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Clemencia (Caballero)/Tercera parte/II

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Tercera parte

Capítulo II

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Clemencia, abrumada con los quehaceres que le proporcionaba el amueblar y preparar su casa, distraída y atolondrada con el sinnúmero de visitas que recibía la rica, hermosa y amable viuda, aunque había pensado escribir a Pablo, lo difirió. ¡Qué de cosas se dejan de hacer por diferidas! Diferir un buen propósito, es como diferir el socorro a un necesitado; suele perecer éste, merced a la omisión, e invertirse la limosna en otra cosa; y así también suele desmayar y desvanecerse el buen propósito, gastarse el tiempo y la voluntad en otra cosa, como sucedió a la limosna; sobreviene el olvido con su apagador, y sume todo en el caos.

Tan luego como Clemencia estuvo establecida en su hermosa y bien alhajada casa, fue ésta en extremo concurrida. Su dueña poseía el don innato de bien recibir, puesto que éste, así como todo lo fino y delicado en el trato, tiene por base la bondad, y ésta era el fondo del carácter de Clemencia y el primer móvil de sus acciones; así es que todas las reglas de finura y delicadeza tienen por tipo la sencilla bondad, como el arte coreográfico tiene por norma las gracias de la infancia. Su casa se puso de moda, y la moda es una maga que nos convierte en una manada de carneros que lleva a su albedrío por montes y valles.

Entre las personas que fueron presentadas en casa de Clemencia se distinguían dos extranjeros de alta categoría, el uno inglés, el otro francés, que habían venido a pasar el invierno en la primavera que durante esta estación goza Sevilla, la noble y destronada reina de Andalucía.

El vizconde Carlos de Brian y sir George Percy eran dos bellos tipos de sus respectivas razas y países. Ambos eran altos. El vizconde, algo más grueso, tenía en sus maneras más elegancia, sir George, más distinción. En su porte tenía el vizconde más nobleza, y sir George más dignidad. El primero era más airoso, el segundo más natural. En su traje era de Brian más ataviado, y sir George llevaba la bellísima sencillez del vestir inglés a un extremo de indolencia que le hacía no notar que se ponía un chaleco de invierno en verano, lo que no impedía que fuese tan exclusivamente pulcro y delicado en su ropa, que regaló a su ayuda de cámara, a la mañana siguiente de haberlo estrenado, un vestido de baile que por no traerlo en su equipaje tuvo que mandar hacer al mejor sastre de Sevilla.

Era sir George inmensamente rico y espléndido sin fausto, por lo que lo llamaban en Sevilla Monte-Cristo, así como al vizconde, en vista de su estatura y de ser muy realista, le habían puesto Carlo-Magno.

Deploramos profundamente esta costumbre andaluza de poner apodos o sobrenombres, por distinguidas que sean y por mucho mérito que tengan las personas; es esto contra la dignidad y la elegancia de una sociedad culta y fina. No hay gracia que compense una chocarrería.

Precisamente eran hombres ambos los más a propósito para poder apreciar el gran mérito de Clemencia; ambos debían ser seducidos por la reunión de ventajas que poseía ésta, y que tan rara vez se halla en una misma persona; así fue que ambos comprendieron desde luego que era Clemencia un ente excepcional, ricamente dotado por la naturaleza y por la cultura, cuyo mérito pocos sabrían comprender, ni ella misma sabía apreciar en todo su valor.

Entablóse desde luego entre de Brian y sir George una de esas secretas y agrias competencias, tan hábilmente disimuladas por los hombres de mundo, no bajo formas afables, sino bajo formas indiferentes. De esta competencia resultó que la inclinación hacia Clemencia subiese en sir George, hombre seco, gastado y frío, a un efervescente antojo, y que en el vizconde, hombre de corazón y de peso, se reconcentrase, temiendo la vanidad francesa verse forzada a ceder en sus pretensiones ante un rival más afortunado. En esta circunstancia podía decirse que tanto por la posición de ambos hacia Clemencia, como por sus respectivos caracteres, estaban trocadas en ellos las índoles de sus dos países, siendo sir George con Clemencia el hombre amable, obsequioso, expresivo y subyugado, mientras el vizconde se mostraba el hombre comedido, tímido y reservado hasta el punto de parecer frío.

El Vizconde había nacido aún en el destierro de un padre que había perdido los suyos en el cadalso. Vuelto a su patria, había perdido a su hermano por un puñal homicida en Roma, y a su padre a su lado defendiendo el orden en las jornadas de febrero, y entonces abandonó desesperado y abatido la patria que amaba para no presenciar su suicidio.

Sir George, al contrario, había nacido y vivido entre grandezas, felicidades y riquezas, sin pensar más sino en satisfacer su vanidad, sus pasiones y sus caprichos. Así era que a los treinta y tres años se sentía con despecho, hastiado de todo, seco de corazón, enervado de alma y reducido a sólo placeres materiales.

Fuese este retraimiento del Vizconde, o bien fuese por la finura y elegancia de los obsequios de sir George, o bien fuese por aquel ciego impulso cuyo origen es inaveriguable, y que no toma sus aspiraciones de la razón, de la paridad, ni de la simpatía, sino que nace espontáneo, crece déspota y arrastra al corazón a pesar de aquéllos, Clemencia, que era muy niña para poder penetrar en las profundas simas del corazón de los hombres criados en el gran mundo, se sintió arrastrada con vehemencia hacia sir George, cuyas distinguidas maneras, cuyo talento, ilustración, saber y gracia la encantaban. Y no es de extrañar que en unos instintos tan delicados, en un gusto tan culto como era el de Clemencia, unidos a un amante corazón que hasta entonces había respirado en una atmósfera sencilla y sosegada, hiciese impresión un hombre como sir George, en quien brillaban en su más alto grado las referidas ventajas.

Sir George sabía, con una delicadeza de maneras que sólo se adquiere en la más alta y fina sociedad, obsequiar de un modo que no era rehusable; obsequiaba a Clemencia en las personas que ella quería o le eran allegadas; había mandado venir para la Marquesa un aparato ingenioso para vendar su pecho; había regalado a don Galo unos gemelos de unas proporciones tan descomunales, que le era imposible a su entusiasmado dueño colocarlos ante su vista con una sola mano. Paco Guzmán los había apellidado Rómulo y Remo.

-Paco, hijo mío -contestaba don Galo en sus glorias-, me ha dicho el señor don George, que el fabricante sólo hizo tres como éstos; uno para el príncipe Alberto, otro para el Gran Turco, y el presente, que tenéis a vuestra disposición.

Hasta a don Silvestre, cuya hostilidad a los caminos de hierro no le era desconocida, había regalado sir George una chistosa caricatura inglesa que representaba una procesión de viajeros que antes de entrar en los coches y vagones del tren, pasaban ante la máquina quitándose el sombrero y saludándola con las palabras con que los gladiadores romanos saludaban al Emperador antes de ir al combate: Morituri te salutant.

Esta sátira había entusiasmado cuanto era dable entusiasmar al calmoso don Silvestre: la había llevado a todas las partes a que concurría, mandándole hacer en seguida un suntuoso marco de caoba con una estrella de metal dorado en cada ángulo, y colgado frente de una mesa, que tenía el nombre y no el uso de mesa de escribir, mesa que adornaba un tintero de plata de purísimas entrañas, unido a una pluma virgen, cuyos desposorios eran tan nominales como los de Santa Cecilia y San Valeriano.

No obstante, Percy no usaba con Clemencia hipocresía, no porque no fuese muy capaz de valerse de todos los medios para ganarse su corazón, sino porque en su escepticismo general, se persuadía de buena fe que cuanto elevado, ferviente, ascético e ideal existe, son voces muy literarias, muy poéticas y muy sonoras, pero sin valor real, buenas libreas que vestían maniquíes sin alma y sin sentido. Así era que sir George tenía la buena calidad de ser natural en la expresión de sus sentimientos y de sus ideas, no por cinismo, sino porque las creía las generales, las verdaderas fundamentales y la razonada reacción, como él decía, de las declamaciones filosóficas, de las puritanerías melifluas de la reforma y de las aspiraciones ascéticas del espiritualismo católico, creyendo el nego absoluto la verdad fundamental de la ciencia del mundo y del corazón humano. ¡Oh! ¡y no es él solo! Es de ver con qué grosera valentía de Alcides pisan muchos hombres con su torpe planta las santas, ideales y suaves compañeras que las almas selectas buscan y hallan en el cielo, en la poesía, en el ideal, que les hacen la vida buena y dulce y que guiándolas siempre hacia arriba, siembran con flores las más áridas sendas. Mas a medida que pasó tiempo, brotó en el corazón de Clemencia a la par de este reciente amor, una instintiva inquietud, como al lado de una azucena nace una zarza que la envuelve y espina con sus ramas.

En sir George, al contrario, era cada día mayor el encanto que ejercía Clemencia. Si desde que la había visto la vez primera se había hallado arrastrado por la seducción violenta que ejerce la hermosura sobre los hombres viciosos en quienes sólo domina el amor material; si la competencia con un hombre de tanto mérito como lo era el Vizconde, había empeñado su amor propio en el triunfo, el trato de Clemencia, a la vez tan modesto y franco, su entendimiento a la vez tan culto y cándido, sus sentimientos a la vez tan blandos y alegres, su modo de ver tan original, sin que por eso se desviase un punto de la buena senda trillada, habían acrecentado en sir George esta seducción con todo el aliciente de lo nuevo y de la curiosidad, aliciente gastado y sin estímulo hacía mucho tiempo en sir George, pero que en esta ocasión nacía y alcanzaba proporciones muy elevadas. Sir George conoció que no lograría hacerse amar de Clemencia por ninguno de los medios vulgares, y puso en juego cuantos a él para agradar le habían dado la naturaleza, la cultura y el uso del mundo.

Ese hombre hastiado de todo se halló agradablemente sorprendido al notar que anhelaba algo con vehemencia, y al sentir un deseo cuyo logro le excitaba. No entraba en este aliciente la vanidad ni un amor propio vulgar. Había pasado la edad en que lisonjeasen el suyo las conquistas. Aunque sólo contaba treinta y tres años, y que su hermosa persona representaba aún mucho menos, el dictado de viejo Cupido dado a un ilustre lord, le horripilaba. Además, los hombres de su categoría y de su alzada desdeñan el brillar, porque desdeñan la opinión y son bastante sibaritas y delicados para preferir en sus amores, a lo ostensible el encanto del misterio, y al triunfo el decoro de la reserva; uníase a esto el que los hombres como sir George, a falta de toda religión y de toda creencia, de toda fe y de todo culto, conservan el del honor, levantando este culto terrestre a una altura que sólo, compete al Divino, lo que prueba que no hay orgullo, escepticismo ni espíritu de independencia que alcancen a arrancar del corazón del hombre la imperiosa necesidad de acatar, que puso Dios en él para recordarle su dependencia.

Bien conoció desde luego el hábil fisiologista que la derrota podría hundir para siempre la existencia de aquella joven, que salía al mundo pura, suave y sonriendo cómo la aurora, confiada e indefensa como la verdad; pero se decía:

-¡Bah! nadie se ha muerto de amor, y ella es muy católica para suicidarse.

Si don Galo hubiese podido penetrar los pensamientos de sir George, habría pensado:

-¿Quién hubiera dicho que don George, ese apreciabilísimo sujeto, fuese tan fatuo?

El Vizconde habría pensado:

-Mucho se expone el soberbio hijo de Albión, no a ser subyugado, pues no es león que se ate con cuerda de lana; pero sí a ser un César incompleto y desairado.

En cuanto a Pablo, el honrado y enérgico español, lo hubiese, a saber sus ideas, ahogado entre sus manos.

Desde la llegada del Vizconde, que por desgracia suya había sido posterior a la de sir George, y sobre el cual había hecho Clemencia una impresión harto más profunda y sincera que sobre su competidor, se sentía el inglés, sin querer confesárselo, celoso a pesar de que conocía la preferencia que de él hacía la joven viuda; pues el corazón de Clemencia, si bien lo velaba la modestia, no lo disfrazaba el artificio. Sir George no pudo menos de conocer que era éste un competidor temible. Sufrieron entonces sus sentimientos un notable cambio. Solicitada y amada por un hombre como el Vizconde, le apareció Clemencia por un prisma seductor; la inquietud que le causó la rivalidad con un hombre como de Brian, cuyo mérito él menos que nadie podía desconocer, fue como un galvanismo que dio una vida ficticia a sus muertos sentimientos. Entonces se obstinó, impulsado por cuanto aún vibraba en él, amor propio, deseo material, capricho y orgullo en no dejarse suplantar a toda costa.

-Es preciso -se decía-, que yo sea un buzo diestro y diligente para sacar y apoderarme de su amor, esa perla que en tan profundo y sosegado elemento duerme, que podría encerrarse en su concha, si enturbio el agua, o dormir profundamente si no la muevo, y aun ser arrebatada por otras manos.