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Clemencia (Caballero)/Tercera parte/XI

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Tercera parte

Capítulo XI

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Al día siguiente fue don Galo, como tenía de costumbre, a visitar a sir George: visita que miraba como obligatoria desde que las pistolas de Mantón habían aumentado su fina amistad con un fino agradecimiento. Este le recibió con una de esas sonrisas prestadas, como dicen los franceses, que era en ese altivo gentleman la expresión de la suma distracción que producían en él los entes de tal nulidad, que se desdeñaba de desdeñar.

Don Galo, como es de inferir, estaba lleno de la gran noticia, que si bien le había contrariado, había traído su contrapeso con la satisfacción que le había procurado Clemencia eligiéndole por su primer confidente y por digno esparcidor de su confidencia: así fue que apenas se hubo informado de su salud, cuando dijo a su amigo con una sonrisa colosal:

-El Dios Himeneo prepara sus coronas, señor don George.

-¡Ah!, ¿y cuáles son las bellas sienes sobre las que van a brillar? -respondió éste.

-Las de una amiga vuestra -contestó don Galo, que lo que menos soñaba era que en esto tuviese interés sir George.

Don Galo no dejaba de observar un obsequio o un galanteo; una contradanza y un vals bailado con el mismo compañero por una de las bellas, era cosa grave y significativa para él; en cuanto al movimiento enérgico e interno con que las pasiones agitan la sociedad, éste no lo penetraba su observación benévola y superficial.

-¿Cuál amiga? -preguntó sir George-. ¡Tengo tantas! pues soy como vos, señor Pando, gran partidario de las bellas. ¿Será quizás la valiente coronela Matamoros?

-No señor, no señor; es joven, hermosa, fina, discreta, y sobre todo, buena como no otra.

-Hay tantas jóvenes, tantas hermosas, tantas finas, tantas discretas y tantas buenas en Sevilla, que sería difícil para mí acertar por esas señas quién pueda ser.

-Pues os diré (don Galo tomó un aire entre importante y satisfecho) que es nuestra apreciable y querida Clemencita.

-¡Es mentira! -gritó sir George, levantándose airado y empujando la mesa.

No es fácil explicar la sorpresa mezclada de susto que sintió don Galo al ver a Sir George ante sí, erguido, el rostro encendido y los ojos centellantes, sin saber a qué atribuir aquel furioso repente.

-¿Qué le ha dado? -pensó-. ¿Será esto efecto de ese malhadado esplín de los ingleses que a otros ha llevado a tirarse un pistoletazo? ¿Si buscará un duelo? ¡Jesús! aquellas pistolas de Mantón que me regaló... ¿si sería con la idea?... ¡estamos bien!... ¡qué hombre tan peligroso!, záfese usted de compromisos con semejantes osos... Pero no -añadió volviendo a sus naturales, pacíficas ideas-; lo que me parece al ver su rostro tan alterado es que está enfermo; veamos de apaciguarlo, pues nada he dicho que pueda incomodarlo: así fue, que dijo:

-No miento, mi querido señor, ni penséis que soy capaz de hacerlo, y menos con el fin de inducir en error a una persona como vos que tanto aprecio; si lo he dicho, es porque lo sé de la misma boca de Clemencia, que añadió no ser esto un misterio; si no estuviese autorizado, yo no sería capaz de publicarlo.

-¿Ella os lo ha dicho?

-Y puedo lisonjearme -respondió don Galo, que se iba recobrando y serenando-, de que soy el primero de sus amigos a quien ha honrado Clemencia con su confianza. Por cierto que ya tengo encargado a Cádiz un tarjetero de filigrana de oro-plata y esmalte de Manila para regalárselo; pero os suplico que me hagáis un favor, señor don George.

Don Galo hizo una pausa.

-Y bien, ¿qué favor? -preguntó bruscamente sir George, que quería abreviar la conferencia.

-Que no se lo digáis.

-¡Oh! contad con mi discreción, señor don Galo -repuso sir George, que había vuelto a ser dueño de sí y tenía ya en sus labios su habitual sonrisa fría como una flor de mármol-; ahora yo os pediré también otro favor.

-No tenéis sino mandar: ¿cuál es?

-Que os vayáis.

Don Galo, que no concebía la grosería, ni menos la impertinencia de la aristocracia inglesa, se quedó mirando a sir George con los ojos tamaños y estuvo por sacar el lente.

Sir George se había quedado impasible; sólo que cada vez la sonrisa que cubría la tempestad de su ánimo era más glacial.

-Decididamente -pensó don Galo-, está malo este pobre hombre, y por eso quiere estar solo, me parece que un par de sangrías...

-Señor don George -dijo en voz alta-, me parece que vuestro semblante está un poco arrebatado; bien veo que no estáis en caja; en este país combate mucho la sangre, sobre todo al acercarse la primavera. ¿Tenéis dolor de cabeza? Creo que una pequeña evacuación y unos vasos de malvavisco (en latín altea) os harían mucho bien.

Lo que don Galo decía de la mejor fe del mundo, no pareció tal a sir George, por lo cual le dijo sin levantar la voz:

-Señor don Galo, ¿queréis salir por la puerta o por la ventana?

Don Galo se levantó cual si por medio del asiento de su silla le hubiesen pinchado con una espada.

-Que usted lo pase bien, señor don George -dijo cogiendo el sombrero-; yo deseo que usted se alivie.

-Y yo que el diablo cargue contigo -dijo en inglés y entre dientes sir George.

Apenas bajó don Galo de dos en dos los escalones de la escalera y se vio en la calle en seguridad, cuando se dijo:

-¡Toma! ¡toma! ¡Y yo que no caía! ¡Torpe de mí! ¡Toma! ¡toma! La de los ingleses, una turca de las buenas; habrá almorzado con algún paisano suyo, y se habrán bebido un par de docenas de botellas de Jerez. ¡Y yo que no me apercibía! ¡qué torpeza! ¡Ya! ¡como que aquí en España no estamos hechos entre las gentes finas a semejantes chocarrerías!

Don Galo se fue en seguida en casa de Clemencia, a quien halló sola.

-¡Jesús! -dijo, poco después de haber entrado-: no podéis pensar el mal rato que he pasado.

-¿Sí?, lo siento. ¿Por qué causa y dónde?

-Por causa y en casa de don George. ¡Jesús!

-Pero ¿con qué motivo, amigo mío? -preguntó Clemencia algo inmutada.

-¿Por qué... Clemencita?...

Don Galo se sonrió con la chuscada que acostumbraba, aun cuando lo que decía fuese lo que se llama la nada entre dos platos.

-Vaya, decid, don Galo -dijo Clemencia, a quien la respuesta de don Galo inquietaba.

-Clemencia, sólo a vos y en confianza lo digo.

-Sabéis que soy callada, don Galo.

-Sí, sí, por eso os lo diré. Fui, pues, allá esta mañana; un paso de atención.

-Ciertamente. ¿Y bien?

-Pues sabréis que don George estaba...

Don Galo abrió la mano y apoyó su dedo pulgar en sus labios, guiñó un ojo, se sonrió en grande y añadió: -Ya me entendéis.

-No os entiendo -repuso Clemencia.

-Pues nuestro inglés estaba... -dijo don Galo, y acercándose a Clemencia, añadió-: ebrio.

-¡Ebrio! -exclamó ésta asombrada.

-Como una cuba -repuso don Galo.

Don Galo refirió con todos sus pormenores la referida escena a Clemencia, y ésta lo comprendió todo: no era mujer bastante vulgar para gozarse en el despecho de sir George, pero sí bastante delicada para que le chocasen los insolentes y acerbos procedimientos con que había insultado al hombre más benévolo e inofensivo y que era además amigo de ella: así fue que aun esta escena contribuyó a hacerle conocer todo lo áspero y duro de aquella naturaleza que la inteligencia había podido elevar, la exquisita sociedad pulir, pero a la que nada había podido dar un corazón, sin el cual son todos los demás dotes, bellas vestiduras, resplandecientes coronas que encubren un esqueleto.

Durante esta conversación, sir George, que se había quedado solo, se paseaba por su cuarto en un estado de cólera y exasperación, el más violento, y se decía:

-¡Joué! ¡burlado! ¡como un pollito! ¿Y por quién? ¡por una mujer que ha pasado la mitad de su vida en un convento, y la otra mitad en el campo! ¡por una hija de la naturaleza, criada por un fraile sentimental y ascético! ¡Y yo que creí que me amaba! ¡Oh! ¡qué anomalías se ven en las españolas! Entre estas mujeres, las que valen son culebras insujetables. La ofendí, lo confieso; pero he querido pedirle perdón, ¡y no he podido ni aun verla!-Son estas mujeres suaves flores con tallos de acero. No conocen la vanidad cuando compite con su innato e indomable orgullo mujeril. -¡Casarse con otro, cuando le ofrecí ser mi mujer! ¡Qué insolencia! ¿Y con quién? Será con su recién llegado primo Cortegana, ese chisgarabís, ese mono afrancesado? No, será con un pastor Fido, inocente como sus corderos. ¡Y ese imbécil de Pando que no me lo ha dicho! ¡Siento no haberlo tirado por la ventana! ¡Y esa criatura se aviene a encerrarse en ese círculo vulgar y mezquino! ¡Oh! ¡es una criatura incomprensible! ¡todo lo sabe por instinto, como el ruiseñor la melodía! Ella me rejuvenecía-a su lado vivía-me animaba-me alegraba-sabía cual la aurora echar sobre todo un rosado tinte.-Pero ¿quién es ese marido que ha surgido como por magia a sus pies en el momento oportuno? ¿Lo tendría de reserva? ¡Ah! ¡no! esa mujer no- era artificiosa,-no; pero está llena de supersticiones: -me habría querido hacer papista... Vamos, esto al fin ha tenido mejor desenlace que si me hubiese dejado arrastrar a casarme, y con eso me hubiese dado a mí mismo la patente de machucho.

Sir George se arrellanó en su sillón a la chimenea y encendió un cigarro; pero al momento después lo tiró y exclamó con rabia:

-Pero ¡vive Dios! ¿Qué hago? ¿Quedarme? no, sin ella me fastidia Sevilla; me iré al Caúcaso, que no he visto. Vamos, judío errante, coge tu báculo; que el movimiento rejuvenece el cuerpo y distrae el ánimo. Lo conocido fastidia, busquemos lo desconocido. ¡Ah! añadió, ¡sólo una cosa he hallado que fuese para mí desconocida, y esa fue ella! ¡luz fugitiva que de la oscuridad salió para volver a hundirse en ella! Pero no creáis que me afligís, señora; una dama hay más bella, más amable, más querida de mí que lo sois vos, y es la dulce y encantadora libertad. No, no compiten vuestros encantos con los suyos; si lograros era a costa de perderla, vale más una decepción que una cadena: así pues, all is well that ends well. Bien está lo que en bien acaba.