Clemencia (Caballero)/Segunda parte/I
Segunda parte
Capítulo I
[editar]Don Martín Ladrón de Guevara, padre de Fernando , de cuyo gran caudal y antigua nobleza tienen noticia nuestros lectores, era uno de esos señorones de tierra adentro, tan apegados a sus pueblos y a sus casas, que parece que forman, si puede decirse así, parte de éstas, como si fuesen figuras de bajo relieve esculpidas en ellas. Señores que no se han ocupado en su vida sino de sus caballos, sus toros, su labor y los chismes del pueblo; de los que por un indefinido anhelo por crearse un interés y una ocupación, gastan con gusto enormes sumas en suscitar y sostener un ridículo pleito, que en el fondo les es indiferente ganar o perder, contestando a los que les reconvienen por esa mezquindad que no es por el huevo, sino por el fuero.
Don Martín, por descontado no había recibido ninguna clase de instrucción, exceptuando la religiosa, por aquella regla de: si es el mayorazgo, ¿a qué ha de estudiar, y de qué le ha de servir el saber? Por consiguiente, no había abierto un libro en su vida; pero esto no le impedía ser instintiva y tradicionalmente caballeroso, y tener, como generalmente los andaluces, talento y gracia; con el privilegio que tienen los magnates, de aguzarlos y lucirlos, diciendo cuanto se les viene a las mientes.
Como hombre que se sabe escuchado siempre con respeto y deferencia, don Martín hablaba recio, pronto y resuelto, y con el mismo tono al Rey que al pordiosero; esto es, en tono natural, llano y decidido. Tenía en la memoria y usaba de continuo una inagotable cantidad de dichos y refranes, a los que llamaba evangelios chicos.
Era don Martín caritativo como religioso; esto es, que daba a manos llenas, y sin ostentación, y era generoso como caballero, poniendo tan poco precio a sus beneficios y olvidándolos tan completamente, que se ofendía si se recordaban o encomiaban en su presencia, porque miraba sencilla y cristianamente el dar los ricos a los pobres, no como una virtud, sino como un deber. Dejar de hacerlo era para él una villanía.
Entre los muchos rasgos que se contaban de él, era uno el siguiente:
En el año denominado del hambre, esto es, el de 1804, año en que perecían los pobres de necesidad, y en que valían los granos y semillas sumas fabulosas, tenía don Martín sus graneros atestados con el producto de una pingüe cosecha de garbanzos. Cada día hacía que en su presencia se distribuyesen a los pobres; cada niño llevaba una taza, cada mujer dos, y cada hombre que se presentaba, tres.
Una mañana en que aún dormía don Martín, le despertó el mayordomo.
-Señor -le dijo-, ahí están unos arrieros de Sevilla con mucha prisa y mayor empeño por llevarse los garbanzos.
-¿Prisa? -exclamó don Martín-; ¡pláceme! Díles que me levantaré a mi hora, que iré a misa a mi hora, que almorzaré a mi hora, y que después, cuando sean las nueve, me podrán hablar.
Y don Martín se volvió a dormir.
Levantóse a su hora, hizo todo lo que tenía de costumbre, y a las nueve salió al patio, en que le aguardaban los arrieros y todos los pobres que socorría.
-Dios guarde a ustedes, caballeros -dijo con su campanuda voz, dirigiéndose a los primeros- ¿Con que se quieren ustedes llevar los garbanzos, eh?
-Sí, señor don Martín, y por el precio no hemos de reñir; que acá traemos plata para pagarlos, mas que fuesen de oro.
-Y pueden ustedes poner que de oro son -observó el mayordomo-. A seiscientos reales fanega se los acaban de pagar a don Alonso Prieto.
Ya lo sabemos -contestaron los arrieros-. Señor don Martín, se puso su mercé las botas hogaño.
-Pues, señores, siento decir a ustedes que han echado el viaje en balde, puesto que no puedo vender los garbanzos, porque no son míos.
-¿Que no son de su mercé? Vamos, señor, ¿se está su mercé burlando?
-Que no son míos, digo: ¿lo sabré yo, caracoles?
-¿Pues de quién son, señor?
-De éstos -respondió don Martín, señalando a los pobres-: preguntadles a ellos si los quieren vender. ¿Se venden los garbanzos, hijos? -gritó con la voz de bajo que siempre tuvo.
Un clamoreo de angustia y súplica se alzó al cielo.
-Pero, señor... -insistieron los arrieros.
-Pues ¿no estáis viendo que no quieren, sus dueños? ¿Yo qué le hago? -contestó don Martín.
¡Cuánto y cuánto de esto se halla en el corazón de España sepultado, para consuelo de los buenos y confusión de los pesimistas misántropos, que se empeñan en juzgarla por su corrompida superficie!
En su juventud había ido don Martín alguna vez a Sevilla, y siempre había vuelto con las manos en la cabeza, diciendo: -¡Cristianos! Aquello es una Babilonia; allá lo que vale es lo que relumbra -y añadía-: A tu tierra, grulla, mas que sea con un pie.
Excusado es decir que tenía don Martín por toda innovación y por todo lo extranjero la misma clase de repulsa con tedio y coraje que conservaba desde la guerra de la independencia por todo lo francés.
En diciendo la estúpida expresión lugareña es nación, tenían las cosas y los sujetos la marca de reprobación de Caín sobre sí. Se estremecía al oír la voz nación, y torcía materialmente la boca a las familias de los Grandes, enlazadas con princesas alemanas: al fin nación -decía-. A lo que solía contestarle una complaciente comadre: -Nosotros los españoles podremos tener nuestras faltas, compadre; pero al menos, gracias a Dios, no somos nación.
Así era que don Martín nunca había variado nada, ni en su casa, ni en su labranza, ni en su modo de vivir, ni en su modo de ver, ni aún en su manera de vestirse. Llevaba siempre media de seda azulada, zapatos de una especie de paño recio o feltrel gris, llamado piel de rata, con hebillas de plata, calzón de casimir negro, igualmente con hebillas de plata en las rodillas, un gran chaleco de rico género de seda, algunos bordados en colores, una amplia chaqueta o chupa, igualmente de seda, con faldones; y se ponía redecilla en que encerraba su cabello, que nunca quiso cortarse; solo que la redecilla era corta, y no llegaba sino poco más abajo de la nuca. Cuando salía por la mañana, se ponía un capote de rico paño negro, adornado con pasamanería y caireles de seda, y por las tardes una capa de grana, forrada de raso de color, y en la cabeza un sombrero a la chamberga, parecido al que llevan los picadores en las fiestas de toros. Aunque don Martín tenía más de setenta años, y había engordado paulatinamente más de lo necesario para bailar unas seguidillas, conservaba restos de una arrogante figura; era alto, y sus facciones, aunque abultadas, eran bellas y correctas.
Había contraído segundas nupcias con su actual mujer por razón de estado y sin conocerla; lo que no quitaba que se hubiesen llevado muy bien, teniendo él por ella, en razón de su espíritu caballeroso, las más finas deferencias. -Quien honra a su mujer se honra a sí mismo -solía decir-, y la honra que a tu mujer das, en tu casa se queda. Habíanse casado por poderes, y el día que llegó la novia, hizo don Martín formarse en rueda la enorme cantidad de criados de casa y de campo que le servían, y cogiendo a la recién llegada por la mano, se la presentó diciendo: -Esta es vuestra señora y... la mía; lo que ella mande, se ha de hacer antes que lo que mande yo; ya estáis advertidos. En fin, don Martín era bondadoso, generoso, poco severo, de fácil trato, amigo de ver a todos contentos, y contribuyendo a ello más bien por un impulso instintivo, que por una intención razonada; dándose por espíritu de familia grandes aires de vanidad y de orgullo, sin tener en sí el más mínimo germen de estos vicios, y siendo a fuer de rico, mimado de chico y adulado de grande, un poco despótico y un mucho egoísta.
La señora, como siempre la llamaba don Martín, doña Brígida Mendoza, era de esas mujeres secas, reservadas, austeras e impasibles, que tienen el defecto de no hacer amable la virtud de que son modelos. Unido esto a la edad, a la desgracia de haber perdido sucesivamente a todos sus hijos, y al continuo afán de refrenarse, habíase entristecido y metido en sí, llevándola su afán a archivar en su pecho las penas y prosperidad: con la misma grave serenidad con la que un cura registra en los libros parroquiales nacimientos y defunciones. Todo esto formaba un conjunto serio, frío y grave, pero digno, noble y abstraído de todo, no por agria misantropía, sino por la real superioridad de alma que da la religión.
Don Martín solía decir al verla tan serena: -Cuando eran chicos sus hijos y los tenía alrededor como la gallina su echadura, si tenía alguno un resfriado, cogía la madre el cielo con las manos y se le cerraba el mundo; pero ahora parece en todas ocasiones que ha comido pata; eso es porque lo poco espanta y lo mucho amansa.
Vivía con ellos un hermano de don Martín, algo menor que éste, Abad de aquella colegiata. Era este hombre distinguido un ente privilegiado de los pocos en quienes están a la misma altura el alma, el corazón y la cabeza. Un hombre de aquellos que los instruidos llaman sabio, los religiosos santo, los pobres padre, y sus allegados ángel.
En su juventud lo había su padre enviado a Sevilla a estudiar, tanto por haberlo deseado su mismo hijo, como con el fin de que siguiese la carrera de la toga. Pero en la guerra de la independencia tomó un fusil y se fue a combatir al invasor coloso. Hecho prisionero, pasó a Francia, y aprovechó sus ocios en seguir sus estudios. Concluida la guerra, viajó por Alemania e Inglaterra, siempre aumentando sus conocimientos con su pasión por el saber, haciéndose un hombre eminente en conocimientos como en cultura. Acabó por pasar a Italia, donde permaneció mucho tiempo en Roma; allí maduráronse los tesoros con que había enriquecido su cabeza y su corazón. Como fruto sazonado de su variada experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres, y como hija de su suave y elevado carácter, se desarrolló entonces su vocación a la carrera tranquila, espiritual y filantrópica de la iglesia, volviendo algunos años después a sus lares, siendo acogido con alborozo por su hermano, en cuya casa vivía, rodeado de sus libros y de sus pobres, gozando de la naturaleza como un poeta, y de la paz como un cenobita.
El Abad, en su demacrada persona, tenía todo el aire de elegante distinción innato y adquirido que siempre le habían sido propios, sin que la pausa y falta de pretensiones de su estado y de su edad, lo hubiesen alterado, y si sólo añadido dignidad y dulzura.
Don Martín, que quería mucho a su hermano, considerando que debía a su vocación al sacerdocio el placer de tenerlo a su lado, decía que el Abad había hecho bien en dedicarse a la iglesia, proposición que apoyaba con uno de sus evangelios chicos, diciendo: -Si quieres un día bueno, hazte la barba; un mes bueno, mata un puerco; un año bueno, cásate; pero si quieres un siempre bueno, hazte clérigo. Y añadía: -Fraile que fue soldado, sale más acertado.
Desde la muerte de su hijo último, había traído don Martín a su lado para ayudarle a estar al frente de su labor, a un sobrino, hijo de un primo hermano suyo, que debía ser el heredero de su casa.
Pablo Guevara, así se llamaba, tenía veinte y dos años, y había sido poco favorecido por la naturaleza. Era en extremo moreno, tenía facciones bastas, maneras toscas y aire común; pero tenía como tipo de la raza andaluza los ojos grandes y negros, los dientes chicos y blancos.
Criado siempre en el campo, era corto de genio, y no tenía nada de fino ni de erudito; en cambio, sabía domar caballos como un picador, y derribar reses como el mejor ganadero.
Su tío, que como hemos dicho, encajaba a cada cual lo que le parecía sin andarse con rodeos, desde que vio a su sobrino, cuyo empaque no le hizo gracia, lo definió en estas frases que solía decirle:
-Pablo, hijo, vive sosegado; que ninguno se condenó por feo.
Si se hablaba del color moreno, opinaba:
-Pablo, no hay que apesadumbrarse, lo moreno es color que nunca pierde, y mientras más subido, más firme.
Si su sobrino decía alguna gansería:
-Pablo -exclamaba su tío-, habló el buey y dijo mú; se te conoce a distancia donde al mundo viniste; que quien dijo cortijo, todo lo dijo.
Pablo había nacido casualmente en un cortijo.
Ponía don Martín el sello a los juicios que sobre su sobrino hacía, con esta definición:
-Pablo, lo que es a guapo, no te gana nadie, pero a feo tampoco; de bueno te pasas, pero a entendido no llegas y a sutil no alcanzas.
Este era el nuevo círculo en que se iba a injertar la existencia de Clemencia, círculo compuesto, como todos los que forman los hombres, de bueno y de malo; pero predominando en este mucho más lo bueno que lo malo.
La casa solariega de don Martín de Guevara era un edificio en cuya construcción no se había ahorrado ni el terreno, ni los materiales, ni el dinero; pero en la que no se tomó en cuenta ni la comodidad ni la elegancia. Un enorme patio enladrillado; salones en que podían correr caballos, alcobas cuadradas, grandes y desnudas, formaban su interior; al exterior muchas ventanas con sobra de hierro y falta de cristales, alistadas en fila, como soldados sobre las armas; y un enorme balcón sobre una gran puerta, coronado con las armas in-folio de la familia, componían la mansión solariega de estos nobles hidalgos.
Habitaban éstos por lo regular lo bajo, dejando a la soledad y al silencio en pacífica posesión del cuerpo alto, con sus antiguos muebles de mal gusto, cubiertos de un imperecedero damasco carmesí que parecía haberse elaborado para hacer un vestido a la eternidad; sus cornucopias deslustradas, sus arañas destartaladas, y algunos excelentes cuadros vinculados, que escaparon al vandalismo de las tropas de Napoleón, merced a haberlos escondido en una apartada hacienda.
A espaldas tenía la casa los corrales, cuadras, horno, tahona y graneros de su uso, con entrada por otra calle.
Nada de jardín se veía, nada de elegante ni de ameno, pues lo ameno, así para don Martín como para sus progenitores, había sido siempre mucha bulla y mucho tráfago de campo.
Esta era la mejor casa del pueblo, y estando éste en la carretera, en ella se alojaban los reyes a su paso. En vida de don Martín habían pasado por allí Carlos IV, José Bonaparte, glorificado por los franceses con el título ad honorem de Rey de España; las princesas de Braganza, ya desposadas con el Rey y el Infante, y Fernando VII. Don Martín no había puesto según la costumbre establecida en las casas en que se hospedan los reyes, cadenas en la puerta de la suya, y cuando se le preguntaba la causa de esta omisión, contestaba a su manera.
-Taberna vieja no necesita rama.
-Pablo -dijo un día don Martín a su sobrino-; ya la viudita escribe que está en disposición de venir. Paréceme que deberías tú ir con el barrocho por ella.
Pablo, que tenía un carácter bueno y complaciente, y que según costumbres añejas respetaba mucho a sus mayores, pero que era cortísimo de genio, y tenía bastante tacto para conocer cuánto le faltaba para ser una persona fina y de buenas maneras, se quedó estremecido con la proposición de su tío.
-Señor -dijo balbuciente-, si... si... si no la conozco.
-Ni yo tampoco -repuso su tío-, que tenía de largo lo que el sobrino de corto; y si fuese mozo, iría de cabeza. ¡Con que a ti no te impone un toro, y te impone una buena moza! ¡Por vía del atún salado! que pareces aciguatado.
-Señor, dispénseme usted, por Dios.
-Por dispensado. Tú te lo pierdes, trabado; a bien que más divertida ha de venir con Miguel, que tiene buena parola, la lengua expedita y habla por los codos, que no contigo, que para sacarte una palabra del cuerpo se necesita un garfio; siempre tienes la lengua entumida.
Pocos días después llegó Clemencia; pero tan abatida todavía, moral y físicamente, a causa de las repetidas y recientes catástrofes acaecidas, que en su pálido semblante estaban aún sellados el espanto y el dolor. Al apearse del detestable barrocho, que tirado por cuatro magníficas mulas había ido por ella a Sevilla, se sintió profundamente conmovida, al recordar que allí había nacido y pasado su infancia su malogrado marido, y que iba a ver a sus padres. Al entrar corrió hacia su suegra, en cuyos brazos se echó sollozando; a esta señora, que como sabemos era austera, seca y poco afecta a expansiones, desagradó aquella explosión de vehemente dolor, y se contentó con decir con serenidad:
-Ya no tienes por qué afligirte ni estar apurada. A los que Dios llama a sí, más vale encomendárselos, que no protestar contra su santa voluntad con extremos y violencias. No se siente más a un marido que a un hijo... y yo estoy resignada.
-Vamos, niña -dijo su suegro abrazando a su vez a Clemencia-; vamos, que aquí no se viene a llorar, sino a consolarse y conformarse con la voluntad de Su Majestad. Vienes a tu casa, a la casa, y puedes mandar como dueña que eres; pero mira, hija mía, que los viejos no quieren gentes compungidas alrededor suyo. Vamos, que con agua pasada no muele el molino.
Clemencia permaneció callada, haciendo heroicos esfuerzos para hacerse dueña de su congoja, pues conoció que el egoísmo de la vejez rechaza al dolor como a un enemigo.
Sintióse entonces estrechada por los brazos de una persona que dejó caer sobre su frente dos lagrimas, diciendo:
-Llora, llora, hija mía; que las lágrimas son una de las más bellas prerrogativas de la primavera de la vida. Son las lágrimas que vierte la juventud, a la vez brillantes y puras como las de la infancia, y sentidas como las de la vejez; desahogan el corazón e inspiran simpatía; aquí pero si el cariño y la lástima secan sus fuentes, aquí, hija querida, desaprenderás el llanto.
Quien profundamente conmovido hablaba así era el Abad.