Clemencia (Caballero)/Primera parte/VI
Primera parte
Capítulo VI
[editar]Era este sujeto un empleado, madrileño antiguo castizo y, por lo tanto, si bien podía carecer de la tiesa y desdeñosa afectación que muchos llaman buen tono hoy día, tenía una urbanidad y cortesía profundamente arraigadas, que jamás por jamás se desmentían; tenía esa benevolencia y aprecio para los demás que es la base del buen trato, tan celebrado y con razón en los madrileños genuinos.
Era este caballero muy amigo de la sociedad y de alternar con todo el mundo, lo que prueba un amable carácter, buenas inclinaciones y mejores costumbres. Era bien visto en todas partes, y a las señoras les había dado por protegerlo y tratarlo con una extrema confianza: llegaba a tanto su modestia, que agradecía sobre manera esta confianza, que hablaba mucho en favor de su moralidad, pero poco en favor de sus seducciones. Don Galo Pando, así era su gracia, no sabía ni griego ni latín; pero sabía otra porción de cosas de uso más frecuente, como era jugar a la perfección todos los juegos de sociedad, los nombres de todas las óperas modernas y piezas nuevas, el día del mes, el santo del día, las horas en que salía el vapor y aquéllas en que llegaba el correo.
Tenía don Galo una ilusión extraordinaria por todas las palabras modernas: lamentable y deplorable le sonaban como música de Rossini. El debut y le buffet tenían para él un exquisito perfume de elegancia; en cuanto al séale la tierra ligera, cuando lo veía se entusiasmaba. Hablaba don Galo bien de todo el mundo, no por estudio ni afectación, sino por sentir lo que decía, porque era de la secta de los hombres benévolos, secta que se va perdiendo. Ponía a la sociedad en buen lugar, poniendo a los que la formaban en buena luz; respetaba profundamente todas las opiniones, mirándolo todo bajo un bello prisma sui generis, por el que aparecían las rosas sin espinas, y las víboras sin veneno. En suma, era don Galo una momia del siglo de oro, resucitada por medio del elixir de vida que inventó Balzac.
Vestía el susodicho, por lo regular, un frac azul claro, con grandes botones dorados; un chaleco blanco, que abría por arriba como una alcachofa, para lucir en la pechera de su camisa un alfiler cuyos brillantes estaban medio dormidos, y un cordón de pelo del que pendía un lente de plata metido en el bolsillo del chaleco. Suspiraba ruidosamente don Galo cada vez que miraba el cordón de pelo desde tiempo inmemorial: eso no quitaba que suspirase también por una porción de jóvenes; pero con tan comedidos deseos y cortas exigencias, que quedaba completamente satisfecho, cuando al negarle una hermosa una contradanza y ponerse a bailar en seguida con otro, dejaba su abanico en su honrada custodia. En cuanto a su cabeza...
Díjose en una época calamitosa: ¡Los dioses se van! Ahora en una ídem, ídem, diremos: ¡Los cabellos se van! ¿Por qué será que en este siglo de las luces hay tantos calvos y tantos cortos de vista? Los cortos de vista, se comprende que lo sean, por lo que deslumbra tanto resplandor como dan las dichas luces; ¿pero el cabello? ¿qué tiene que ver con las luces? A esto dicen los dueños de ingratos cabellos, que la emancipación de éstos es debida a la actividad, a la fuerza, al vigor del pensamiento que le roba el suyo al pelo. Así es, por lo visto, que el pensamiento que fecunda tantas cosas, parece que tiene el mal tino de secar las raíces del cabello, a cuya sombra se cría: esta es una mala partida que no pueden disculpar sus admiradores los más frenéticos.
El siglo XIX, que no es el siglo de oro, por más que se empeñen en que lo sea California, Cabet y Granada, es en cambio el siglo de las ideas; lo que es muy preferible, aunque no sea de nuestra opinión el ministro de Hacienda. Lo que tiene es que hay tal abundancia, que es una vía láctea de ideas luminosas; son un enjambre zumbón, como los que halló el famoso viajero Humboldt de mosquitos en los ríos de América; en cambio han acabado con los cabellos: los Absalones y Sansones quedan en la categoría de especies perdidas o razas agotadas, como los centauros y las sirenas.
Se ha tratado de contrarrestar esta funesta propensión del cabello a desertar, y para ello se han puesto en juego los medios más incongruentes. Hase acudido a las moscas, que se han frito bárbaramente en aceite; y cien moscas sacrificadas no han producido la más leve estabilidad en estos prófugos. Igual ineficacia desairada ha cabido en suerte al rey de los desiertos de África y a la fiera de las selvas del Norte, que han prestado su contingente para mantener la disciplina en este ejército a la desbandada; ni leones ni osos, ni moscas fritas lo detienen: en cambio han impregnado las moscas los cascos de negras ideas, los leones y los osos de fieros y belicosos pensamientos (y cate usted el origen del triste estado en que se ve Europa); pero nada han podido sobre el cabello, tan decidido a alejarse de su suelo volcánico, que sólo podría sujetarle un áncora de navío aplicada a cada uno. ¿Qué hacer en este conflicto? En época en que cada cual de por sí quiere un voto particular en cada materia, los votos se han dividido. Los unos, filósofos, la mente puesta en Sócrates; los otros, cristianos, pensando en San Pedro, se conformaron con su triste suerte; los poetas formaron una comparsa de sacerdotes de Diana. Otros con coquetería vulgar y falta de expediente, aplicando al caso la parábola de que los últimos serían los primeros, acudieron a los que vegetaban humildes en la nuca, que subieron de categoría viniendo a adornar la mollera, ya retenidos unos con otros por un cabo de seda, ya pegados sobre el cráneo con goma. Los más refinados acudieron a un término medio, es decir, al tupé, bisoñé o casquete, en cuya confección imitó el arte tan bien a la naturaleza, que al ver y al oír a los tales refinados, nos quedamos tan inciertos de si brotan o no los cabellos de sus cráneos, como de si brotan o no sus palabras de sus corazones. Otros desgraciados, con una gran plaza de armas y sin un solo soldado para cubrirla, ni débil quinto ni cano veterano, han tenido que recurrir a la... a la... ¡Válganos Dios! ¡que la elegancia moderna, que tantas palabras altisonantes ha plagiado para reemplazar las antiguas, no haya puesto alguna para esta necesidad! ¿Cómo decir la archivulgar palabra de pe...? El resto es un estado de Italia, lo diremos así en cifra. Este objeto, cuyo nombre técnico se rehúsa a estampar nuestra pluma, ¿no podría llamarse restaurador de los estragos del pensamiento, o bien asociación de reemplazantes?
Don Galo, sujeto a los contratiempos de la época, había visto desmoronarse el edificio de su peinado. Un inglés, conocido suyo, le había dicho en aquella ocasión que los remedios debían ser enérgicos para hacer el efecto deseado; que las moscas, leones, osos, etc., eran lenitivos, y que debía acudir a la mosca cantárida, desleída en algún espíritu fuerte; que era éste un remedio no sólo conservador, sino restaurador. Don Galo se apresuró a seguir el consejo; pero séase que el remedio en sí no tuviese el debido efecto sino sobre un cráneo inglés, o que don Galo con su deseo de lucir una cabellera de segunda edición corregida y aumentada, exagerase las dosis del medicamento, ello es que la mañana siguiente a la noche en que se lo administró, amaneció en una disposición, que parado ante su espejo, atónito y estupefacto, se estuvo un cuarto de hora sin poder darse cuenta de si lo que tenía sobre sus hombros era una cabeza humana o bien una calabaza. Convencido de su desgracia, se metió en la cama, dijo que tenía un cólico; exclamó que los ingleses se habían empeñado en que a los españoles no les luciese el pelo; mandó venir a un peluquero; y mandóle hacer cuatro pelucas, que llevó desde aquella catástrofe alternativamente. La primera era de pelo muy corto; seguíala otra de pelo algo más largo, la que era reemplazada con una de pelo mucho más largo aún, acabando con la cuarta, que era de descomunales greñas. Entonces no cesaba de repetir que su pelo estaba muy crecido, y que al día siguiente se vería precisado a llamar al peluquero; esto duraba hasta presentarse con la peluca de pelo corto. En estas ocasiones venía indefectiblemente provisto de caramelos de goma, de pastillas de malvavisco y palitos de orozuz que ofrecía a las señoras, asegurando que estaba muy resfriado, merced a la peladura.
Tocante a la edad de don Galo, fue, es y quedará un problema. Cuando vinieron los franceses el año 23, decían de él: Monsieur Gaálo Paandà est un fort aimable ci-devant ieune homme. Lo que quiere decir: «Don Galo Pando es un ex-joven muy amable.» En 1844, cuando empieza esta narración, decía la marquesa de Cortegana a sus hijas: «Para nada se necesitan esos bailoteos; la lotería es diversión de todas edades; y si no, ahí está Pando, que es un hombre mozo y le divierte mucho.» Efectivamente, en veinte años nada había variado don Galo: pasaban alternativamente sobre su cabeza las estaciones, y a imitación de éstas sus pelucas, sin quitarle ni ponerle, sin que adelantase o atrasase: en compensación, pasaban igualmente los gobiernos, el monárquico, el progresista y el moderado, lo mismo que los años, lo mismo que sus pelucas, sin atrasarlo ni adelantarlo en su carrera. Siete mil reales de sueldo que disfrutaba, eran número fijo, lo mismo que los días de la semana, nunca uno más, nunca uno menos. Con esto tenía don Galo el corazón como una breva: y no se tome en sentido ridículo esta comparación, porque la breva además de parecida en la forma a un corazón, es blanda, dulce, suave, y no encierra en sí ni hueso ni película; esto es, ni dureza ni retrechería. Ahora es de notar que la amalgama del corazón tierno, de la cabeza calva y del bolsillo vacío, es una reunión heterogénea, es tener el corazón crucificado, como el Señor, entre dos pésimos perillanes. Así era que estos crueles tiranos forzaban a don Galo a un celibato que le era antipático. A veces miraba tristemente el pésimo y estrecho catre en que dormía en la casa de pupilos, en la que por siete reales diarios disfrutaba de las incomodidades de la vida; y al ver aquel espaldar que se redondeaba por cima de su cabeza como una cola de pavo furioso; al ver aquellas cuatro perinolas tan empingorotadas y esbeltas que ni un figurín de moda; aquella desnudez que ostentaba con cinismo y que no cubrían ni la más sencilla colgadura, ni el más simple pabellón, ni el más leve mosquitero, cuando se acostaba sobre aquellos colchones que parecían de pelote, y entre aquellas sábanas que no parecían de holán; cuándo se tapaba con aquella colcha catalana genuina (cuyo dibujo representaba el nacional espectáculo de una corrida de toros, en grandes dimensiones, en términos que en el centro había un grupo, en el que un toro de buen año cebaba sus iras en un caballo caído, combinándose todo de manera que cuando don Galo estaba acostado en su cama, parecía el picador debajo del caído caballo); cuando, decíamos, don Galo miraba tristemente este árido y mezquino aparato de solterón, exclamaba: -¡Potro eres!, potro de tormento, cama de hospital, parodia del blando lecho, triste y pobre antípoda del rico y dulce tálamo conyugal.
La necesidad e inclinación a gustos y a cariños domésticos, que no podía satisfacer por su propia cuenta, hacía que don Galo se interesase vivamente y casi se identificase con los de sus amigos. Así era que llevaba la alta y baja de todas las cosas en casa de aquéllos, mediante la gran confianza que por sus atenciones y buenas prendas se le dispensaba en todas partes. Conocía a todos los niños, y sufría sus majaderías como Job las de sus amigos; conocía a todos los criados, y disculpaba sus faltas con los amos. Como tenía buena memoria, y lo que es mejor que memoria, ponía una atención entera y sostenida en las cosas, era en las familias una especie de agenda o prontuario, al que se acudía para tener datos ciertos de lo que se quería saber; por consiguiente, se veía acribillado a preguntas las más heterogéneas, a las que contestaba con gusto, con acierto y a satisfacción del preguntante. Eran las preguntas de este tenor:
-Don Galo, ¿no fue a los cinco meses cuando echó mi niño los primeros dientes?-Sí, a los cinco meses y seis días: fue el día de San Andrés. -Don Galo, ¿a qué hora llega el vapor? -Don Galo, ¿cuándo murió el arzobispo? -Pando, ¿quién predica mañana en la Catedral? -Don Galo, ¿a cuántos estamos hoy? -Pando, ¿quién obsequia a la viudita? -Don Galo, ¿qué dan esta noche?- Pando, ¿está contenta la Condesa con su nueva cocinera?