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Clemencia (Altamirano)/Capítulo IV

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Clemencia
de Ignacio Manuel Altamirano
Capítulo IV: El comandante Fernando Valle

Había también en el mismo cuerpo, y mandando el segundo escuadrón, un joven comandante que se llamaba Fernando Valle. Era justamente lo contrario de Flores, el reverso del simpático y amable carácter que acabo de pintar a largas pinceladas.

Valle era un muchacho de veinticinco años como Flores, pero de cuerpo raquítico y endeble; moreno, pero tampoco de ese moreno agradable de los españoles, ni de ese moreno oscuro de los mestizos, sino de ese color pálido y enfermizo que revela o una enfermedad crónica o costumbres desordenadas.

Tenía los ojos pardos y regulares, nariz un poco aguileña, bigote pequeño y negro, cabellos lacios, oscuros y cortos, manos flacas y trémulas. Su boca regular tenía a veces un pliegue que daba a su semblante un aire de altivez desdeñosa que ofendía, que hacía mal.

Taciturno, siempre sumido en profundas cavilaciones, distraído, métodico, sumiso con sus superiores, aunque traicionaba su aparente humildad el pliegue altanero de sus labios, severo y riguroso con sus inferiores, económico, laborioso, reservado, frío, este joven tenía aspecto repugnante y, en efecto, era antipático para todo el mundo.

Sus jefes le soportaban, y se veían obligados a tenerle consideración, porque más de una vez en la campaña de Puebla, primera que había hecho en su vida, había dado pruebas de un valor temerario, de un arrojo que parecía inspirado por un ardiente deseo de elevarse pronto o de acabar, sucumbiendo, con algún dolor secreto que torturaba su corazón.

Hubiérase dicho que, desafiando a la muerte, había querido humillar a sus jefes, que combatían con la prudencia del valor reposado y experto.

En el ejército era un advenedizo, porque había aparecido como soldado raso en las filas el año de 1862, ascendiendo luego a cabo por su aplicación, después a sargento en las Cumbres de Acultzingo, a sub teniente (servía entonces en un cuerpo de infantería), luego a teniente después del 5 de Mayo y, por último, a capitán.

Como tal había tomado parte en la defensa de la plaza de Puebla en 1863, sirviendo entonces en el batallón mixto de Querétaro, a las órdenes del valiente y malogrado Herrera y Cairo.

No cayó prisionero, sino que pudo evadirse de la ciudad y se presentó al gobierno de México, que le ascendió a comandante y le destinó a servir en el cuerpo de caballería en que se hallaba actualmente.

Aplicado con asiduidad a esta para él nueva arma, había aprovechado tanto su tiempo, que se le citaba como al oficial más inteligente y más capaz, por lo cual y por su carácter frío y reservado, sus compañeros le profesaban un odio reconcentrado y mortal.

- Evidentemente, este muchacho escondía un proyecto siniestro, estaba inspirado por una ambición colosal, andaba su camino, y quién sabe ... él quería subir, y aparentaba servir a la República como un medio para llegar a su objeto. No era, pues, un patriota, sino un ambicioso, un malvado encubierto.

Esto se decían los oficiales en voz alta, esto se decía el coronel, esto se decía el mismo Flores, y más de una vez Valle tuvo que sufrir los sangrientos sarcasmos de todos, y los devoró en silencio y palideciendo de rabia.

- El no es un cobarde, él sufre nuestros insultos y evita toda pendencia; luego abriga una mira particular a cuya realización sacrifica hasta su amor propio.

Esto añadían en coro los oficiales.

Además Valle ni pedía un servicio a nadie ni lo hacía. Guardaba su poco dinero, gastábale con parsimonia y evitaba toda ocasión de comprometerse a pagar en un convite la comida y el vino de sus compañeros, por lo cual regularmente comía aparte o en diferente fonda, siempre solitario y siempre económico.

Esta sobriedad calculada, su falta de buen humor, su aversión a los vicios a que es inclinada la juventud militar, le daban un aire de gazmoñería que no podía menos de atraerle la enemistad de las gentes.

Así, cuando algún oficial, porque todos los demás se amaban fraternalmente, estaba enfermo o metido en algún apuro, todo el mundo volaba a su socorro, se le prodigaban los cuidados más solícitos, se velaba a la cabecera de su cama, se le facilitaba dinero, se le asistía, en fin, como en familia.

Pero cuando Valle, que tenía, a pesar de su aparente raquitismo, una salud robusta, solía estar achacoso, o herido, como acababa de sucederle a consecuencia de una escaramuza, nadie le hacía el menor caso; se le trataba como a un perro, y el orgulloso comandante tenía que preparar sus hilas con una sola mano y que tomar sus tisanas y beber agua en su jarro con infinitos trabajos, porque rehusaba hasta los servicios de un viejo soldado que le servía, quien, por otra parte, le quería poco.

Francamente, hasta nosotros los médicos, hombres de caridad y que no consultamos nuestras simpatías para ser útiles a los que sufren, hasta nosotros, digo, repugnábamos acercarnos a él, porque sentíamos una invencible antipatía viendo a ese pequeño oficial con su mirada ceñuda, su color pálido e impuro y su boca despreciativa.

- La tisana que me recetó usted, doctor, no me ha hecho provecho alguno -me dijo un día en Querétaro cuando estaba atacado de fiebre a consecuencia de la herida.

Díjome estas palabras con tal desdén, con tal acento, que en un arranque de cólera le repliqué:

- Pues si no le hace a usted provecho, arrójela.

El me miró fijamente con sus ojos hundidos, y temblando por la calentura, se levantó, tomó su jarro de agua fría, bebió hasta hartarse y se volvió del lado de la pared.

Indignado yo de tamaña insolencia, salí refunfuñando.

¡Qué me importa que te lleve el diablo, oficialillo grosero!

Creí que se pondría peor y avisé a alguno de mis compañeros para que fuese a asistirle; él me manifestó que le sería desagradable, y no fue a verle.

Al día siguiente salimos de Querétaro.

- ¡Una camilla para el comandante herido -pidió en el patio del hospital el jefe del Cuerpo Médico, viendo que nadie se había acordado de Valle.

Pero los soldados estaban demasiado atareados con su equipo, nosotros ocupados en nuestros aprestos de viaje, los soldados de ambulancia se encogían de hombros, y el comandante quedó abandonado.

Ibamos acordándonos de él ya en la columna de camino y en marcha, cuando le vimos a la cabeza de su escuadrón, sereno, callado, cejijunto y llevando el brazo envuelto y colgado del cuello.

- Realmente hay algo de misterioso en la fuerza de espíritu de este muchacho -nos dijimos.

- ¿Será un héroe futuro?

- ¡Bah! tiene más aspecto de traidor que de héroe; él medita algo, no hay duda -se me contestó.

Y así continuamos hasta que él sano sin necesitar de más asistencia de facultativo.