Clemencia (Caballero)/Tercera parte/IX
Tercera parte
Capítulo IX
[editar]Largo rato permaneció el Vizconde contemplando a Clemencia, marcando su noble y expresivo rostro la más profunda compasión. Ella estaba tan abstraída que no lo notó.
-¡Pobre mujer! -murmuré al fin.
Estas palabras sacaron a Clemencia de su enajenamiento.
-¿Por qué me decís eso? -preguntó con su sonrisa dulce que quiso hacer alegre, pero al través de la cual, a pesar de sus esfuerzos, un observador como el Vizconde entreveía lágrimas.
-Lo digo, Clemencia, porque si en todas cosas sois superior a las demás mujeres, en una sola les sois semejante.
-¿En cuál, señor?
-En labraros vuestra desgracia por vuestras propias manos.
-¿Qué queréis decir? ¿Yo? ¿Cómo?
-Con amar al hombre que menos os ama y menos os aprecia; con preferir entre dos, al que menos os merece; me atrevo a decirlo como una sencilla verdad, que no dictan ni el amor propio, ni los celos.
-¡Señor Vizconde! -dijo Clemencia con dignidad.
-¡Oh Clemencia! no califiquéis en mí de atrevimiento el echar esta profunda mirada en vuestro corazón, abierto como una azucena, y en vuestro porvenir patente a mis ojos, como lo está lo pasado. No, no es hijo del atrevimiento lo que os digo; lo es de un interés tan intenso y de un cariño tan tierno que no puede ofender lo que ellos dicten la más susceptible delicadeza. Lo que había previsto ha sucedido; lo amáis, y ese hombre frío y gastado, duro y escéptico, ese hombre cuyo profundo egoísmo no halla su tipo sino en Inglaterra, ese hombre se ha hecho amar. Él cómo Dios lo sabe.
-Señor Vizconde -dijo Clemencia-, no hallo esos derechos a que apeláis, suficientes para penetrar en mis secretos, caso que los tuviese, ni menos para erigiros en mi censor.
-Clemencia, por Dios -exclamó el Vizconde-, dejad conmigo, con vuestro mejor amigo, ese tono rechazador. El que os adora, el que se ha identificado con vos, no necesita más derecho para hablar con el corazón en la mano, que la solemnidad de este momento que decide de su futura suerte, y en el que se despide de vos, y con vos de la ventura para siempre.
Clemencia calló inmutada.
-Ese hombre -prosiguió el Vizconde-, sin apreciarlo, me ha robado el ideal que de la tierra hubiese hecho para mí el paraíso; y ese ideal, Clemencia, que yo buscaba, no era el de la fantasía, era el de la perfección ideal que todo hombre honrado y caballero lleva en el pecho para hacerlo su ídolo si lo halla; yo os hubiera amado, Clemencia, como a tal; yo os hubiese labrado un trono y hecho reina de las mujeres felices; y eso, Clemencia, no saben hacerlo sir George ni sus semejantes, que han llevado el mal a su último límite; esto es, el de no comprender, no conceder y no apreciar el bien; hombres precoces y desenfrenados en todos los vicios, cuya buena naturaleza resiste, pero cuya moral sucumbe. Clemencia, el corazón de ese hombre y el vuestro unidos, son y serán como un cuerpo vivo y lozano puesto en contacto con un cadáver. Si no lográis, lo que no os será dado, metalizar vuestro corazón para que no se quiebre, pasaréis vuestra vida en lágrimas.
-Pero -dijo Clemencia conmovida, mas procurando sonreír-, ¿no veis que hacéis cálculos al aire? ¿No habéis oído que se ha despedido porque se va?
-¡Volverá! -contestó el Vizconde con amargura y desdén.
-¿Creéis acaso que yo lo llame? -dijo Clemencia, que con esta exclamación se hubiese vendido a sí misma, si aún le hubiesen quedado dudas al Vizconde.
-¡Ah!, no creo que haya una sola española que llamase a su lado al hombre que sin razón se separa de ella; pero sir George, para volver, si es que se va, buscará pretextos y hallará razones. Yo le procuraré una con mi ausencia.
-¡Qué!, ¿también partís?
Aunque Clemencia dijo esto con pesar, por sus ojos asomó, cual la luz de un fugitivo relámpago, una vislumbre de satisfacción.
-Sí, Clemencia, mi suerte está decidida -respondió de Brian-; con luchar contra ella, sólo conseguiría hacerla más cruel, y a mí más importuno. Voy a América, ya que esta cobarde e inerte Europa, amándolos, deseándolos, ansiando por ellos como por su tabla de salvación, abandona a sus reyes, y no encuentra un leal y esforzado realista donde ir a dejarse matar, no por la causa del orden, sino por la causa del bien. No tardaréis en saber mi muerte, Clemencia; nadie me llorará, pues que mi pobre madre murió al darme el ser, mi adorado padre por la bala de un revolucionario, mi hermano al golpe de un puñal alevoso, y mis infortunados abuelos expiraron en la guillotina. Pero vos, Clemencia, único amor que llevaré a la tumba, vos al menos compadecedme.
El Vizconde quiso proseguir; pero no pudo, y escondió su rostro entre sus manos.
-¡Oh, Vizconde! -dijo Clemencia, por cuyas mejillas caían lágrimas-. ¡Cómo me estáis haciendo sufrir! ¿Por qué me habéis amado?
-¡Sí!, decís bien, ¿por qué os he amado? Pero yo digo: ¡oh! ¿por qué os conocí? pues conoceros y amaros eran una sola cosa. El amor hacia vos nació sin que lo sembrase la voluntad ni cultivasen esperanzas, como nace el día por la presencia del sol; porque vos, Clemencia, reunís cuantos méritos y atractivos existen para inspirar amor. Os he amado, porque resumiendo en vos todas las virtudes y todos los más bellos dotes femeninos, esparcís la felicidad que de ellos dimana alrededor vuestro como una flor su fragancia; os he amado porque nunca vi juntas tal inocencia y tanta madurez; os he amado porque unido a vos, mi vida hubiera sido un encanto, y porque a vuestro lado lo presente habría sido tan bello que habría olvidado llorar lo pasado y ansiar por el porvenir.
-Habéis hecho mal, Vizconde, en nutrir ese cariño, y lo que hacéis ahora es afligirme.
-Lo conozco -repuso de Brian sacudiendo la cabeza y haciéndose dueño de su dolor-; lo conozco, porque no sois vos, no, de las mujeres que gozan en ver sufrir a los hombres. En vos, Clemencia, todo es honrado y sincero, hasta la confiada fe en el amor que inspiráis; amor que hacéis nacer sin desearlo, que rehusáis sin injuriarlo con el desprecio, graduándolo de mentido; pues sería difícil precisar lo que en vos es más bello, Clemencia, si vuestra alma, vuestro corazón o vuestra persona. ¡Sí!, sois un ser privilegiado que conocí y aprecié por mi ventura, y del que no he sabido hacerme amar por mi desgracia.
Diciendo esto, de Brian se levantó, se acercó a Clemencia, tomó su mano, que besó, y salió sin añadir más que:
-Adiós, Clemencia.
Clemencia quedó en un estado tan violento y nuevo para ella, que se encerró en su cuarto y se puso a llorar amargamente.
-¡Dios mío! -pensaba-, ¿es este el amor cuya felicidad tan alto se encomia, y el que tanto anhelan inspirar las mujeres? ¡Qué! esos hombres que hubiesen sido mis amigos, ¿me huyen y se convierten en tiranos sólo porque me aman? ¿Son estos comportamientos, Dios mío, hijos de cariño? ¿No lo serán más bien de amor propio? ¿Son en estos hombres estas escenas amargas, este veneno vertido, hijas de ese sentimiento dulce, el amor, o lo son de sus caracteres? ¿Juzga el Vizconde en conciencia y justicia a sir George, o por celosa malevolencia? ¿Son en sir George las cosas que dice hijas de su habitual ironía, o son hijas de su corazón? ¿Me pedirá que le perdone, o ha fingido amarme? ¡Se va! ¿volverá, como opina el Vizconde?
Pasó una noche agitadísima, y a la mañana siguiente recibía la siguiente carta escrita en francés.
(Esta esquela la había escrito sir George la noche antes, al entrar en su casa bajo la impresión de rabia y celos que le había causado la visita del Vizconde y la firmeza de Clemencia en no querer ceder a su despótica exigencia. Su habitual indiferencia o flema le habían abandonado, y toda la dureza y altanería de su índole aparecían sin el fino y delicado barniz con que su exquisito buen tono las encubrían.)
Creo, señora, que el amor meridional lo han inventado los novelistas para dar una pesada chanza y para crear decepciones, o bien será que las encantadoras hijas de Iberia, de puñal en liga, se han transformado, gracias a la civilización, en vestales cristianas de rosario en mano.
Vuestros amores son tan ascéticos y los distribuís con una imparcialidad y una gracia tan perfectas, que nadie puede tener derecho de quejarse, y sí todos razón para agradecer; así con vuestro candor monjil hacéis ni más ni menos que las coquetas con sus artificios mundanos.
Señora, en vuestro país, patria genuina de los refranes, dichos y chilindrinas, hay uno que dice o César o cesar, y del que os suplico que hagáis la aplicación. Si me amáis, que sea exclusiva y decididamente, admitiéndome por marido o por amante: para ambas cosas me ofrezco; para cualquier cosa, menos para un Tántalo sentimental.
Vuestro confesor os dirá que mi exigencia es en un todo conforme al espíritu del evangelio.
George Percy.
Al leer esta humillante, inconcebible y chabacana carta, dura e incisiva como el acero aguzado, un espantoso temblor se apoderó de Clemencia; sus oídos zumbaban, sus arterias latían, y cayó exánime sobre su sofá.
Bien podía haber pasado esa carta insolente entre las señoras del gran mundo, que a fuer de merecerlas, tienen que sufrirlas; bien podía tener curso en aquella sociedad tan pulida en su exterior, tan corrompida internamente, en que es proscrita la gansería, y admitida y practicada la insolencia; pero en la esfera de Clemencia sucedía justamente lo contrario. Clemencia, indulgente a una inofensiva falta de finura, sentía en sí y podía ostentar la dignidad que no tolera la insolencia; esto es, que tenía la conciencia de su propio valer e invulnerabilidad.
Clemencia, herida de la manera más cruel e inesperada por esa carta, que no hay pluma española que hubiese podido escribir, pretextó una indisposición, se encerró y pasó las veinte y cuatro horas más terribles de su vida. Revisó con el esfuerzo de su razón las ideas y sentimientos que en todos asuntos había ostentado sir George, y alzó con valor el dorado velo con que su amor había cubierto su corrupción. Todo lo analizó con firme e imparcial voluntad.
¡Ah! -pensó al concluir este cruel examen-, ¿iría yo después de haber sido unida al tipo de los vicios materiales, a unirme por propia voluntad, y arrastrada por un amor que me echo en cara como una falta, al de todos los vicios del espíritu? ¡No! ¡Qué bien ha dicho el Vizconde que nuestras almas serían siempre en su contacto como la unión de un cuerpo vivo a un cadáver!
Así, pues, en esta lucha destrozadora que sufrieron su pasión y su razón, la dignidad de la mujer se alzó fuerte y brillante como el faro a cuyos pies se estrellaron las olas de su corazón: del combate salió serena y firme su dignidad, triunfantes sus nobles y elevados instintos, irrevocable la resolución que le sugirieron.
-¡Sí, padre mío! -exclamó tomando una pluma y poniéndose a escribir- en mi corazón está impreso con tu recuerdo tu último consejo: si lucha hay, haz que triunfe la razón. Y escribió con firme pulso y ánimo reposado la siguiente carta:
Convencida de la verdad del refrán con que españolizáis vuestra carta, opto por la segunda alternativa. Ha tiempo era esto un presentimiento, ayer fue un propósito, hoy es un fallo. Clemencia Ponce.
Al mismo tiempo escribió esta otra:
Pablo, deseo verte; el porqué te lo diré de palabra si estimas saberlo. Tu prima.
Clemencia.
Cuando Sir George, que como era de suponer no había partido, supo por su ayuda de cámara la ¡da del Vizconde, efectuada aquella mañana, se arrepintió amargamente de la carta que había escrito a Clemencia; carta escrita en aquellos momentos en que el despecho y el amor propio herido quitan todo artificio al hombre, que se muestra en ellos tal cual es. No obstante, sir George no graduaba lo profundo de las heridas que había causado a aquel corazón de que se sabía querido; estaba acostumbrado a amazonas aguerridas, a quienes atraía el combate. No comprendía las heridas hechas al corazón, y sentía sólo las hechas al amor propio; hubiera querido borrar con su sangre aquellas expresiones satíricas de vestal cristiana con rosario en mano, candor monjil, y no haber chocado con las ideas religiosas de Clemencia hablando de su confesor. No obstante, se consolaba pensando al concluir de prisa su tocador: me ama, y la mujer que ama no resiste a las lágrimas y súplicas del hombre que quiere. ¡Pobrecilla! ¡esa sí que sabe querer, si no se hiciese tanto de rogar! ¡Oh! si el amor que nos tienen no fuese cosa que empalagase a la larga, y no trajese en pos de sí la sujeción, los celos y las exigencias, ¡qué bella cosa sería!
Sir George corrió a casa de Clemencia y recibió por respuesta que la señora no recibía por estar indispuesta. Esto lo contrarió, pero reflexionando pensó que le era quizás favorable, y que convenía dejar pasar el primer ímpetu de indignación.
A prima noche, a su hora acostumbrada, volvió, y recibió la misma respuesta.
Sir George sintió dos grandes contrariedades, la una la de no ver a Clemencia, y la otra de no saber a qué parte ir a pasar la noche donde no se aburriese; se volvió a su casa, se puso a leer los papeles ingleses y se quedó dormido.
A la mañana siguiente recibió la carta de Clemencia.
-¡Por fin! -exclamó-, el hielo se deshace.
Después de leída, sir George se quedó por mucho tiempo completamente parado. La carta no traía una queja, una lágrima, ni un epíteto agrio.
Sir George no comprendía.
-¡No comprendo! -dijo- ¡Cosas de España! Le habrá puesto la carta su director.
Sir George no podía parar; montó a caballo para hacer hora.
A las dos fue a casa de Clemencia; la señora había salido.
Sir George no pudo disimular su despecho, y preguntó con indiscreción que dónde habría ido, pues le precisaba hablarla. Supo que en casa de su tía la marquesa de Cortegana, y corrió allí.
-Estás pálida -decía Constancia a Clemencia en aquella hora-: ¿te sientes indispuesta?
-No, no lo estoy -respondió ésta-; los semblantes, como el cielo, no tienen siempre los mismos matices, Constancia.
-¡Ay, hija mía! ¡si sufrieses lo que yo! -dijo la pobre Marquesa.
-Si con eso os aliviase, tía, ¡con cuánto placer lo sufriría!
Abrióse la puerta entonces, y apareció Pepino con su aire de diplomático.
-Ahí está uno -dijo.
-¿Y qué quiere? -preguntó Constancia.
-¡Toma! un ratito de conversación.
-Pero, ¿quién es ese?
-El señor de Jesu-Cristo.
-¡Ay! ¡qué barbaridad! -exclamó Constancia, tapándose con ambas manos la cara.
-¿Pues no se llama asín? -dijo Pepino, que había oído nombrar a sir George, Monte-Cristo.
-No, hombre; ese caballero es el señor don George el inglés.
-¿E qué le digu?
-Madre, ¿lo recibiréis?
-No, hija, me siento hoy tan mala, que no puedo recibir a nadie.
-Clemencia, si tú quisieras recibirlo -dijo su prima con voz suplicatoria.
-Constancia, dispénsame; en otra cosa te complaceré; pero déjame aquí acompañando a tu madre, que para eso he venido.
Constancia hizo un involuntario movimiento de impaciencia que refrenó en el momento, y salió con apacible y grave semblante para ir al estrado, donde fue introducido sir George por Pepino, que le dijo:
-Señor don George el inglés, tenga a bien de pasar adelante; pero sacúdase su señoría los pies antes de entrare. Sepa su señoría -prosiguió Pepino sin que se le preguntase-, que la señora está su señoría intercaliente; señor, los médicos malditos y la botica se llevan un dineral, porque lo que saben es recetar, eso sí; pero cuidin que no saben curar.
La conversación entre sir George y Constancia no podía menos de ser lánguida: después de preguntar con interés por la Marquesa, y asegurarse mutuamente que hacía frío, el diálogo quedó cortado como con unas tijeras.
Al cabo de un rato dijo sir George, poniéndose en pie y viendo lo infructuoso de esta su nueva tentativa por ver a Clemencia:
-No quiero quitaros vuestro tiempo, que querréis dedicar todo a la asistencia de la enferma.
-Efectivamente -repuso Constancia-, sólo la satisfacción de daros las gracias por el interés que mostráis por mi madre, me hubiese separado de su lado.
Sir George saludó y salió.
Volvióse a su casa en un estado en que le agitaban igual y reciamente el pesar, el coraje y el temor.
Escribió una carta apasionada y afligida, en que se veían las señales de sus lágrimas, expresando su arrepentimiento y formulando las más vivas instancias porque Clemencia le perdonase lo que a su pluma escapó en un momento de celos y de despecho.
Clemencia leyó la carta; pero sir George se había desprestigiado con ella; aquel ídolo que ella hiciera tan bello, había caído de su falso pedestal; las expresiones de la carta le parecieron afectadas, las ideas falsas, el lenguaje palabrería hueca, y las lágrimas gotas de agua.
La venda había caído.
Clemencia no contestó.
Al día siguiente sir George, desesperado, pues entreveía que en una mujer de carácter tan superior como era Clemencia, por grande que fuese el poder de su amante corazón, sería aún mayor el de la voluntad dirigida por la razón y estimulada por la dignidad femenina, volvió a escribir, y esta vez su carta, más sincera, era más sencilla, y por lo tanto más elocuente.
Pero Clemencia no la abrió, y se la devolvió cerrada con un sobre.
Entonces sir George se abatió profundamente, no porque se despertase en aquel corazón muerto una pasión real y sentida por Clemencia, eso no era posible: cenizas no levantan llama; pero ese hombre para quién la vida había perdido todos sus prestigios, todos sus goces, todo su interés, todo su valor, todas sus excitaciones, había hallado en Clemencia, el solo ser que sobrepujaba por instinto toda su adquirida aristocracia intelectual; la sola mujer que con su gracia, a la vez aguda e infantil, su saber y su inocencia, su inteligencia de primer orden y sus sentimientos de alta esfera, su poesía de corazón, y su sensatez en la vida práctica, le atraía, le interesaba, le entretenía, le sorprendía; en fin, había logrado lo que no otra, llenarlo.
¡Extraña anomalía! El impulso que sentía hacia Clemencia, y el deseo de reconciliarse con ella, llevó a sir George, el escéptico, el positivo, el estoico y desdeñoso, hasta el punto ridículo de hacer los extremos de un héroe de novela: rondó la calle de Clemencia noches enteras, escribió carta sobre carta, se fingió malo, obsequió a don Galo con un par de pistolas de Mantón (el regalo más inútil del mundo); pero todo fue en vano y se estrelló contra el sano juicio que después de un íntimo convencimiento había trazado su senda a Clemencia.
Sir George se hacía ilusión, o quería hacérsela, de que esos extremos eran hijos de un sentimiento vivo y vigoroso, y pulsaba con ansia su corazón por ver cómo latía; pero era en vano: la cuerda de ese bello reloj estaba gastada; cuanto hacía era ficticio, no se pudo engañar y acabó por reírse con agrio desdén de sí mismo.
-¡Y que haya -decía con amargura-, hombres que afecten mi estado! ¡Hombres que se afanen en hacerse la antítesis de Prometeo, no buscando, sino apagando la llama de la vida!
Entonces sir George cayó en uno de esos accesos de misántropo esplín, que lo hacían el más desgraciado de los hombres, tanto más cuanto que quería disimularlos, y de los cuales sólo Clemencia hubiera podido sacarle con su trato encantador, como David a Saúl de los suyos, con su melodiosa arpa.