Conferencia en el Ateneo de Lima (ortografía RAE)

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Conferencia dada por Manuel González Prada en el Ateneo de Lima en 1886. Reproducida posteriormente en el volumen Pájinas libres (1894) con ortografía de su autor.

I[editar]

Señores:

Si los hombres de genio son cordilleras nevadas, los imitadores no pasan de riachuelos alimentados con el deshielo de la cumbre.

Pero no sólo hay el genio que inventa y el ingenio que rejuvenece y explota lo inventado; abunda la mediocridad que remeda o copia. ¡Cuánta mala epopeya originaron la Iliada y la Odisea! ¡Cuánta mala tragedia las obras de Sófocles y Eurípides! ¡Cuánta mala canción las odas de Píndaro y Horacio! ¡Cuánta mala égloga las pastorales de Teócrito y Virgilio! Todo lo bueno, todo lo grande, todo lo bello, fue maleado, empequeñecido y afeado por imitadores incipientes.

Siglos de siglos persistió la monomanía de componer variaciones sobre el tema greco-latino, y hubo en la literatura una Roma falsificada y una Grecia doblemente hechiza, porque todos miraban a los griegos con el cristal romano. Muchos quisieron seguir fielmente las huellas de latinos y helenos ¡como si tras del hombre sano y fuerte pudiera caminar el cojo que vacila en sus muletas o el hemipléjico que se enreda en sus mismos pies!

La imitación, que sirve para ejercitarse en lo manual o técnico de las artes, no debe considerarse como el arte mismo ni como su primordial objeto. Imitar equivale a moverse y fatigarse en el vagón de un ferrocarril: nos imaginamos realizar mucho y no hacemos más que seguir el impulso del motor.

En literatura, como en todo, el Perú vivió siempre de la imitación. Ayer imitamos a Quintana, Espronceda, Zorrilla, Campoamor, Trueba, y hoy continuamos la serie de imitaciones con Heine y Bécquer en el verso, con Catalina y Selgas en la prosa. Como Bécquer escribió composiciones poéticas de cortísimo aliento, y Selgas artículos no muy largos en frases diminutas y algo bíblicas, va cundiendo en el Perú el gusto por las rimas de dos cuartetas asonantadas y la afición al articulillo erizado de antítesis, concetti y calembours, quiere decir, entramos en plena literatura frívola.


II[editar]

Severo Catalina poseía sensibilidad exquisita, claro talento y vasta erudición. Hebraizante, con fe ciega en los dogmas del Catolicismo, salió a refutar la Vida de Jesús, cuando se había hecho moda romper lanzas con Renán. Pasada la moda, se hundieron en el olvido refutaciones con refutadores, y Catalina sobrenada hoy, no por la Contestación a Renán, sino por el libro La Mujer, que muy joven dio a luz con un prólogo de Campoamor.

En La Mujer, Catalina descubre miras opuestas a Balzac; pero no encierra el meollo de Aimé-Martin ni el generoso espíritu de Michelet. El libro ensalza tanto al bello sexo y despide un olor tan pronunciado a misticismo, que parece escrito con polvos de rosa disueltos en agua bendita. Obras con semejante índole entretienen a los dieciocho años, hacen sonreír a los veinticinco e infunden sueño a los treinta. No deben tomarse a lo serio, sino como el ditirambo de un seminarista que no ha perdido la gracia virginal.

Ahí, la frase asmática de Saavedra Fajardo alterna con el período hético del mal Quevedo, del que maneja la pluma en horas menguadas. De cuando en cuanto relampaguea el espíritu de un Lamennais corregido y expurgado por la Congregación del Índice.

En sus obras posteriores a La Mujer, Catalina cambia de forma, pero no de fondo: abandona el estilo clausulado para valerse del período inacabable y lánguido de Mateo Alemán; pero continua encorvándose bajo el yugo de la Fe, sin conocer las tormentas de la duda ni subir a las cumbres de la Razón.

Si con ninguno de sus escritos logra convencer al que niega ni afianzar al que vacila, tampoco inflama odios ni causa repulsión, porque en todas sus frases revela al creyente sincero y al hombre de corazón leal. En sus obras trasciende la melancolía, ese vago presentimiento, ese algo triste de los hombres destinados a morir jóvenes.


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A Catalina siguió José Selgas y Carrasco. Después de publicar dos colecciones de versos, la Primavera y el Estío, Selgas descuidó la poesía y se lanzó denodadamente a la prosa.

Con erudición superficial y de segunda mano, con citas copiadas de controversistas franceses, emprende una cruzada contra Ciencia y civilización modernas. Se manifiesta agresivo, cáustico, mordaz, sangriento, y como todo hombre fácil en atacar, no sabe defenderse ni resistir cuando se ve acometido. Sirviéndose de armas que no maneja bien, trata de fulminar golpes mortales, y deja todo el cuerpo a merced del enemigo. Aunque algunas veces aturda, jamás derriba, porque sus argumentos recuerdan los ruidosos pero inofensivos golpes con vejiga llena de aire. Estrechando mucho, se escurre como Voltaire, disparando un chiste.

Prescindiendo aquí de las ideas trasnochadas y recalcitrantes, sería injusto negar a Selgas un ingenio móvil, sutil y penetrante: acaso no hay hombre más paradojal en España. No obstante, afanándose en rayar por agudo, peca más de una vez por incomprensible. Como abusa de la antífrasis, no sabemos si habla con seriedad o se burla de nosotros.

En él no hay sucesión lógica de juicios, sino agrupamiento de ideas por lo general inconexas. Puede tijeretearse por acápites cualquier escrito de Selgas, introducirse los retazos en una bola de lotería, sacarles y leerles, con probabilidad de obtener un nuevo artículo. No posee la concentración, el mucho en poco, y lejos de arrojar centigramos de oro en polvo, descarga lluvias de arena. Selgas parece un Castelar desmenuzado y teñido de carlista.

En el estilo, asmático entre los asmáticos, fatiga con los retruécanos, aburre con las antítesis, desconcierta con el rebuscamiento. Según la expresión de Voltaire, "pesa huevos de hormiga en balanzas de telaraña". No se le debe llamar domador de frases, sino martirizador de vocablos. Juega con palabras, como los prestidigitadores japoneses con puñales; y estrae del tintero líneas y más líneas de frases cortas y abigarradas, como los embaucadores de ferias se sacan del estómago varas y más varas de cintas angostas y multicoloras.

A más de ambiguo, flaquea por amanerado, descubriendo en cada giro al escritor ganoso de producir efecto. Quiere manifestar ingenio hasta en la colocación de signos ortográficos. Imposible leerle de seguido: la lectura de Selgas parece ascensión fatigosa por interminable y oscura escalera salomónica: esperamos ráfagas de luz, momentos de tomar descanso; pero descanso y luz no llegan.

Nunca va en línea recta hacia el asunto, sino trazando curvas o ángulos, y retorciéndose y ovillándose; de modo que cuando nos le figuramos muy lejos de nosotros, se divierte en hacer cabriolas a nuestras espaldas. Como personaje de comedia mágica, se oculta en las nubes, y de repente asoma por un escotillón. Selgas, en fin, sube a la cuerda floja, da saltos mortales, realiza prodigios y agilidad, hasta que pierde el equilibrio, suelta la vara y cae sobre los espectadores.

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Tales son en bosquejo Catalina y Selgas, prosadores sin legítima originalidad, pues se derivan de los gacetilleros parisienses. Viértanse al francés los artículos de Catalina y Selgas (si Selgas puede traducirse), publíquense las versiones en cualquier diario del Sena, y pasarán confundidas entre las mil y mil producciones de los innumerables escritores franceses.


III[editar]

¿Quién es Heine, quién el hombre que funda la escuela en Alemania, se populariza en Francia, penetra en Inglaterra, invade Rusia, se hace traducir en el Japón y viene a ejercer irresistible propaganda en América y España? Nadie caracteriza con más precisión a Enrique Heine que él mismo cuando se llama "un ruiseñor alemán anidado en la peluca de Voltaire" pues amalgama el sentimiento germánico de un Schiller con la chispa francesa de un Rabelais.

Aunque artista consumado, no produce con serenidad y pulso firme de pintor que ilumina cuadros, sino con dolores de mujer que alumbra un niño. Su poesía, vaso de hiel con bordes azucarados, como lo declara en Atta Troll, "frenesí encaminado por la cordura, prudencia que desvaría, quejidos de moribundo que repentinamente se trasforman en carcajadas".

Como piensa con el cerebro de Mefistófeles y siente con el corazón de Fausto, su ironía se acerca a lo satánico y su sensibilidad se roza con lo paradisíaco. La mujer le infunde ternuras de madre y lascivias de sátiro, su amor no se parece al lago azul en que se refleja el cielo, sino al torrente que huye hacia el mar, recogiendo el arroyuelo de las montañas y el albañal de las ciudades.

No le creamos cuando nos diga que "sólo amó verdaderamente a muertos y estatuas"; por el contrario, pensemos que debió repetirnos como el antiguo minnesänger: "Yo me alimenté del amor, esa médula del alma". Nació con asombrosa precocidad de sentimientos. Niño, recitaba en la fiesta de un liceo el Buzo de Schiller; mas de pronto enmudece y queda como petrificado: sus ojos se habían fijado en los ojos azules de una hermosa joven. Amó con delirio a su prima Molly Heine y conservó siempre un cariño entrañable a su madre. Verdad que una y otra no escapan a los dardos de su ironía, como no se libraba ni él mismo, porque era propio de Heine velar con un chiste sus pasiones, disimular con una risotada sus dolores; como la heroína del cuento, baila con un puñal en las entrañas; como Voltaire, está con una pierna en la tumba y hace piruetas con la otra.

Odió con toda su alma. Casi moribundo, teniendo que levantarse los párpados para ver, escribe sus memorias y esclama en un arranque de regocijo febril: "Los he cogido. Muertos o vivos no se me escaparán ya. ¡Ay del que lea estas líneas, si osó atacarme! Heine no muere como un cualquiera, y las garras del tigre sobrevivirán al tigre mismo".

La audacia de Heine parecerá increíble a quien no esté familiarizado con la llaneza infantil de los autores alemanes; pocos habrán escrito rasgos más atrevidos ni valientes. A nadie respeta: zahiere a Schlegel, Hegel y Boerne, arremete contra Goethe, no perdona poeta de Suevia, se ríe socarronamente de Madame Stäel, moteja a Ballanche, llama a Villemain "un dómine ignorante", a Chateaubriand "un loco lúgubre", a Víctor Hugo "un hombre jorobado moralmente".

Prusiano, escarnece a Prusia y se mofa de la vieja Alemania y del antiguo y buen derecho glorificado por Uhland. Poco después que Arndt había cantado la formación de la patria germánica, tibias aún las cenizas de Koerner, Heine lleva el descaro hasta celebrar en los Dos Granaderos la apoteosis de Napoleón Bonaparte, el hombre de Jena y Tilsitt. Nunca hizo gala de patriota, y un solo país amó invariablemente, Francia, donde vivió gran parte de su vida, donde contrajo matrimonio, donde exhaló el último suspiro. En una carta dirigida a su amigo Christian Sethe por los años de 1822, escribía ya: "Todo lo alemán me es antipático, y tú eres alemán por desgracia. Todo lo alemán me produce efecto vomitivo. El idioma alemán me destroza las orejas". En nada cree, salvo perfidia y belleza de la mujer amada. "Yo no creo en Diablo, infierno ni penas infernales; sólo creo en tus ojos y en tu corazón diabólico". Llama a los dioses del Cristianismo "zorros con piel de cordero", al Catolicismo el "período mórbido de la Humanidad". Para todas las religiones tuvo siempre la carcajada de Voltaire, y aunque judío de nacimiento y luterano de conveniencia o capricho, sólo rindió culto literario a las divinidades griegas. Enfermo, acometido ya de la parálisis, recorre las galerías del Louvre y no vuelve los ojos a las madonas de los pintores italianos, sino que vertiendo lágrimas como un pagano del siglo IV, cae de rodillas ante la Venus de Milo.

La originalidad de Heine estriba en el modo cómico-serio de sentir, en la independencia de pensar y en la franqueza de expresarse; su forma no revela nada superior a Goethe ni a Schiller, aunque se manifiesta más armonioso que Tieck, más conciso que Rückert, más plástico que Uhland. Él mismo confesó que en su Intermezzo lírico había imitado la cadencia de los lieder compuestos por Wilhelm Müller, que antes de aprender en las obras de Wilhelm Schlegel los secretos de la métrica había cedido al influjo del canto popular germánico, y tuvo razón: anteriormente a Wilhelm Müller, anteriormente a Goethe, el lied existía con toda su frescura, con toda su sencillez, con toda su flexibilidad. Remontándose hasta la Antología Griega, se ve que muchos epigramas helénicos tienen todos los caracteres del lied germánico. Algunas composiciones del Intermezzo lírico, del Regreso y de la Nueva Primavera, figurarían sin desdoro junto a los epigramas de Meleagro, Rufino y Pablo el Silentario.

Mas, nada tan inexacto como calificar a Heine de griego; no pasa de un greco-alejandrino que viajó por Asia, leyó a Luciano y hojeó la Antología de Meleagro. El buen gusto helénico no abunda en Alemania; si las obras de los griegos parecen un ordenado parque inglés, las obras de los alemanes semejan un bosque virgen de América, donde no se penetra sin brújula ni machete. Heine, dotado de inspiración nómada y cosmopolita, coge sus argumentos donde los encuentra; pasa de la Biblia al Shah-nameh, del Shah-nameh al Ramayana, del Ramayana al Edda escandinavo y del Edda escandinavo a los romanos castellanos, a las baladas escocesas o a los flabiaux franceses.

Poeta y alemán, cede a la atracción de Goethe, así como ningún filósofo germánico resiste a la influencia de Kant. Heine sigue al cantor de Fausto como Schopenhauer al filósofo de la Crítica de la Razón pura. Cuando los hombres como Kant y Goethe golpean la Tierra con sus plantas, el suelo retiembla por tan largo tiempo que generaciones enteras ceden al movimiento de trepidación.

Sin embargo, entre la nube de poetas que desde principios del siglo surgieron en Alemania, Enrique Heine se dibuja como una personalidad; se distingue de todos, no se confunde con ninguno. La acritud de su carácter, la hiel de sus versos, deben atribuírse, más que a nativa malignidad, a las contrariedades de su vida, a su amor desgraciado, a sus continuas enfermedades, a la parálisis que años enteros le clavó en el lecho hasta victimarle en 1856. Célebre por sus cantos, es más célebre por sus dolores.

Pasar de Heine a Bécquer vale ir de maestro a discípulo que funda escuela. El pintor y poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer murió en la plenitud de la vida, sin haber podido encerrar en la tela ni el libro todas las creaciones fantásticas que revoloteaban en su cerebro.

De justa popularidad disfruta hoy en España y América, y su influencia literaria se extiende con la rapidez de una corriente eléctrica. Mientras muchos no salen de la oscuridad aunque publiquen largos poemas y voluminosas novelas, él, con unos cuantos versos y unas cuantas leyendas, se coloca en primera línea, se granjea reputación universal.

Bécquer va germanizando la poesía castellana, como Meléndez Valdés, Cienfuegos, y Quintana la afrancesaron, como Boscán y Garcilaso la italianizaron. Con sus ideas sencillas, con sus sentimientos sinceros y particularmente con su expresión parca y hasta económica, se levanta como un revolucionario para reaccionar contra la intemperancia verbosa de los poetas españoles.

Imita sin perder la individualidad; su obra no consiste en traducir con infiel maestría versos de poetas germánicos, sino en dar al estilo la simpleza, la ingenuidad, la trasparencia, la delicada ironía, en una palabra, todo el sabor del lied alemán. No tiene composiciones que recuerden La Romería de Kevlaar, La Maldición del Poeta o La novia de Corinto; pero Heine, Uhland y Goethe no escribieron un lied semejante a la última rima:

En la imponente nave
del templo bizantino
Vi la gótica tumba a la indecisa
Luz que temblaba en los pintados vidrios.

En algunas ideas, parece alemán legítimo, se penetra del espíritu germánico, ve a la mujer como la ven los alemanes, y si por rezagos místicos se aparta de Heine, por el idealismo se roza con los poetas de Suevia.

Cuando escribe:

Es una estatua inanimada... pero...
¡Es tan hermosa!

descubre al discípulo de Heine, al amante del Intermezzo lírico; cuando esclama:

Y entonces comprendí por qué se llora!
Y entonces comprendí por qué se mata!

deja traslucir al español de buena raza, al hombre que lleva en sus venas sangre de García del Castañar y del Alcalde de Zalamea. De su viaje ideal por la tierra de Hermann y Thusnelda regresa con la melancolía, esa flor nacida en las nieves del Norte y forma la fusión agradable y estraña de andaluz con alemán.

Gracias, tal vez, al buen gusto de su editor y biógrafo, Bécquer se presenta con leve pero rico bagaje literario y logra escapar al defecto que Heine reconoció en sus propias obras, la monotonía. Cansa leer de seguido el Intermezzo, el Regreso y la Nueva Primavera, por la repetición de lo mismo con diferentes palabras, mientras se lee y se relee con incesante deleite la diminuta colección de Rimas. ¿Qué poeta o aficionado no las sabe de memoria?

Menos irónico y amargo que Heine, tan melancólico y apasionado, el poeta español se distingue del alemán por un tinte de resignación y bondad. Bécquer, herido en el corazón por mano de una mujer, desea curarse con algún bálsamo, se cubre de vendas y aguarda en la misericordia de algo superior al hombre; todo lo contrario de Heine que rasga las ligaduras de su herida, vierte agua corrosiva en la carne irritada, y levanta los puños amenazando a Tierra y Firmamento. Las composiciones de ambos tienen "un dejo de lágrimas y de amor"; pero en las Rimas no hay ese abuso de caídas epigramáticas ni esas continuas carcajadas sardónicas que en el autor del Intermezzo degeneran en una especie de tic nervioso. Atenuada, pues, algo tibia y, por decirlo así, más resistible a los ojos españoles, viene la inspiración de Heine después de incidir en el cerebro de Bécquer.

La estudiada negligencia en el lenguaje, la rima generalmente asonantada, el ritmo suave aunque un tanto descuidado, hacen de Bécquer un versificador sui generis. No presenta novedades en la estrofa ni en el verso, como las presentan Iriarte, Espronceda, Zorrilla, Avellaneda y Sinibaldo de Mas; pero en lo antiguo ha marcado el sello de su individual. La asonantada estrofa de cuatro versos, el heptasílabo y el endecasílabo dirán: por aquí pasó Bécquer.

Tiene a veces la ternura de Lamartine y recuerda la forma escultural y pictórica de Théophile Gautier. Algunas de sus composiciones esencialmente gráficas, parecen bultos de mármol o telas de colores, y hace mucho con poco trabajo, bastándole unos cuantos malletazos o pinceladas para que la estatua surja del bloque o la figura se destaque del lienzo.

En prosa imita los Reisebilder o Cuadros de Viaje del mismo Heine, y aunque en algunas ocasiones nos abruma con arquitectura, como Víctor Hugo en Nuestra Señora de París, sugiere la idea de un Juan Pablo sin nebulosidades de Selva negra o de un Hoffmann sin humo de pipa ni espuma de cerveza. Sus leyendas resisten el paralelo con Trilby de Nodier.

Tanto en verso como en prosa, oculta su arte con maestría sin poner en contradicción al hombre con el escritor; en sus obras palpamos la vida, sentimos los estremecimientos de los músculos y las vibraciones de los nervios. Posee, como ninguno, el don raro y envidiable de hacerse amar por sus lectores.

Heine y Bécquer aparecen, pues, como maestro y vulgarizador del germanismo en España. Vulgarizador, no iniciador, debe llamarse al poeta de las Rimas, porque antes de él se presentan con tendencias a la imitación alemana, Barrantes en las Baladas Españolas (1853), Augusto Ferrán en la Soledad (1860) y Ventura Ruiz Aguilera en el Dolor de los Dolores (1812). Pero estos germanistas vinieron temprano, mientras Bécquer asomó en el instante propicio, cuando todos volvían los ojos a Prusia rodeada con el prestigio de sus victorias, cuando el Imperio Alemán acababa de ser proclamado en el castillo de Versailles.


*

Los que interpretan magistralmente a los alemanes imprimen el cuño español en el oro del Rhin; pero los que traducen al Heine de las traducciones francesas, los que imitan o calcan a Bécquer ¿se penetran del espíritu germánico? Caminan a tientas, imitan y calcan por imitar y calcar; no merecen el calificativo de germanistas o germanizantes, sino de teutomaníacos. Sustituyen mal con mal: cambian el intimismo lacrimoso, degeneración de Espronceda y Zorrilla, con el individualismo nebuloso, degeneración de Schiller y Heine.

A más de la poesía subjetiva del Intermezzo lírico, abunda en Alemania la poesía objetiva de las baladas. ¿Por qué los germanistas castellanos no aclimatan en su idioma el objetivismo alemán? ¿Por qué no toman el elemento dramático que predomina en las baladas de Bürger, Schiller, Uhland y muchas del mismo Heine? Ya que nuestra carece de perspectiva, relieve, claroscuro y ritmo ¿por qué los poetas no estudian la forma arquitectónica, escultural, pictórica y musical de Goethe? Sí, Goethe, a pesar de su frialdad marmórea (frialdad explicable por el dominio del ingenio sobre la inspiración), tiene la avasalladora fuerza del ritmo, y en sus versos parece realizar imposibles, como una arquitectura en movimiento, como una música petrificada, como una pintura con palabras.

Hay que repetirlo, se imita sin saber cómo ni para qué. De la propensión extravagante a remedar inconsiderablemente, brotan innumerables composiciones híbridas. Al chubasco de las doloras, a la inundación de los sonetos, sigue hoy la garúa de las poesías homeopáticas y liliputienses. ¿Qué periódico literario de América o España no encierra dos cuartetas asonantadas, con el indispensable título de rima, imitación de un lied o becquerismo? ¡Qué disgusto y hastío no prueba uno al encontrarse con esos abortos embrionarios o monstruos bicéfalos, después de saborear el desbordamiento lírico de un Lamartine o la exuberancia épica de un Víctor Hugo! Si la poesía castellana tiene que reducirse a inepcias y vaciedades propinadas en dosis infinitesimal, renunciemos de una vez a poetas y versos.


IV[editar]

Si refranes y cantos populares revelan el nacimiento de las literaturas, las composiciones alambicadas y pequeñas dan indicios de agotamiento y caducidad. El hombre anda con pasos cortos en la infancia y en la vejez. La decadencia se denuncia en el gusto por las bagatelas, no en el naturalismo de un prosador como Zola, ni el ateísmo de un poeta como Richepin.

Hay escritos en que el período breve o sentencioso cuadra bien, y nadie se disgusta con las Máximas de un Vauvenargues ni con los Pensamientos de un Joubert. ¿A quién no agradan el bíblico y el paralelismo hebreo de un Lamennais? Las pasiones violentas, los pensamientos delicados, las descripciones a vuelo de pájaro, exigen una poesía de corta dimensión; de ahí que en Grecia todos los escritores proporcionen materiales a la Antología, desde Homero hasta Platón. Los sonetos entran por miles en Lope de Vega, un madrigal redime del olvido a Gutierre de Cetina y los epigramas de ocho versos popularizan el nombre de Iglesias. Pero las composiciones fugitivas de los verdaderos poetas son chispas de brillantes o frisos de mármol pentélico, mientras las cuartetas asonantadas de los becqueristas son fragmento de sustancias opacas y amorfas. Las rimas distan un paso de los acrósticos, charadas, enigmas, logogrifos, laberintos y demás productos de las inteligencias que tienen por única actividad el bostezo.

En el orden físico, lo muy pequeño escapa de los cataclismos merced a su organización tenaz y relativamente perfecta, y en literatura, lo muy corto y muy bueno vive mucho. Donde perecen la historia y el poema, se salvan el cuento y la oda. Las producciones diminutas exigen un pensamiento original y un estilo en armonía con el asunto: la forma da el mérito; no olvidemos que sólo por la forma, el carbono se llama unas veces carbón y otras veces diamante.

Si el pensamiento rasa con lo vulgar, si el estilo carece de plasticidad ¿qué nos ofrecen los escritores galogermánicos en su prosa asmática y en su verso microscópico? La exigüidad en la producción ¿denota economía de fuerzas o impotencia? Las rocas producen liquen porque no tienen sustancia para nutrir al cedro. Los que gozamos con la prosa y el verso de los maestros podemos alimentarnos con médula de leones ¿por qué someternos al réjimen de los dispépticos, a dieta medida? Si las naciones de Europa figuran como los grandes paquidermos del reino intelectual, no representemos en el Perú a los microbios de la literatura.

La improvisación pertenece a tribuna y diario. A oradores y periodistas se les tolera el atropellamiento en ideas, la escabrosidad en estilo y hasta la indisciplina gramatical. Verdad que en lo improvisado se cristaliza muchas veces lo mejor y más orijinal de nuestro ingenio, algo como la secreción espontánea de la goma en el árbol; pero, acostumbrándonos al trabajo incorrecto y precipitado, nos volvemos incapaces de componer obras destinadas a vivir. Lo que poco cuesta, poco dura. Los libros que admiran y deleitan a la Humanidad, fueron pensados y escritos en largas horas de soledad y recogimiento, costaron a sus autores el hierro de la sangre y el fósforo del cerebro.

Cierto que el mundo avanza y avanza: en la vorágine, de las sociedades modernas, nos sentimos empujados a vivir ligeramente, a pasar desflorando las cosas; no obstante, disponemos de ocios para leer una novela de Pérez Galdós o presenciar un drama de García Gutiérrez. Felizmente, no ha sonado la hora de reducir el verso a seguidillas y la prosa a descosidos telegramas. Discernimos todavía que entre un centón de rimas seudo germánicas y una poesía de Quintana o Núñez de Arce, hay la distancia del médano al bloque de mármol. Sabemos que entre la prosa cortada, intercadente y antifonal y la prosa de un verdadero escritor no cabe similitud, pues una sucesión de párrafos sin trabazón, desligados, incoherentes, no constituye discurso, así como no forman cadena las series de anillos desabracados y puestos en fila.

No imaginéis, señores, que se desea preconizar la prosa anémica, desmayada y heteróclita, que toma lo ficticio por natural, el énfasis por magnificencia, la obesidad por robustez; la prosa de inversiones violentas, de exhumaciones arcaicas y de purismos seniles; la prosa de relativos entre relativos, de accidentes que modifican accidentes y de períodos inconmensurables y sin unidad; la prosa inventada por académicos españoles que tienden a resucitar el volapuk de la época terciaria; la prosa imitada por correspondientes americanos que en Venezuela y Colombia están modificando la valerosa y progresiva lengua castellana.

Entre la lluvia de frases que se agitan con vertiginoso revoloteo de murciélago y la aglomeración de períodos que se mueven con insoportable lentitud de serpiente amodorrada, existe la prosa natural, la prosa griega, la que brota espontáneamente cuando no seguimos las preocupaciones de escuela ni adoptamos una manera convencional. Sainte-Beuve aconseja que "se haga lo posible para escribir como se habla, y nadie se expresa con períodos elefantinos o desmesurados. Recapacitándolo con madurez, la buena prosa se reduce a conversación de gentes cultas. En ella no hay afeites, remilgamientos ni altisonancias: todo fluye y se desliza con llaneza, desenfado y soltura. Los arranques enérgicos sirven de modelo en materia de sencillez o naturalidad, tienen el aire de algo que se le ocurre a cualquiera con sólo coger la pluma.

La llamada vestidura majestuosa de la lengua castellana consiste muchas veces en perifollo de lugareña con ínfulas de señorona, en pura fraseología que pugna directamente con el carácter de la época. El público se inclina siempre al escrito que nutre, en vez de sólo hartar, y prefiere la concisión y lucidez de un Condillac a la difusión y oscuridad de un bizantino. Quien escribe hoy y desea vivir mañana, debe pertenecer al día, a la hora, al momento en que maneja la pluma. Si un autor sale de su tiempo, ha de ser para adivinar las cosas futuras, no para desenterrar ideas y palabras muertas.

Arcaísmo implica retroceso: a escritor arcaico, pensador retrógrado. Ningún autor con lenguaje avejentado, por más pensamientos juveniles que emplee, logrará nunca el favor del público, porque las ideas del siglo ingeridas en estilo vetusto recuerdan las esencias balsámicas inyectadas en las arterias de un muerto: preservan de la fermentación cadavérica; pero no comunican lozanía, calor ni vida. Las razones que Cervantes y Garcilaso tuvieron para no expresarse como Juan de Mena o Alfonso el Sabio nos asisten hoy para no escribir como los hombres de los siglos XVI y XVIII.

Las lenguas no se rejuvenecen con retrogradar a la forma primitiva, como el viejo no se quita las arrugas con envolverse en los pañales del niño ni con regresar al pecho de las nodrizas. Platón decía que "en materia de lenguaje el pueblo era un excelente maestro". Los idiomas se vigorizan y retemplan en la fuente popular, más que en las reglas muertas de los gramáticos y en las exhumaciones prehistóricas de los eruditos. De las canciones, refranes y dichos del vulgo brotan las palabras originales, las frases gráficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes trasforman las lenguas, como los infusorios modifican los continentes.

El purismo no pasa de una afectación, y como dice muy bien Balmes, "la afectación es intolerable, y la peor es la afectación de la naturalidad". En el estilo de los puristas modernos nada se dobla con la suavidad de una articulación, todo rechina y tropieza como gozne desengrasado y oxidado. En el arte se descubre el artificio. Comúnmente se ve a escritores que en una cláusula emplean todo el corte gramatical del siglo XVII, y en otra varían de fraseo y cometen imperdonables galicismos de construcción: recuerdan a los pordioseros jóvenes que se disfrazan de viejos baldados, hasta que de repente arrojan las muletas y caminan con agilidad y desembarazo.

Los puristas pecan también por oscuros; y donde no hay nitidez en la elocución, falta claridad en el concepto. Cuando los pensamientos andan confundidos en el cerebro, como serpientes enroscadas en el interior de un frasco, las palabras chocan con las palabras, como lima contra lima. En el prosador de largo aliento, las ideas desfilan bajo la bóveda del cráneo, como hilera de palomas blancas bajo la cúpula de un templo, y períodos fáciles suceden a períodos naturales, como vibraciones de lámina de bronce sacudida por manos de un coloso.

El escritor ha de hablar como todos hablamos, no como un Apolo que pronuncia oráculos anfibolójicos ni como una esfinje que propone enigmas indescifrables. ¿Para qué hacer gala de un vocabulario inusitado y estravagante? ¿Para qué el exagerado lujo en los modismos que imposibilitan o dificultan mucho la traducción? ¿Para qué un lenguaje natural en la vida y un lenguaje artificial en el libro? El terreno del amaneramiento y ampulosidad es ocasionado a peligros: quien vacila como Solís puede resbalar como el Conde de Toreno y caer como frai Jerundio de Campazas.

Ni en poesía de buena ley caben atildamientos pueriles, retóricas de estudiante, estilo enrevesado ni trasposiciones quebradizas: poeta que s'enreda en hipérbaton forzado hace pensar en el viajero que rodea en busca de puente, porque no encuentra vado y se intimida con el río. Toda licencia en el verso denuncia impotencia del versificador. Molière tiene derecho a llamarse el poeta cómico de los tiempos modernos, y ¿en qué se distingue el verso de Molière? Frai Luis de León brilla entre los mayores poetas líricos de España, y ¿en qué se distingue el verso de frai Luis León? "Repito, esclama Hermosilla, que en los mejores versos de Garcilaso, Herrera, aunque fue más atrevido, los Argensolas, Rioja y demás, no hay arcaísmos ni licencias, ni las necesitan para bellísimos, como en efecto lo son".

Media enorme distancia entre versificador y poeta: el versificador muele, tamiza y espolvorea palabras; el poeta forja ritmos como los Cíclopes majaban el hierro, y arroja ideas grandiosas como los Titanes fulminaban peñascos. Los maestros claudican también: Víctor Hugo y Quevedo son antitéticos; Goethe y Dante, secos y oscuros; Lamartine, pampanoso; Lope de Vega, incorrecto; Calderón gonórico; Quintana, hinchado; Campoamor, prosaico; pero ninguno incurre en afeminamientos: caen a veces como gladiador fatigado, nunca se desmayan como cortesano sin virilidad.


V[editar]

Góngora, Cienfuegos y Zorrilla, tres pecadores impenitentes de la literatura castellana, pero también tres verdaderos poetas, dan ejemplo de innovadores y hasta revolucionarios. Algo semejante realizan en las sagas nacionales los autores del Romancero; en la novela, Cervantes; en el teatro, Lope de Vega, Calderón y Echegaray. Se diría que los injenios españoles llevan en sus entrañas todo el calor y toda la rebeldía de los vientos africanos. Bárbaros si se quiere, pero bárbaros libres. Por eso el clasicismo de Racine y Boileau no pudo arraigar en España, que se manifestó romántica con Lope de Vega y Calderón, antes que Alemania pon Tieck y Schlegel, antes que Francia con Madame Stael y Chateaubriand. España tuvo por ley: ortodoja en religión, heterodoja en literatura.

Basados, pues, en la tradición de independencia literaria, que puede remontarse hasta los poetas ibérico-latinos como Séneca y Lucano, dejemos las andaderas de la infancia y busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al espíritu de naciones ultramontanas y monárquicas prefiramos el espíritu libre y democrático del Siglo.

Volvamos los ojos a los autores castellanos, estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa lengua; pero recordemos constantemente que la dependencia intelectual de España significaría para nosotros la indefinida prolongación de la niñez. Del español nos separan ya las influencias del clima, los cruzamientos etnográficos, el íntimo roce con los europeos, la educación afrancesada y 64 años de tempestuosa vida republicana. La inmigración de los estranjeros no viene al Perú como ráfaga momentánea, sino como atmósfera estable que desaloja a la atmósfera española y penetra en nuestros pulmones modificándonos física y moralmente. Vamos perdiendo ya el desapego a la vida, desapego tan marcado en los antiguos españoles, y nos contagiamos con la tristeza jemebunda que distingue al indígena peruano.

No hablamos hoy como hablaban los conquistadores: las lenguas americanas nos proveen de neolojismos que usamos con derecho, por no tener equivalentes en castellano, por expresar ideas esclusivamente nuestras, por nombrar cosas íntimamente relacionadas con nuestra vida. Hasta en la pronunciación ¡cuánto hemos cambiado! Tendemos a eludir la n en la partícula trans, y a cambiar por s la x de la preposición latina ex, antes de consonante, en principio de vocablo. Señores, el que habla en este momento ¿qué sería en alguna academia de Madrid? Casi un bárbaro, que pronuncia la ll como la y, confunde la b con la v y no distingue la s de la z ni de la c en sus sonidos suaves.

Cien causas actúan sobre nosotros para diferenciarnos de nuestros padres: sigamos el empuje, marchemos hacia donde el siglo nos impele. Los literatos del Indostán fueron indostánicos, los literatos de Grecia fueron griegos, los literatos de América y del siglo XIX seamos americanos y del siglo XIX. y no tomemos por americanismo la prolija enumeración de nuestra fauna y de nuestra flora o la minuciosa pintura de nuestros fenómenos meteorolojicos, en lenguaje saturado de provincialismos ociosos y rebuscados. La nacionalidad del escritor se funda, no tanto en la copia fotográfica del escenario (casi el mismo en todas partes), como en la sincera expresión del yo y en la exacta figuración del medio social. Valmiki y Homero no valen porque hayan descrito amaneceres en el Ganjes o noches de luna en el Pireo, sino porque evocan dos civilizaciones muertas.

Inútil resultaría la emancipación política, si en la forma nos limitáramos al exagerado purismo de Madrid, si en el fondo nos sometiéramos al Syllabus de Roma. Despojándonos de la tendencia que nos induce a preferir el follaje de las palabras al fruto de las ideas, y el repiqueteo del consonante a la música del ritmo, pensemos con la independencia germánica y expresémonos en prosa como la prosa francesa o en verso como el verso inglés. A otros pueblos y otras épocas, otros gobiernos, otras religiones, otras literaturas.

Acabemos ya el viaje milenario por rejiones de idealismo sin consistencia y regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza no hay más que simbolismos ilusorios fantasías mitológicas, desvanecimientos metafísicos. A fuerza de ascender a cumbres enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes: solidifiquémonos! Más vale ser hierro que nube.

Las Matemáticas, las Ciencias Naturales y la Industria nada envidian a los siglos pasados: sólo la Literatura y el Arte claman por que venga un soplo del antiguo mundo helénico a perfumar de ambrosía el Universo, a desvanecer las místicas alucinaciones del fanatismo católico y a rehabilitar la materia injustamente vilipendiada por las hipocresías del tartufo.

Arrostrando el neolojismo, el estranjerismo o el provincialismo, que rejuvenecen y enriquecen el idioma, rompiendo el molde convencional de la forma cuando lo exijan las ideas y no profesando más religión literaria que el respeto a la lójica, dejemos las encrucijadas de un sistema esclusivista y marchemos por el ancho y luminoso camino del Arte libre. No acatemos como oráculo el fallo de autoridades, sean quienes fueren, ni temamos atacar errores divinizados por muchedumbres inconscientes: lo único infalible, la Ciencia; lo único inviolable, la verdad.

Lejos de aquí los teóricos y soñadores que trazan demarcaciones entre ciudadanos y poeta. ¡Cómodo recurso par'almacenar fuerza y ahorrar vida mientras los buenos y sencillos se afanan, luchan y mueren por nosotros! Contra un Arquíloco y un Horacio, que arrojan el escudo y huyen del combate, protestan un Garcilaso en Frejus, y un Cervantes en Lepanto. Jenio de poeta, jenio de acción. Ercilla escribe en la noche lo que pelea en el día, Byron envidia las victorias de Bonaparte y corre a morir en Mesolonghi. Espronceda sube a las barricadas de París. Cuando Ugo Fóscolo nos habla del "espíritu guerrero que ruje en sus entrañas", descubre al hombre inspirado y no se confunde con el simple aglomerador de consonantes. El poeta lejítirno se parece al árbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la imajinación, pertenece a las nubes; por las raíces, que constituyen los afectos, se liga con el suelo.

Si los hombres de ayer trabajaron por nosotros, los de hoy estamos obligados a trabajar por los de mañana. Contamos con un acreedor, el porvenir. ¡Que nuestros poetas, en vez de pasar como interminable procesión de resucitadas plañideras que se dirigen a la danza macabra, desfilen como legiones de hombres que llevan en su corazón el fuego de las pasiones fecundas; en sus labios, el presagio de la victoria; en sus mejillas, el color de la sangre, es decir, el tinte de la juventud, del amor y de las rosas! ¡Que nuestros Prosadores, en lugar de afeminarse o enervarse con prosa cortesana y enfermiza, usen la prosa leal y sana, prefiriendo al crepúsculo de las sectas, el día sin nubes de la Razón, viendo más allá del círculo estrecho de familia y patria el horizonte de la Humanidad!

No aguardemos la paz octaviana. Esperar un Siglo de oro contará por muchos años como utopía en América y señaladamente en el Perú. Quizá nosotros muramos en el desierto, sin divisar la tierra prometida. De todas las generaciones nacidas en el país somos la generación más triste, más combatida, más probada. El terremoto derriba nuestras ciudades, el mar arrasa nuestros puertos, la helada y las criptógamas destruyen nuestras cosechas, la fiebre amarilla diezma nuestras poblaciones, la invasión extranjera tala, incendia y mata, y la guerra civil termina lo que la invasión empieza. A nuestros pies se abre un abismo, a nuestros costados se levantan dos muros de bronce; pero ¡no desmayemos! Imitemos al Gunnar de las leyendas escandinavas, al héroe, que entona un himno valeroso, mientras en su cuerpo se enroscan serpientes y se apacientan víboras.

Si hay placer en conquistar con la espada, no falta dulzura en iluminar con la antorcha. Gloria por gloria, vale más dejar chispas de luz que regueros de sangre. Alejandro en el Indus, César en el Capitolio, Napoleón en Austerlitz, no eclipsan a Homero vagando por las ciudades griegas para entonar las rapsodias de la Iliada, a Bernardo de Palissy quemando sus muebles para atizar un horno de porcelanas, a Galileo encerrado en una prisión y meditando en el movimiento de la Tierra. Si merece páginas de oro el guerrero que lleva la justicia encarnada en el hierro ¡cuán envidiable el escritor que huye de sectas o banderías, sigue las causas nobles, y al fin de la vida se acusa como Béranger de una sola fragilidad: "Haber sido el adulador de la desgracia"!

En ninguna parte conviene más que en las naciones sudamericanas enaltecer el brillo de artes y ciencias sobre el deslumbramiento de victorias militares. Los americanos vivimos entre la época secundaria y la época terciaria, en el reinado de reptiles gigantescos y mamíferos colosales. Que palabra y pluma sirvan para lo que deben servir: lejos adulación y mentira. La inteligencia no tiene por qué abdicar ante la fuerza; por el contrario, la voz del hombre razonable y culto debe ser un correctivo a la obra perniciosa de cerebros rudimentarios.

La patria, que nos da el agua de sus ríos y los frutos de sus campos, tiene derecho a saber el empleo de nuestros brazos y la consagración de nuestra inteligencia. Ahora bien ¿qué responderíamos si hubiera llegado la hora de la cuenta? Eliminemos el diario, que periodista no quiere decir literato, y concretémonos a la verdadera literatura. En el artículo insustancial, plagado de antítesis, equívocos y chilindrinas; en la rima de dos cuartetas asonantadas, sin novedad, inspiración ni acentos rítmicos ¿se resume todo el alimento que reservamos al pueblo herido y mutilado por el enemigo extranjero? Semejante literatura no viene como lluvia de luciérnagas en noche tenebrosa, sino como danza de fuegos fatuos entre losas de cementerio.

Insistamos sobre la necesidad de trabajo y estudio. Novelas, poemas y dramas no emergen del cerebro como islas en erupciones volcánicas. Las obras nacen de un modo fragmentario, con eyaculaciones sucesivas. Somos como ciertas fuentes que manan con intermitencias o a borbotones; el buen o mal gusto consiste en dirigir el agua Por acueductos de mármol o cauces de tierra.

Diderot practica cien oficios por más de veinte años y va de taller en taller acoplando materiales para la Enciclopedia, Rousseau medita seis o siete horas buscando la palabra más precisa, Goethe se confunde con los estudiantes alemanes para escuchar las lecciones del anatomista Wilhelm Loder, Wilhelm Schlegel emprende a los cincuenta años el estudio del sánscrito, Balzac sucumbe extenuado por la fatiga, Bello aprende griego en la vejez y copia sus manuscritos hasta ocho veces. Pero hay un ejemplo más digno de recordarse: el hombre que llamó al genio "una larga paciencia", Buffon, escribe a los setenta años las Épocas de la Naturaleza y con su propia mano la trascribe dieciocho veces.

Baudelaire afirma que "generalmente los criollos carecen de originalidad en los trabajos literarios y de fuerza en la concepción o la expresión, como almas femeninas creadas únicamente para contemplar y gozar". Sin embargo, en América, en el Perú mismo, algunos hombres revelaron singulares aptitudes para las ciencias, las artes y la literatura; muchos, dejando la contemplación y el goce, perseveraron en labores fecundas y serias.

Digan lo que digan las mediocridades importantes y descontentadizas, nuestro público leyó todo lo digno de leerse, y los Gobiernos costearon o colmaron de beneficios a los autores. Con pocas y voluntarias exclusiones, ¿qué peruano de clara inteligencia no fue profesor de universidad, diputado, ministro, vocal de una corte, agente financiero en Europa, cónsul o plenipotenciario? Quizá sufrimos dos calamidades: la protección oficial y desproporcionada al libro fósil o hueco, y el acaparamiento de los cargos públicos por las medianías literarias.

Acusar a su país de ingratitud, recurso de ineptos y negligentes. Escondamos luz en el cráneo, y llegaremos a la cumbre porque la inteligencia, con la virtud ascendente del hidrógeno en el globo, sube dejando en las capas inferiores a la aristocracia de la sangre y a la aristocracia del dinero. Hoy el camino está llano para todos, hoy la imprenta se abre para todos, todos pueden hablar y mostrarse como son. Si hay sabios ocultos, que nos descubran su sabiduría; si hay literatos eminentes, que nos enseñen sus producciones; si hay políticos de amplio vuelo, que nos desenvuelvan sus planes; si hay guerreros invencibles, que nos desarrollen su táctica y estrategia; si hay industriales ingeniosos, que nos patenticen sus descubrimientos o aplicaciones. No creamos en genios mudos ni en modestias sobrehumanas: quien no alza la voz en el certamen del Siglo, es porque nada tiene que decir. No arguyan con obstáculos insuperables: el hombre de talento sólido, como el César de buena raza, atraviesa el Rubicón.

En fin, señores: el filósofo y economista Saint-Simon mantenía un criado que al rayar la aurora le despertaba repitiendo:--"levántese usted, señor conde, porque tiene muy grandes cosas que hacer". ¡Ojalá nuestras sociedades científicas, literarias y artísticas se unieran para decir constantemente al Perú: Abre los ojos, deja la horrorosa pesadilla de sangre, porque el Siglo avanza con pasos gigantescos, y tiene mucho camino que recorrer, y mucha herida que restañar, y mucha ruina que reconstruir!