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Compadres

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Compadres

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¡Dios bendice a las familias numerosas! Es este un dicho que, si tiene poco de verdad, por lo menos sirve de excusa a muchos padres imprudentes que se figuran, al parecer, que lo mismo es aumentar su familia como aumentar su majada.

Don Anacleto fingía ser de esa opinión, y cuando completó su docena de hijos, sabía decir a los que lo felicitaban, con ciertas restricciones compasivas o burlonas, que todavía no le bastaban y que más pares de brazos lo mandara Dios, más trabajo podría hacer.

Añadiremos que don Anacleto era un insigne haragán que, en ningún tiempo, había hecho mucho trabajo, y que los mayores de sus hijos, que recién empezaban a ser hombrecitos, parecían más dispuestos a ayudarle en no hacer nada, que a cuidarle los intereses con mucho empeño.

Así mismo siempre le servían de algo, y si antes de tenerlos, trabajaba poco, casi podía ahora dejarlos del todo al cuidado de la majada y mandarse mudar para la esquina, donde le gustaba mucho pasar las horas, en las emociones siempre renovadas de un truco lleno de peripecias.

Lo que no decía don Anacleto es que, para ayudar a Dios a bendecir a su numerosa familia, sabía elegir con un tino especial a los padrinos de sus hijos.

Cada hijo, cada padrino, y cada padrino es un compadre; y todos saben que, en la campaña, un compadre que se respeta y toma a lo serio su misión, es mucho más que un amigo, algo más que un hermano. El compadre, aunque no entre para nada en la paternidad de la criatura que le atribuyen, a la fuerza tiene que compartir algunas de sus cargas.

A don Anacleto, astuto y pobre como era, no se le podían escapar las grandes ventajas que le podía atraer el tener para compadres, gente de mayor fortuna que él, lo que no era muy difícil, por cierto, y lo que supo conseguirá fuerza de hábiles zalamerías.

Tenía un compadre cuyas majadas, muy refinadas, le servían de plantel, para sacar carneros.

-«¡No me lo cape! Amigo;» decía él, en la señalada, ponderando algún cordero que le gustaba y que iban a operar, y la respuesta natural era:

«¿Le gusta, don Anacleto?

-¡Cómo no, compadre!

- Bueno, tómelo para las ovejitas de mi ahijado».

Esto de las ovejitas, no quedaba perdido, -sino enterrado hasta que brotase,- el día del santo del niño o de su cumpleaños. Y si el compadre no se acordaba, fácil era hacerse entender, con decirle que el pobre carnerito, ahora que era grande, se aburría solo y que sería bueno casarlo.

Otro tenía muy buenas yeguas ¿y cómo, entonces, hubiera faltado a su ahijado un buen padrillito y un potrillo o una potranca?

Al vasco tambero, padrino de la hija mayor, siempre se le podía pedir algo; pues, era muy bueno, el hombre, muy servicial, loco con la chica, y siempre dispuesto a prestar, a dar, a ofrecer lo que le iban a pedir. No faltaba leche en casa de don Anacleto.

A otro, éste le hacía cortar la alfalfita, porque tenía máquina y que no se la quería pedir prestada, pues no la sabía manejar, y se la hubiera podido romper. Y éste le mandaba sus hijos, para entrar el pasto o ayudarle a esquilar; aquel siempre tenía el colgadero lleno de carne -¡qué casualidad!- Justamente cuando, por uno u otro motivo, don Anacleto no había podido carnear.

No le faltaba un compadre a don Anacleto en el juzgado, que siempre le podía servir mucho, en algún apuro, para evitar de ser llevado en caso de revolución, o que le arreasen los caballos, o cualquier otra cosa.

Hasta tenía D. Anacleto un compadre muy aficionado al trago, en busca de quien iba, los días de farra, y sin el cual no había fiesta posible; pues era hombre liberal y bastante bien de fortuna, que poco miraba los pesos, una vez tomado, y que no hubiera permitido jamás que su compadre Anacleto pagase un peso, estando él.

A otro, pulpero rico, lo tenía de banquero; y era cosa de ver las cartas que le dirigía don Anacleto, tratándolo cariñosamente de: «Mi querido compadre», cuando le escribía para pedirle plata prestada, y contestando por un: «Muy señor mío», seco como un Pampero, a los discretísimos reclamos del compadre, cuando éste solicitaba alguna devolución a cuenta.

Y vivía muy bien, así, nuestro hombre, feliz y satisfecho, cantando las glorias de Dios que bendice a las familias numerosas. Pero le sucedió al pobre, que uno de sus hijos murió, criatura de ocho meses. Lo lloró junto con el correspondiente compadre, tratando de hacerle bien comprenderá éste, que, aunque se hubiera ido el ahijado, no soltaba él al padrino.

Pero dió con una de estas naturalezas difícilmente pechables, que no sirven para nada: y, como de las grandes afecciones nacen los grandes odios, le crió al ingrato una rabia incurable, persiguiéndolo con su desprecio en todas partes, hablando de él a todos sus demás compadres, como de un hombre sin moralidad, incapaz de comprender lo sublime del compadrazgo, indigno de ser nunca elegido para padrino de un niño de familia decente.

Y estos anatemas hacían temblar a los compadres fieles, manteniéndolos firmes en la senda del deber.