Clemencia (Caballero)/Primera parte/IV
Primera parte
Capítulo IV
[editar]-Señora -dijo a la mañana siguiente el ama de llaves-, ahí está el criado que envía la señora doña Eufrasia.
-Bien, dile que entre -contestó la Marquesa.
A poco entró la más extraña figura que darse puede. Era una rara muestra de lo que es la expresión a los rostros y el continente a las personas; pues siendo el que se presentó un hombre sin deformidad alguna, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, con facciones regulares, buenos ojos y buena dentadura, nadie podía mirarlo sin reírse, menos aquellos que tienen la desgracia de no reírse nunca. Estaba basta, pero aseadamente vestido, sólo que los pantalones eran demasiado cortos, y en cambio los zapatos demasiado largos; la chaqueta era demasiado angosta, y el corbatín negro de charol demasiado ancho, lo que le obligaba a levantar la cara con inusitada arrogancia.
Su cabello, todo llamado a un lado y perfectamente alisado con clara de huevo, parecía un gorro de hule.
Pasaba su movible semblante repentinamente de la expresión más alegre y vivaracha, de la sonrisa más desparramada y satisfecha, a la seriedad más grave e imponente; así como su persona pasaba instantáneamente de la más activa petulancia a la más estricta inmovilidad, poniéndose entonces en la posición correcta de un soldado ante su jefe, juntando los pies, pegando los brazos a lo largo de los costados y fijando sus ojos sin pestañear al frente.
Entró dicho sujeto, saludó y dijo con la más graciosa sonrisa y la más marcada pronunciación gallega.
-Dios dé buenos días a usía y a la compañía.
La Marquesa estaba sola.
-Adiós, hombre. ¿Tú eres el que vienes?...
-De parte de la señora Coronela, sí, señora usía.
Tiene la señora Coronela hoy un dolor de agua mal bebida y desmayos en los pies.
-Lo siento. ¿Y cómo te llamas?
-José Fungueira para servir a Dios, a usía y a la compañía; pero mis amos siempre me han llamado Pepino.
-¿Y de qué tierra eres?
-Gallego de Galicia, más acá de Vigo, pasada la puente de San Payo y Pontevedra, antes de llegar a Caldas, a mano derecha, se tira para la ría...
-Bien: ¿estuviste mucho tiempo con la Coronela?
-Perdí la cuenta, usía: entré allá mocito de diez y nueve años; y estaba tan blanquito y coloradito que parecía un pero.
-¿Y sabes servir?
-Señora usía, ¿no he de saber? Las casas me las bebo yo como vasos de agua.
-¿Y puedes asistir bien a la mesa?
-¡Vaya! no me gana el repostero del obispo.
-Pero ¿sabes limpiar a la perfección la plata, el cristal y los cuchillos? ¿Eres prolijo en el aseo?
-Señora, yo lavo el agua.
-Es que yo soy muy extremada en este punto.
-Más lo soy yo, usía, que de tanto frotar dejé en casa de mi amo los cuchillos sin mango, hasta que tuvo que decirme el Coronel: Pepino, animal, más vale maña que fuerza.
-Ten entendido que no tolero amoríos en mi casa. Si siquiera miras a la cara a una de las mozas, te despido acto continuo.
-¡Las mujeres! Malditas de Dios, más cansadas que ranos. No las puedo ver, exceptuando lo presente, se entiende.
-Cuidado con el traguito; te advierto que no quiero criado que beba.
-Señora, yo no lo pruebo, no estoy tan mal con mis cuartos.
-Tampoco has de oler a tabaco; cuidado con eso. Si fumas, que sea en la calle, porque mis hijas no pueden sufrir el olor a tabaco, con particularidad el del malo que tú fumarás.
-Señora, no fumo, no gasto en eso mis cuartos.
-Lo primerito que te encargo -añadió la Marquesa-, es el mayor cuidado y las mayores consideraciones con el Mercurio que está en el patio. ¿Lo has visto?
-No he visto a su mercé, usía. ¿Es de la casa?
-Por supuesto: ¿había de ser de fuera? Le quitarás el polvo con un plumero.
-¿Con un plumero? ¿No sería mejor con un cepillo, usía?
-No, que podrás dañarle.
-Vamos, tendrá su mercé dolor de osos (huesos).
-Si lloviese, o vieses aparato de lluvia...
-Le llevo un paraguas; bien está, usía.
-No, hombre, ¡qué disparate! lo tomas en brazos con muchísimo cuidado, y lo pones bajo techado.
-¿En brazos? ¡Pues qué! ¿no sabe andar?
-¿Cómo ha de andar una estatua de yeso, hombre?
-¡Ya! ¿De yeso? Ya estoy. Aquel angelote es un Mercurio; cuidin que era un muñeco. Pierda cuidado usía; que he de mirar por él como por mi propio hijo, y como si fuera de carne y hueso como yo y usía.
-Muy bien, eso me place, que tomes interés por las cosas. Doy cuatro duros de salario. Ve si te acomoda.
-Señora, en la casa que estaba ganaba dos.
-Puedes venir desde mañana.
-No faltaré, usía; antes faltará el sol.
-Pues adiós.
-Que usía se conserve.
-Es una alhaja -pensó la Marquesa.
-¡Cuatro duriños! Hice un viaje a las Indias -pensó el ex-asistente de doña Eufrasia-; y se separaron muy satisfechos el uno del otro.
Al día siguiente, poco antes de la hora de la comida, decía Alegría a don Silvestre, que los jueves, semanalmente, les acompañaba a la mesa:
-Madre ha tomado un criado, que sólo su merced es capaz de apreciar. Es un desdoro para una casa tener en ella semejante facha grotesca, un gaznápiro igual. Pero a madre le entró por el ojo como un abejorro, porque lo recomendó doña Eufrasia que dice -Alegría se puso a remedar la voz de bajo de la Coronela para añadir- es muy hombre de bien; como si bastase ser hombre de bien para saber servir, y como si la recomendación de esa sargenta mayor fuese una patente. ¿Qué entenderá ese documento de archivo de lugar, del buen servicio de una casa? ¡Vea usted! ¡qué ha de saber de finura la que llama a los helados alelados, a los pigmeos pirineos y a los misterios ministerios, y que saluda diciendo: ¡Dios guarde a usted!
-Calla, calla, pizpireta -exclamó la Marquesa-. ¿Qué se entiende hablar así de una señora como doña Eufrasia, una mujer tan virtuosa, tan para todo, y que tanto sabe? Le digo a usted, don Silvestre, que es una suerte en medio de mis desgracias, que me se haya proporcionado este criado, que es honrado, no es enamorado, ni bebedor, ni fumador. Dice Eufrasia que sirve a la perfección y asiste al pensamiento, y que es un criado como hay pocos.
-Bueno es el juez y el fallo mejor -dijo Alegría.
-Pues sí que lo son, deslenguada; pero hoy día quieren cacarear los pollos más recio que los gallos, y las pollitas saber más que las gallinas: ¡Así anda ello! Quiero mejor en mi casa un hombre de bien, aun dado caso que estuviese torpe al principio, que no un tunantillo listo, que además de servir, sepa otras tracamundanas.
En este momento entró Andrea, el ama de llaves.
-Señora -dijo-, ¿no ha mandado usía que se traigan merengues para postres?
-Sí, ¡qué majaderías! ¿A qué viene eso?
-Es que no los quiere traer el mozo.
-¿Que no? ¿Por qué?
-Porque dice que nunca ha oído nombrar semejante cosa, que es un chasco que le queremos dar, mandándolo por una cosa que no encuentre, y que no es la primera vez que en las casas en que ha estado le han hecho esa jugarreta.
-Dile que venga acá -dijo gravemente la Marquesa.
De allí a un rato, apareció el fámulo a paso de ataque, alta la frente, gracias al corbatín de charol, y se cuadré en su posición; pero tan cerca en extremo de su señora, que ésta, que se había propuesto dispensarle todas sus desmañas, e irle enseñando, le dijo:
-Más lejos, hombre; cuando se te llame, te quedas a la puerta aguardando órdenes.
Pepino dio media vuelta a la derecha y se plantó en su posición a un lado de la puerta; pero no sin haberle dado al volverse un talonazo que hizo retemblar todos los cristales en sus compartimentos.
-Ten entendido -le dijo la Marquesa-, que tienes que traer cuanto te pida Andrea, y que no tenga que volvértelo a decir. Ahora ve y trae los merengues.
Pepino dio media vuelta a la izquierda y desapareció a paso redoblado.
-¿Lo ve usted? -dijo Alegría, que a duras penas había estado conteniendo la risa-, ve usted, don Silvestre ¡qué zopenco, qué gaznápiro! Mangoneando ha estado en la antecocina, habiendo roto un vaso y derramado el aceite de un reverbero. Andrea ha querido enseñarle cómo se hacen las cosas; pero él dice que todo lo sabe; que el que ha estado veinte años en casa de la coronela Matamoros, puede enseñar, y no tiene que aprender, y que en dos por tres se bebe una casa.
-Nadie nace enseñado -repuso la Marquesa-, y vuelvo a decirte que más quiero a éste que a un pillastre con frac; y ¡cuidado cómo te ríes delante de él! que aturrullas al pobre hombre.
De ahí a un corto rato, se volvieron a, oír las zancajadas del diligente fámulo, que entró con su más radiante sonrisa y sus más contoneados movimientos.
Traía en la mano un bulto liado en papel de estraza.
-Ahí tiene usía -dijo presentándoselo a la Marquesa.
-A mí no me los des -dijo ésta-; llévalos al comedor y ponlos bien puestos en un plato de los de postres.
-¡Qué mal olor! -exclamó Alegría- ¡Jesús! ¿Qué trae ese hombre que ha inficionado todo el cuarto? ¿Qué es eso? a ver...
Pepino se volvió, y dijo entreabriendo el papel:
-Son los arenques, señorita. Véalos su mercé.
-Vete, corre, tira eso -exclamó Alegría-, soltando la risa, y dile a Andrea que venga a sahumar.
-¡Qué torpe! ¡qué ganso! -dijo con acritud Constancia.
-¿Pues no me lo mandaron traer? -repuso Pepino con dignidad ofendida.
-Vete, lárgate, desaparece con tus arenques -gritó Alegría.
Pepino, asustado con el grito de Alegría, dio una vuelta tan brusca que todos los arenques cayeron al suelo.
A poco fueron a comer.
La mesa presentaba un extraño espectáculo. Las servilletas dobladas con arte chaclueco formaban mitras, torres de chuchurumbel y obeliscos egipcios. Cada vaso estaba colocado respetuosamente en un cubillo de botella, y éstas habían quedado en humilde contacto con el mantel.
En cada sitio designado a una persona había media docena de cubiertos, no sabemos si con el fin de que luciese toda la plata, o si por evitarse la molestia de remudar los que hubiesen servido.
La Marquesa, que se había propuesto hacer de su protegido un lucido discípulo, tuvo la paciencia de colocar cada cosa en su lugar con las debidas explicaciones.
-¡Ya, ya! -decía Pepino-, cada casa tiene sus usos.
Apenas se había acabado de servir la sopa, cuando Pepino, con su acostumbrada disposición y viveza, levantó ligera y airosamente la sopera, y colocó en su lugar la ensalada.
Alegría soltó el trapo a reír.
-Esto no se puede tolerar -murmuró Constancia.
Su madre les echó una mirada severa.
-Quita la ensaladera -dijo con admirable paciencia a su discípulo-, y en su lugar pon el frito. ¡Qué mala carne! -observó ésta después de un rato, al partir la de la olla.
-Pues la pedí de regidor -dijo Pepino-; pero los carniceros son unos ladros.
-Calla -mandó la Marquesa.
Pepino se revistió de su seriedad y se puso en su posición.
El primer plato de que se componía el segundo servicio era un pollo asado.
-¡Ah! -exclamó al colocarlo en medio de la mesa el nuevo criado-, con la cara más alegre y animada que nunca: ¡qué hermoso gallo para comerlo entre tres amigos, y dos durmiendo!
-Calla -volvió a decir la Marquesa-: coloca el pollo delante del señor don Silvestre, y no vuelvas a meter tu cucharada en nada.
-Señora -exclamó el interpelado, pasando repentinamente de su aire jovial a su aire digno-, no he metido en nada mi cucharada; yo sé vivir; desde que almorcé no he probado bocado.
-Lo que se te advierte -repuso impaciente su ama-, es que no hables; enmudece y no te estés ahí parado. Trae lo demás; ¿a qué aguardas?
-A que acaben sus mercedes de comer el pollo, -contestó el inteligente mozo de comedor.
-Anda, hombre, y haz lo que se te manda -advirtió con renovada paciencia su señora y directora.
Pepino volvió en seguida con otra fuente que contenía corbina guisada.
-¿Dónde coloco esta corbeta? -preguntó.
Alegría prorrumpió en carcajadas.
-Ese hombre no sabe ni hablar -dijo ásperamente Constancia.
-¿Que no sé hablar! -repuso con su aire más majestuoso Pepino-. Señorita, otra cosa no sabré, pero lo que es hablar, lo aprendí desde que nací.
Omitiremos los incidentes del mismo género de los referidos que acaecieron en los postres, y pasaremos con la Marquesa y demás a la sala donde iban a tomar café. Apenas se hubieron sentado, cuando entró Pepino trayendo la batea, con la cabeza tan erguida y tan quebrado de cintura, que no parecía sino que traía una corona y un cetro que ofrecer a su señora.
Colocóla sobre la mesa, preparándose con soltura a servirlo, medio llenando en un abrir y cerrar de ojos las tazas de azúcar.
-Vete, Pepino -dijo la Marquesa-; el servir el café no es de tu incumbencia.
-Yo no quiero que sus mercedes se incomoden -respondió el obsequioso mozo-, agarrando con denuedo la cafetera.
Constancia se la arrebató antes que la fusión del líquido y del azúcar hubiesen producido el almíbar de café que de ella debía necesariamente resultar.
Algún tiempo después vio confirmadas la Marquesa las esperanzas que había puesto en la fidelidad y moralidad del ex-asistente de doña Eufrasia, puesto que en una entrevista particular y confidencial que tuvieron, descubrió con escándalo y dolor: primero, que la cocinera fumaba; segundo, que la mujer de cuerpo de casa se bebía el vino; tercero, que la costurera se llevaba de noche varios comestibles a su casa; cuarto, que la doncella tenía un novio que le hablaba por la reja; y quinto, que Andrea sabía y hacía la vista larga a todas estas infamias.
-¡No puede ser! -exclamó horripilada la Marquesa al oír tan funestas revelaciones.
-Pues no lo crea usía -repuso con toda su dignidad el fiel servidor, sentido de que su señora dudase de su veracidad- No lo crea usía; a bien que no es voto de castidad.
Pepino quería decir artículo de fe.
Con esto hubo una de San Quintín en la casa. Llovieron sobre Pepino como saetas las miradas malévolas, y fue el blanco de las indirectas más punzantes. Pepino, envalentonado con la creciente protección de su señora, todo lo miró con el frío desdén que una pared maestra recibe los pelotazos de niños dañinos.
Pero algún tiempo después tuvo la Marquesa el dolor de ver a su favorito venir a servir el almuerzo en un doloroso estado. Cojeaba y estaba medio derrengado; uno de sus ojos yacía oculto en una prominente hinchazón, del fondo de la cual salía su triste mirada como un rayito de luna por una rendija.
La noche antes, al ir a llevar una carta al correo, manos invisibles por la oscuridad le habían apaleado a su sabor, diciéndole que era por la primera; que a la segunda se le cortaría la lengua.
La Marquesa, compadecida, exclamó que así perseguía siempre en este mundo el vicio a la virtud, y dio a su virtuosa policía secreta cuatro duros por vía de indemnización de los percances del oficio.
Al percibir la moneda de oro, el mencionado triste rayito de luna se trocó en un brillante rayito de sol.