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Clemencia (Altamirano)/Capítulo VIII

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Clemencia
de Ignacio Manuel Altamirano
Capítulo VIII: La prima

He disertado, tal vez con gran pesar de ustedes, pero creí necesarias las observaciones que acabo de hacer, para que sea conocido el teatro en que van a representar mis personajes. Ahora vuelvo a la novela, que hace tiempo que la escena está sola y que no hago más que poner decoraciones.

He dicho que Guadalajara, cuando llegamos, estaba llena de animación y de ruido. Había en ella, no ese aspecto sombrío y severo de una plaza que está próxima a defenderse, sino la alegría aturdidora de una ciudad que, no teniendo duda acerca de la suerte que le espera, quiere al menos ahogar en la fiesta sus inquietudes y su desesperación.

Mañana caería en las garras del extranjero, y la familia liberal jalisciense, que lo sabía, procuraba gozar los últimos instantes, y darse, en medio de la locura del festín, los últimos adioses. Eran las postreras alegrías del hogar.

De modo que si Guadalajara ocultaba en su seno todas las palpitaciones de la zozobra y el temor, hacía esfuerzos para disimularlas con su semblante risueño, con sus gritos de entusiasmo y con su indolente amor al placer.

El general Arteaga, gobernador entonces de Jalisco, había reunido en la ciudad numerosas tropas de disciplina con empeño, esperando, como era de suponerse, que bien pronto tendría que hacer frente a las legiones extranjeras.

Nuestra llegada aumentó la animación; éramos mexicanos y jóvenes, es decir, gente alegre, bulliciosa y amante de divertirse hasta en vísperas de morir. Nuestros oficiales eran todos bien educados, elegantes y amables. Nuestro cuerpo de caballería, y digo nuestro, porque ya me consideraba perteneciente a él, era en este particular privilegiado.

El coronel era el tipo más acabado del gentleman. Había querido que sus oficiales fuesen semejantes a él, y había logrado reunir en su cuerpo una pleyade verdaderamente escogida de dandys.

El único con quien estaba descontento era Valle, y eso no porque careciera de modales finos, sino porque, como lo he dicho, no era comunicativo ni galante, ni gustaba de la francachela. Parecía el mal pariente de aquella familia militar; y como su conducta, su observancia rigurosa de las leyes del ejército, y su exactitud, eran un reproche constante para el coronel, que solía relajar la disciplina, éste deseaba con toda su alma desembarazarse de tan incómodo subalterno.

He dicho antes que Valle prometió a su amigo Flores llevarle a casa de su prima.

El don Juan, a quien pareció seductora la promesa, deseoso como estaba de conocer a las beldades de Jalisco, para quienes esperaba ser tan simpático como siempre, no perdió oportunidad de recordar a Valle su oferta; y al día siguiente, después de terminadas las ocupaciones militares del cuartel, los dos jóvenes se dirigieron a la plaza principal a practicar un reconocimiento, presumiendo, como era natural, que allí habría bellezas que contemplar y amigos que les sirvieran de cicerones.

Era domingo, y la mañana estaba hermosísima; pero en la plaza, cuyo cuadro está embellecido con una hilera de naranjos, no encontraron nada de particular, pues la reunión más notable se hallaba en el atrio de la Catedral, en la que se celebraba la misa de doce. Este atrio se halla limitado por una soberbia y magnífica reja de hierro.

Nuestros oficiales, llamando la atención por su elegante uniforme, y particularmente Flores por su gallardo continente, atravesaron la puerta de la reja y penetraron al interior del templo, cuya magnificencia omito describir para no parecer fastidioso. Sólo diré a ustedes que los jaliscienses se enorgullecen de poseer tan suntuoso edificio, obra del arquitecto Martín Casillas, el maestro más insigne que había en aquellos tiempos, según ellos dicen.

Cuando los oficiales entraron, la misa estaba concluyéndose, y mientras que Valle, más artista y más observador, examinaba la fábrica del templo, la forma y riqueza de los altares, y se fijaba con curiosidad en los sombreros viejos de los obispos difuntos, que están pendientes de un hilo arriba de cada uno de los altares, y acerca de los cuales se cuentan muchas candorosas tradiciones que el joven recordaba sonriendo, Flores, más inclinado a contemplar las bellezas humanas que las bellezas arquitectónicas y las antigüedades, recorría con admiración los diversos grupos de encantadoras hijas de Guadalajara, que llenaban las naves de la Catedral y en derredor del altar en que se celebraba el Oficio Divino.

- Hombre, Valle, deje usted de contemplar santos como un bobo y mire los primores que hay aquí. ¡Canario! qué muchachas tan deliciosas tiene Guadalajara.

Valle miró y quedo asombrado. En efecto, había allí un centenar de mujeres hermosas, hermosísimas, como las sueñan los poetas, como las pintan los enamorados.

Las naves resplandecían más que con el fulgor de los blandones y con los rayos de luz que penetraban por las ventanas, con el brillo de tantos ojos negros que parecían encendidos, no por el tibio fuego de la piedad, sino por la hoguera abrasadora del amor y del deseo.

La misa había concluido; los oficiales vinieron a situarse en la puerta principal, y allí pasaron revista a todas las bellezas que acababan de ver en conjunto y de'prisa.

Todas ellas se fijaban en los dos jóvenes, y con especialidad en Flores, que estaba soberbio de belleza, de elegancia, y que tenía en su semblante y en su apostura ese no sé qué poderoso e irresistible que atrae infaliblemente las miradas y el corazón de las mujeres.

De repente se acercaron a ellos dos jóvenes gallardas y majestuosas como dos reinas. Una de ellas tenía cubierto el semblante con un espeso velo. La otra era hermosa como un ángel. Rubia, de grandes ojos azules, de tez blanca y sonrosada, y alta y esbelta como un junco, esta joven era una aparición celestial.

Valle, al verla, se ruborizó cuanto era posible en su semblante pálido. Ella le dirigió una mirada y le saludó sonriendo ligeramente; pero al fijarse después en Flores se detuvo un instante lo mismo que su compañera, como fascinada por la mirada audaz del bello seductor que estaba acostumbrado a imponer desde el primer instante, sobre las mujeres que veía, el despotismo de su influencia terrible.

Después de esta detención momentánea las dos damas salieron del templo con cierta precipitación, atravesando el atrio entre una doble hilera de leones de Guadalajara, que se inclinaron respetuosamente para saludarlas. En este momento Valle murmuró al oído de Enrique estas dos palabras:

- ¡Mi prima!

Enrique sonrió y se contentó con decir entre dientes:

- ¡Deliciosa!

La rubia, al través de las rejas del atrio aun volvió una vez el semblante y, sin hacer caso de los pisaverdes cuyos ojos la seguían, dirigió una última mirada al gallardo compañero de su primo.

- Entiendo -dijo Flores a éste- que tendrá usted el buen gusto de seguir a su linda prima; y yo creo que es de mi deber acompañarle.

- Bueno -contestó Valle un poco contrariado- no sé si se dirigirá a su casa y si podrá recibirnos a esta hora; pero vamos, y ella dirá.

- Querido -replicó Enrique- estoy seguro de que una mujer linda y de buen sentido tendrá mucho placer en recibir a cualquier hora a dos muchachos de México como nosotros.

Diciendo esto siguieron a las encantadoras criaturas que, atravesando la plaza y algunas calles y encontrando en su camino unas miradas de amor y saludos cariñosos se dirigieron a la calle del Carmen, deteniéndose a la entrada de una casita linda y alegre como una jaula de canarios. Allí, después de volver todavía el rostro para cerciorarse si eran seguidas, viendo a los oficiales que venían en pos de ellas a pasos rápidos, haciendo sonar en las baldosas sus acicates de oro, entraron y se dirigieron inmediatamente a la sala de recibir.