Clemencia (Altamirano)/Capítulo XXV
Era el 5 de enero de 1864, y ya avanzada la noche, que estaba fría y nebulosa.
Un carruaje tirado por seis mulas caminaba con toda la ligereza posible con dirección al pueblo de Zacoalco, distante todavía como unas cuatro leguas.
En pos de él seguían un caballero y seis u ocho criados, uno conduciendo tiros de refresco y otros algunas mulas cargadas de petacas y colchones. Evidentemente en el coche debía ir una familia principal.
Ya he dicho que ese mismo día cinco ocuparon los franceses, mandados por el general Bazaine, a Guadalajara. Arteaga la había evacuado el tres con sus tropas.
A la aproximación de las fuerzas invasoras, varias familias, no pudiendo soportar la idea de recibir a los enemigos de la patria, se apresuraron a salir y tomaron todas ellas el camino de Zapotlán para dirigirse a Colima, punto que estaba enteramente a cubierto, por entonces, por la línea de defensa que había establecido el general Uraga en las Barrancas.
El camino de Guadalajara a Sayula por tal motivo había estado frecuentado por los emigrantes desde el día tres, pero ya el cinco lo estuvo sólo por algunos rezagados que habían salido de la ciudad pocas horas antes de que llegaran a ella las columnas francesas.
A este número pertenecía probablemente la familia que venía en el carruaje, pues todo indicaba que había hecho una jornada larga y penosa. Las mulas parecían fatigadas, el coche maltratado, y los mozos caminaban cabizbajos y taciturnos, señal del fastidio que les había producido una caminata poco común.
De repente en un recodo del camino el carruaje se detuvo como por un obstáculo, las mulas desfallecían, pero el conductor les aplicó latigazos tan vigorosos que los pobres animales hicieron un esfuerzo supremo y partieron con tanta fuerza que el carruaje, después de haber dado un gran salto, volcó, cayendo sobre uno de sus costados.
Las personas que iban en él dieron un grito espantoso, al que respondió el caballero que venía detrás y que se apeó en el acto del magnífico caballo que montaba y corrió a donde el carruaje yacía arrojado y en el peligro de ser arrastrado por las mulas, que sin ser contenidas más que por el postillón, se espantaban y querían continuar su carrera.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritaba el caballero, lleno de angustia.
- No hay cuidado, papá, nada nos ha sucedido -gritó una voz ligeramente alterada por el susto.
- ¡Clemencia, hija mía! ¿Y tu mamá, y tus amigas?
Ya comprenderán ustedes que las familias que iban allí eran las de Clemencia e Isabel.
Por fortuna tanto estas jóvenes como las señoras no tuvieron novedad, y si no fue un desmayo que sufrió Isabel, a causa del terror, no tuvieron que lamentar sino pequeñas contusiones.
Por lo demás, el carruaje tenía hecha pedazos completamente una de sus ruedas que, detenida en un hoyo, obstáculo que detuvo el carruaje momentos antes, se había roto al tirar las mulas apuradas por los latigazos del cochero.
Un instante después y con el auxilio de los criados las jóvenes fueron transportadas a orillas del camino. Isabel volvió en sí en los brazos de Mariana, que no perdía su presencia de espíritu; el carruaje fue levantado, y sólo afligió a la familia la dificultad de su situación.
En efecto, era imposible continuar el camino, inutilizado como estaba el carruaje. El cochero manifestó la imposibilidad de componer la rueda rota, y los mozos añadieron lo que el caballero sabía: que no había cerca ningún pueblecito, ninguna hacienda adonde refugiarse esa noche, o de donde traer un carruaje nuevo. Zacoalco estaba todavía a cuatro leguas, y era improbable que allí pudiese conseguirse un coche. Era, pues, preciso pedirlo a Sayula, adonde el general Arteaga había llegado, o resignarse a hacer la caminata en los caballos de los mozos, mientras que éstos seguían a pie.
Pero las señoras se juzgaron incapaces de montar a caballo, y además los golpes que habían recibido, aunque pequeños relativamente, les hacian sufrir bastante para que pudiesen caminar a caballo por espacio de cuatro leguas. ¿Qué hacer entonces?
- Si me hubieses escuchado, Clemencia -decía el caballero con vivas muestras de pesar- nos habríamos quedado en Santa Ana, habríamos tenido un buen alojamiento y nos habríamos ahorrado esta desgracia.
- Es muy cierto, papá -respondió la joven- pero la consideración de que los franceses podían seguirnos y de que tal vez nos íbamos a ver envueltos en mayores dificultades, estando los republicanos cerca, me hacía impacientarme. Prefiero, a no ser por los trabajos que hago pasar a ustedes, todo esto a quedarme cerca de Guadalajara.
- De veras que admiro tu patriotismo, hija mía; no te juzgaba capaz de tamaña exaltación.
- Papá -replicó la niña- a usted debo todas mis ideas y el odio que tengo a los enemigos de México.
- Algo se mezcla el amor en tu patriotismo, según presumo; pero no lo tengo a mal, y sólo siento que no podamos salir de este atolladero.
- Señor -dijo uno de los mozos- si quiere su merced echaré a correr a Zacoalco, y puede ser que encuentre otro coche, o por lo menos un carpintero que en un momento componga la rueda. Estaré allá a las dos de la mañana y aquí de vuelta poco antes de amanecer, y podremos continuar.
- Bien, vete -dijo el caballero- mira que tú eres nuestra esperanza.
- Pierda cuidado mi amo -contestó el mozo metiendo espuelas a su caballo y alejándose con dirección a Zacoalco.
Entretanto los criados improvisaron allí una especie de tienda, y con auxilio de las hachas que llevaban a prevención armaron los catres de camino para las señoras, que se recostaron en ellos y durmieron mientras que el padre de Clemencia y sus servidores permanecieron en vela, perfectamente armados y dispuestos a defenderse, pues no era nada difícil que por aquel camino, entonces desierto y abandonado de toda especie de tropas, cruzasen algunas bandas de las que siguen por lo regular a un ejército en retirada, o de las que se aprovechan de una situación como aquella para desvalijar a los transeúntes.
Dejemos al respetable y patriota comerciante sentado en una petaca, con una mano en la mejilla y la otra en un soberbio rifle de seis tiros y sigamos al postillón que corre a escape por el camino de Zacoalco.