria.
El coronel del cuerpo de que acabo de hablar era un guapísimo oficial: llamémosle X ... Los nombres no hacen al caso y prefiero cambiarlos, porque tendría que nombrar a personas que viven aún, lo cual sería, por lo menos, mortificante para mí.
Mandaba uno de los escuadrones otro oficial, el comandante Enrique Flores, joven perteneciente a una familia de magnífica posición, gallardo, buen mozo, de maneras distinguidas, y que a las prendas de que acabo de hablar agregaba una no menos valiosa, y era la de ser absolutamente simpático. Era de esos hombres cuyos ojos parecen ejercer desde luego en la persona en quien se fijan un dominio irresistible y grato.
Tal vez por esto el comandante Flores era idolatrado por sus soldados, muy querido por sus compañeros y el favorito de su jefe, porque el coronel no tenía otra voluntad que la de Enrique. De modo que era el árbitro en su cuerpo, y los generales a cuyas órdenes había militado, conociendo la influencia que ejercía sobre su jefe y su prestigio entre la tropa, no perdían ocasión de halagarle, de colmarle de atenciones y de hacerle entrever un próximo y honroso ascenso.
Como era la época en que se franqueaban los escalones de los más altos empleos más fácilmente que nunca, susurrábase que el coronel sería ascendido a general, y que entonces Flores quedaría con el mando de su cuerpo, quizá con el carácter que aquél tenía.
Además, y esto es de suponerse, Flores era peligroso para las mujeres, era irresistible, y mil relatos de aventuras galantes y que revelaban su increíble fortuna en asuntos de amor, circulaban de boca en boca en el ejército.
Flores, por otra parte, no perdía oportunidad de hacer uso de sus relevantes prendas; y aunque el ejército, en aquel tiempo, no hacía más que marchar en opuestas direcciones y cruzar rápidamente por las ciudades, el comandante, sin descuidar sus deberes, encontraba momentos a propósito para galantear a las más hermosas jóvenes de los lugares que tocaba, no siendo nada difícil para él concluir una conquista en breves días y, a veces, en horas.
El hecho es que no salía de una ciudad un poco importante, sin llevar consigo dulces y gratos recuerdos de ella, ni dejaban de verter lágrimas por él los ojos más hermosos de una población.
Ya se sabía; tan luego como se tocaba la botasilla para prepararse a salir, tan luego como se oían los toques de marcha, mientras que los demás pasábamos indiferentes por los pueblos y las ciudades y sólo nos ocupábamos en hacer nuestras maletas y comprar provisiones, Enrique, después de dar las órdenes necesarias a sus capitanes, siempre tenía que escribir un pequeño billete de despedida, siempre se apartaba un momento de la columna para galopar en uno de sus soberbios caballos en dirección a la casa de sus amadas de un día, para estrecharles la mano y recibir, en cambio de tiernas miradas, un pañuelo húmedo de lágrimas, un rizo de cabellos, un retrato o una sortija. ¡Qué dicha de hombre!
No: y debo confesar a ustedes que Flores era seductor; su fisonomía era tan varonil como bella; tenía grandes ojos azules, grandes bigotes rubios, era hercúleo, bien formado, y tenía fama de valiente. Tocaba el piano con habilidad y buen gusto, era elegante por instinto, todo lo que él se ponía le caía maravillosamente, de modo que era el dandy por excelencia del ejército.
Gastador, garboso, alegre, burlón, altivo y aun algo vanidoso, tenía justamente todas las cualidades y todos los defectos que aman las mujeres y que son eficaces para cautivarlas.
Por eso las muchachas más guapas de Querétaro, primero, y después de Guadalajara, se morían por bailar con él, gustaban de apoyarse en su brazo y saboreaban con delicia su conversación chispeante de gracia, salpicada de agudezas ingeniosas y, sobre todo, galante.
Enrique era el tipo completo del león parisiense en su más elegante expresión, y se desprendía de él, si me es permitida esta figura, ese delicado perfume de distinción que caracteriza a las gentes de buen tono.
Todavía mas. Flores era jugador y, por una excepción de la conocida regla, ganaba mucho. No parecía sino que un genio tutelar velaba por este joven y le abría siempre risueño las puertas del santuario del amor, del placer y de la fortuna. Era seguro que cuando nosotros estábamos en quiebra, Flores tenía en su bolsillo algunos centenares de onzas de oro y ricas joyas que valían un tesoro en aquellos tiempos.
Flores no esquivaba jamás la ocasión de prestar un servicio, y sus amigos le adoraban por su generosidad.
Me he detenido en la descripción del carácter del primero de mis personajes, porque tengo en ello mi idea: deseo que ustedes le conozcan perfectamente y comprendan de antemano la razón de varios sucesos que tengo que narrar.
Tal era el comandante Enrique Flores.