Clemencia (Altamirano)/Capítulo XX
Tres días después Isabel vino a casa de Clemencia y se precipitó sonriendo en los brazos de su amiga, a quien halló pensativa y triste:
- ¡Qué feliz soy, hermana mía, que feliz soy! -le dijo.
- Lo veo en tu semblante, Isabel, lo creo ... ¡Conque te aman! ...
- Y amo como una loca, como nunca he amado, como nunca pense que podría amarse.
- Vamos, di ¿qué ha pasado? Enrique te ha dicho ...
- Que me adora, que no ama a nadie más que a mí; que no ha dejado a nadie en México, y que la guerra no será un obstáculo para que yo sea su esposa.
- ¿Tan pronto así va? ...
- Y ¿qué menos pronto podría ir? ¿Pues acaso no se ama uno para eso, para no separarse jamás?
- Pero, niña ¿es que se conoce uno hoy, para casarse pasado mañana? ¿Ese caballero cree que se da una palabra de matrimonio como se dice una galantería?
- Pero, Clemencia, tú me entristeces; si me ha declarado su amor antes de ayer ¿te parece monstruoso que me hable de unión eterna cuando se ha convencido de que le amo también? ¿Qué tiene eso de particular? Más bien dicho ¿por qué no había de ser así?
- No digo yo que sea monstruoso, pero me parece el caballero Flores demasiado calavera, para aventurar una promesa tan pronto, con intención de cumplirla. Eso, si no una suma vulgaridad, sería una cosa muy rara. Hay hombres como él, que emplean esa palabra en todos sus galanteos, y esos decididamente son libertinos vulgares, muy vulgares. Si Enrique la usa por costumbre, es preciso convenir en que no es tan superior como yo le había creído. Si no es así, es preciso que esté muy enamorado, y entonces hay que creerle; pero te lo repito, es extraordinario, es prodigioso.
- Clemencia, me haces mal con tus palabras ¿por qué estás tan cruel hoy?
- No, niña, no quiero hacerte mal, quiero precaverte: estás enamorada, tienes una confianza ciega, y yo te digo: Isabel, no creas tan fácilmente ... nada engaña más que el corazón enamorado ... por eso es preciso dejar que hable un poquito la cabeza. Tú eres una niña inocente y buena, nunca has amado, no conoces a los hombres, y menos a los hombres como Enrique. Si tú das entero crédito a sus promesas, corres el peligro de comprometer demasiado el corazón en un juego terrible: después te morirías al primer desengaño, y esa alma tan feliz hoy, tan tranquila, se convertiría en un instante en un infierno de tormentos ... Ama, hija mía, porque esa es la dicha, y sobre todo, porque no amar no depende de ti; pero piensa un poco y no concedas tu amor sino con muchas reservas; más tarde irán desapareciendo, pero será después de que te hayas convencido de la sinceridad con que te aman. ¿Conoces acaso a Flores? ¿Sabes tú si no es lo que te figuraS, un hombre caballeroso y leal, sino un seductor afortunado que sabe hacer la comedia del amor perfectamente? Si fuese Valle, te diría yo: Querida mía, no tengas miedo; he ahí la sinceridad, se le conoce en su mirada y su modo de hablar. Los hombres encogidos como él, cuando se deciden a declararse, tiemblan, sus ojos se llenan de lágrimas, tartamudean algunas palabras torpes ... pero puede creérseles ... toda esa timidez revela la pureza de un sentimiento que no saben fingir ... Pero los hombres como Enrique, son abismos en los que es difícil adivinar lo que hay.
Isabel palidecía y lloraba.
- ¡Calla, Clemencia! ¿no ves que me estás matando? ¡Y yo que creía encontrar en tus palabras animación y esperanza; yo que creía que ibas a gozarte en mi dicha, que tu corazón iba a responder con sus palpitaciones cariñosas, al mío que se siente enfermo de amor ... te encuentro así, cruel, amarga y llena de sospechas! ¿Es que me aborreces ya? ¿Es que no quieres que yo le ame?
- ¿Querer yo eso, Isabel mía? Y ¿por qué lo habría yo de querer? Mi amistad no merece tales reproches; eres más que mi amiga de la infancia, mi hermana. Perdona si con decirte eso te he hecho sufrir; pero, mira, yo conozco más el mundo, siquiera porque, menos enclaustrada que tú, he tratado con más frecuencia a los hombres. Bien sabes que he adquirido fama de coqueta, y bien sabes también que con injusticia; es que he juzgado prudente no confiarme; el corazón no debe darse sino como precio de un amor probado mil veces. El que resiste a estas pruebas y sale airoso de ellas, ese es el merecedor de nuestro cariño. Pero amar en tan breves instantes, es jugarse la vida. Yo no he derramado todavía una lágrima arrancada por el desengaño. Pero tengo miedo de derramarla; me parece que con ella perdería la mitad de la fuerza con que hoy me siento: me parece que con la primera lágrima de dolor se derrama la savia de diez años de existencia. Por lo demás, ama a Enrique; pero ni le creas todo lo que te dice, ni le digas todo lo que sientes. Serás su esposa; pero siquiera aguarda a saber quién es, de dónde viene y qué ha hecho. Los mexicanos nos juzgan a las provincianas más candorosas de lo que sOmos, y educados en una sociedad menos franca que la nuestra, abusan de su destreza para engañar, seguros de sus triunfos fáciles. Te repito que si se tratara de Valle no sería ni tan severa para juzgarle ni tan suspicaz para creerle.
- Y a propósito de mi primo, él está enamorado de ti locamente ¿no es esto?
- Así parece. Ayer ha venido, hoy también; me devora con sus miradas: hay algo de delirio en esa pobre alma, y te aseguro que no ha amado jamás como hoy.
- ¿Y tú le quieres?
- Te parecerá raro; pero creo que sí. Sin las ventajas de Enrique, tiene en cambio un noble corazón que se revela en todas sus acciones, una inteligencia admirable y una inocencia de niño. Le di una flor antes de anoche, ya lo sabes. Pues bien; la guarda junto al corazón, la adora, y la besa con locura. Hoy le di mi retrato y le puse una dedicatoria que le ha trastornado. ¿Lo crees? Se ha atrevido a besarme una mano; no pude incomodarme por esa libertad: ¡me ama tanto! ... Y yo le voy queriendo también ... ¿Y por qué no había de hacerme feliz el amor de una alma tan generosa y tan elevada?
- ¡Clemencia, estás enamorada!
- No sería difícil, ya me conoces, soy original en mis ideas. No he amado nunca, porque no he encontrado jamás el alma a la altura de las cualidades físicas, y sería triste para mi amar una bella estatua. ¿Pues no hay bastante belleza con la de la mujer? Yo busco en el escogido de mi corazón, la fuerza, la energía, la inteligencia y la elevación de sentimientos: todo eso he creído entrever en Fernando. Hasta hoy, no se enteramente si es mi ideal, porque menos confiada que tú, no acepto tan fácilmente a un desconocido. Creo en su talento, porque eso se revela desde el primer instante; pero aún no conozco ni su valor personal ni la generosidad de sus acciones. Así es que me reservo. Mira: no le amo aún; pero si cualquier suceso me hiciese conocer de una manera indudable las grandes dotes que le supongo, le amaría con toda mi alma, le adoraría y procuraría hacerle dichoso con toda la pasión de que una mujer es capaz. Nada habría en el mundo que me detuviera para ser suya; ni la fortuna ni la gloria tendrían para el más tesoros que los que podrían ofrecerle mi amor ardiente y mi ternura inmensa. ¡Feliz el hombre a quien yo ame, Isabel, porque le amaré como no se acostumbra amar hoy, como es difícil que se ame en el mundo! ¿Y ya me ves tan altiva, tan desdeñosa, tan exigente? Pues te aseguro que sería yo una mujer humilde, una pobre esclava que estaría pendiente de sus ojos para complacerle, y una leona para disputar su amor ... la muerte misma me parecería dulce recibirla de su mano.
- ¡Clemencia! ... Nunca te he oído hablar así ... ¡Me encantas y me causas terror!
- ¡Oh! te causo terror porque tú eres dulce y tímida, porque tu amor es una lágrima de ángel ... mi amor sería una llama devoradora, un volcán. Pero tranquilízate ... no amo todavía así a tu primo. Más tarde le amaré quizás ... Pero falta mucho para eso. Sería preciso que un grande rasgo de corazón, una cosa extraordinaria me hiciese admirarle, y entonces no había necesidad de más, le amaría. Yo soy de esas mujeres en quienes el amor entra por las puertas de la admiración. Me parece difícil que llegase a apasionarme de un hombre sin admirarle primero; desdeño lo vulgar, y me siento capaz de amar toda mi vida a un mártir que hubiera perecido en un cadalso, y de convertir su memoria en un culto perpetuo; así como me parece imposible querer a algún pequeño hombre a quien la fortuna elevase sin merecerlo a la cumbre del poder, o a otro a quien la suerte caprichosa hubiese dotado de riquezas, o al triste mortal que no contara más que con el atractivo vulgar de una hermosura de Adonis, sólo buena para decorar mi jardín o para ocupar un lugar en mi aparador de juguetes.
- Pues bien, Clemencia, justamente se acerca la ocasión en que podrás experimentar el alma de Fernando ... la guerra que va a seguirse tal vez le dará oportunidades de darte a conocer su valor y su temple.
- Bien pensado: no es el valor vulgar el que me fascinaría ... Valientes hay muchos, en nuestro país sobran, y desde el soldado raso hasta el general hay para admirar a todos ... Si Fernando no fuera más que un oficial atrevido, poco habría adelantado en mi corazón. Pero tú sabes que hay acciones que sobrepasan la esfera de lo común; yo no sé precisamente lo que quiero, no acierto a expresarte mi pensamiento ... Se me figura que un proscrito, perseguido por todo el mundo, un mártir, un hombre que subiera al cadalso por su fe y por su causa, abandonado de todos, hasta del cielo ... ese sería el hombre a quien yo amase ... Y me hago la ilusión de arrebatarle de las gradas del cadalso, de ser yo su libertadora y de llevármelo conmigo para hacerle sentir el cielo, después de haber pisado los umbrales del infierno. ¡Qué quieres! ... soy así ... hay mucho de singular en mis deseos y en mis ideas.
- Sí, verdaderamente me espantas ... ¡Un condenado a muerte! ... A nadie le ocurriría, te lo juro ... Apuesto a que te has enamorado de algún héroe de novela.
- Leo pocas, ya lo sabes, y las que he leído no tienen condenados a muerte. Es una idea mía nada más.
- De suerte que mi pobre primo tendría que hacerse coger prisionero por los franceses y conducir a Guadalajara y fusilar en la plaza para que tú le amases después.
- Puede ser que no lo lograra simplemente con eso, Isabel. Yo te digo que no sé lo que quiero precisamente; pero quiero la desgracia, y la desgracia ganada de un grande rasgo del corazón.
- Amor imposible entonces.
- Muy difícil de todos modos, querida niña -dijo Clemencia suspirando y quedándose un momento pensativa.