Clemencia (Altamirano)/Capítulo XXXII
Clemencia estaba loca de dolor, la noticia de la prisión de Flores, que no supo sino hasta que llegó este joven custodiado a Colima, fue para ella un rayo.
Ignoraba la causa, pero no tardó en saberla, y se resistió a creer obstinadamente en la verdad de semejante acusación. El exaltado patriotismo de Clemencia le hacía considerar a su amante como víctima de una atroz calumnia, pues conocía perfectamente el carácter de Enrique y sabía que prefería morir antes que traicionar a sus banderas y hacer causa común con los enemigos de su patria.
No: Enrique no podía ser traidor, no podía degradar su noble carácter republicano, no podía abandonar la defensa de la nación invadida injustamente, no podía perder su heroica posición para aceptar el yugo francés. Semejante idea la irritaba, y la sola consideración de lo que sufriría el orgulloso joven acusado de tamaño crimen, le causaba terror y desesperación.
Quiso ver a su amante para escuchar de sus labios la verdad; pero Enrique estaba incomunicado rigurosamente, y ni aun se permitió entregarle una carta de la joven, ni los ruegos del padre de Clemencia fueron bastantes para Vencer la resistencia de los oficiales encargados de custodiar al reo.
En tal situación la familia hizo buscar a los criados del coronel; pero ellos estaban también vigilados y arrestados, y no se pudo hablarles tampoco. La desesperación de la hermosa joven fue indecible.
Pero todavía tuvo creces, cuando supo, a no dudarlo, que la causa de la prisión de Enrique había sido una acusación de Valle.
Entonces Clemencia comprendió todo. Su amor era la causa de la desgracia de Flores. Este y Fernando eran rivales; el primero había sido preferido, y el segundo, apasionado como parecía estar, y furioso de celos, había maquinado para perderle. No había duda alguna, Fernando era el infame calumniador de Flores, y lo que ignoraba Clemencia era como el odioso comandante había urdido una acusación que pudo tener tan buen éxito.
Con este pensamiento fijo, Fernando se le aparecía en todo lo espantoso de su carácter miserable y vil.
Recordaba que aquel joven, aparentemente humilde, devoraba en silencio los desaires que se le hacían, mirando con ojo torvo los triunfos de Enrique, cuya superioridad le humillaba. Poníase a considerar que Valle era de esos hombres en cuya palidez puede leerse la historia de todas las malas pasiones. Indudablemente, el que teniendo igual posición militar que su rival, ve todos los días que este se atrae todas las miradas y simpatías y la predilección de sus jefes, así como comprende la superioridad real de sus cualidades, no puede menos de enfermarse de envidia, a menos que tenga una alma elevada y excepcional.
Valle no daba un paso en unión de Flores, que no recibiese un desprecio; no trataba a una mujer que no tuviese luego mil preferencias por el otro, no lograba superar a su antagonista ni siquiera en el amor de sus soldados, ni siquiera en la estimación de sus compañeros. Era la antipatía personificada junto a la simpatía de que tan digno representante era Enrique, el caballeroso, el león, el artista y el hijo mimado de la fortuna. Además, era natural que aquel odio sordo y concentrado, que aquella envidia villana y cobarde hubiesen llegado hasta el extremo, con motivo de lo que había pasado en Guadalajara.
Clemencia, por un juego de coqueta que le había parecido insignificante respecto de Fernando, aunque había tenido por objeto vencer la indiferencia de Enrique, había demostrado demasiado cariño al primero, lo cual había hecho que el pobre diablo se enamorase de ella. Después, cuando Enrique comprendió al fin lo que aquella comedia femenil indicaba y cayó en sus brazos lleno de amor, era seguro que el engañado comandante había sufrido violentamente, puesto que había dado muestras de su irritación en el baile de Navidad, y que había querido batirse al día siguiente, y como la venganza que deseaba no había podido realizarse, había acabado por envilecerse el alma de Fernando hasta el grado de hacerle cometer una acción infame y espantosa. Había calumniado a Enrique, y con su calumnia le llevaba al cadalso.
Todo esto penso Clemencia, y su cólera contra Fernando no conoció límites. La impetuosa joven habría querido matar al acusador de su amante si hubiera podido, y deseaba su presencia para manifestarle el más hondo de sus desprecios.
Isabel, por su parte, que ya conocía la pasión de su amiga por su antiguo amante, comenzó, como era natural, por tener unos celos que la mataban; pero acabó por callarse y sufrir con esta resignación de las almas débi!es que no pueden luchar.
Reflexionaba, además, que Enrique estaba perdido para ella, puesto que no la amaba; y esto, la resolución que había formado de no quererle y el cariño profundo que tenía a su amiga, acabaron por hacer que no viera en Clemencia una rival dichosa, sino una hermana a cuya felicidad era preciso sacrificarse.
Pero cuando supo la terrible noticia, cuando vio a Clemencia llena de angustia; cuando comprendió todo lo horrible de la situación de Enrique, hubo una especie de sobreexcitación en su alma, el fuego mal apagado volvió a encenderse y, sin pensar entonces en que no era amada, sin dar cabida en su pecho a la pasión de los celos, sin abrigar ningún mal sentimiento, sufrió como Clemencia, y como ella estuvo dispuesta a sacrificar hasta la vida por salvar la del hombre a quien tanto amaba.
De modo que Enrique contaba con la protección de esos dos ángeles. Sólo que Isabel se contentaba con llorar y rezar, y Clemencia trabajaba con energía. La una invocaba al cielo llena de esperanza; la otra, sin desesperar de la protección divina, contaba con su fortuna, con su belleza y con el prestigio de su padre.
Cuando Clemencia supo que el fallo del Consejo de guerra se había fundado en pruebas muy patentes de la traición de Enrique, desfalleció. ¡SU amante traidor! Eso hubiera querido decir que él la había engañado vilmente.
- No lo dude usted, Clemencia -le decía una persona-. Le han presentado comunicaciones del enemigo dirigidas a él, ofreciéndole el empleo de general y otros puestos elevados, y comunicaciones también suyas en que daba cuenta de las operaciones del ejército y prometía pasarse con su cuerpo a las filas francesas. El ha negado todo esto, pero está convicto enteramente, pues las instrucciones reservadas del general en jefe que se le habían comunicado a él solo en su línea, eran transcritas al enemigo para su conocimiento.
Estas aseveraciones arrojaron la duda en el alma de Clemencia; pero apenas acababa de escucharlas y reflexionaba sobre ellas, cuando recibió una carta de Enrique, y su padre recibió otra. En ellas les protestaba su inocencia, aseguraba que Fernando, deseando vengarse de él, había urdido esa infame calumnia en su contra con una habilidad infernal, de modo que las pruebas presentadas le condenaban aparentemente, y por último, rogaba al señor R... que le salvase a toda costa, y a Clemencia la conjuraba por su amor a apurar todos sus recursos para librarle del cadalso. Ofrecía su fortuna y la de su familia a cambio de su vida y, en fin, se mostraba tan angustiado, tan aterrado y, parecía hablar con tal sinceridad, que la familia de Clemencia y la de Isabel se consternaron y decidieron apelar a todos los medios para salvarle.
Entonces fue cuando Clemencia rogó de rodillas a su padre que marchara a ver al general en jefe, a fin de obtener el perdón de Enrique.
Después de partir el anciano, Clemencia invitó, rogó a todos sus amigos que obtuvieran del comandante de la plaza la suspensión del cumplimiento de la sentencia, siquiera por un día más, y conmovió a todo Colima con sus esfuerzos y su aflicción.
Y pálida, convulsa de dolor, trastornada, pero sostenida aún por su indomable energía, después de poner en acción cuanto estaba de su parte para salvar al joven, de recorrer varias calles y obligar a cien personas a acercarse al jefe del Estado, acompañada de su madre y de Isabel se dirigió a la prisión en que Enrique estaba esperando su última hora. Suplicó a la guardia que le permitiera ver a su amante, se avisó al comandante Valle que allí mandaba, como lo he dicho, y éste otorgó el permiso de buena voluntad y con el corazón oprimido, porque preveía la escena que iba a pasar, y sentía de antemano las maldiciones que iban a pesar sobre él.
Clemencia penetró en la prisión con sus compañeras y se precipitó en los brazos de su desgraciado amante. Isabel encontró bastante energía en su naturaleza delicada para no sucumbir en aquella lucha terrible, pero cayó de rodillas y no hizo más que sollozar.
Aquella entrevista fue dolorosísima y no la describiré.
Al cabo de una hora se separaron.
- Clemencia -dijo Enrique oprimiendo contra su corazón a su amada- no olvides mi suplica. Necesito un veneno, yo no quiero salir a la expectación pública y morir en un cadalso afrentoso. Esta idea me hace perder la cabeza. Tráeme un veneno; pero tráemelo tú, porque difícilmente llegaría a mis manos si le enviases con otra persona. Por nuestro amor, no lo olvides.
- Te lo prometo, volveré esta noche; pero no pierdas la esperanza, mi padre obtendrá tu indulto ... espera -respondió la joven anegada en llanto.
Salieron, y antes de atravesar la puerta, Clemencia, reponiéndose, enjugando sus ojos y recobrando su continente altivo y enérgico, dijo a sus compañeras:
- Me falta cumplir un deseo; vengan ustedes.
Después pidió a un oficial que avisase al comandante Valle que deseaba hablarle.
Valle, sorprendido de aquella petición, salió de su aposento y vino a encontrar a la hermosa joven, a quien saludó descubriéndose respetuosamente.
- Escuche usted, señor Valle -dijo Clemencia con una expresión de desprecio supremo- comenzó usted por serme indiferente, después me fue usted fastidioso; pero nunca creí que llegase usted a hacerse tan vilmente despreciable como hoy le considero.
- ¡Clemencia! -interrumpió el joven, sintiendo correr hielo por sus venas al escuchar aquellas palabras.
- ¡Oh! no me trate usted con familiaridad, señor, que nada tengo yo de común con un calumniador miserable, que se venga cobardemente de su enemigo llevándole al cadalso.
- Pero, señora ¿ha venido usted a insultarme de este modo?
- No, señor: he venido a jurar a los pies de ese hombre que va a morir, pero a quien adoro con locura, que le amo, que le amo con toda mi alma, que no morirá para mí, y que no tardare en seguirle. ¡Oh! usted no sabe de lo que es capaz una mujer de mi temple cuando está apasionada ... Usted que se atrevió a esperar de mí otra cosa que una mirada de indiferencia, al verle a él preferido creyó que haciéndole asesinar podría extinguir su amor en mi corazón, usted se ha engañado: mártir, le amo más, mi amor es causa de su muerte; pero me quedo en la tierra unos cuantos días para vengarle. Le pareceré a usted una loca; pero ya me conocerá usted mejor.
- ¡Clemencia! -dijeron a una voz la señora Mariana e Isabel, espantadas de la violencia de la joven.
- ¡Oh! perdónenme ustedes ... estoy extraviada ... este hombre cruel ha amargado para siempre mi vida, ha despedazado mi corazón ... ha perdido mi alma.
Clemencia no lloraba. Su pecho se levantaba fuertemente, y ella parecía hacer esfuerzos supremos para no gritar y caer desfallecida. La señora la tomó en sus brazos y, dirigiéndose a Fernando, le dijo:
- Aléjese usted, señor, y perdónela, como nosotros le perdonamos a usted. Amaba, y la ha matado usted acusando a Enrique.
- Y a mí también me ha matado usted, Fernando -murmuró sollozando Isabel- porque yo le amo también como ella ...
Fernando estaba próximo a desplomarse, y se apoyó en la pared desvanecido. Las señoras se alejaron lentamente, porque Clemencia e Isabel vacilaban. Llegaron por fin a la puerta y subieron con pena a su carruaje, que partió con rapidez.