Contemplación nocturna

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​Contemplación nocturna​ de Julio Matovelle


 Es el postrer desmayo de la tarde,
 de triste luto el cielo se cobija,
 detrás del claro sol de quien es hija;
 las tiendas de la noche con alarde
 el genio adusto de las sombras fija,
 y, cual hachón humeante que no alumbra,
 el crepúsculo vaga en la penumbra.
 

 Es un horno apagado el firmamento,
 es un carbón sin rastro de centellas;
 mas luego en paso tembloroso y lento
 asoman pudibundas las estrellas,
 que radiosas se agrupan ciento a ciento,
 cual procesión de tímidas doncellas,
 mientras levanta la abatida frente
 la amante de Endimión en el Oriente.
 

 La apasionada reina de la Caria,
 en medio de aflicción terrible y cruda,
 visitaba la losa cineraria
 del que abatido la dejó y viuda;
 así la luna triste y solitaria,
 de las estrellas con la corte muda,
 avanza macilenta paso a paso
 a la tumba del sol, al triste ocaso.
 

 Contemplad cuán solemne y majestuosa
 escintila esa bóveda inflamada,
 cual sala de un festín en que rebosa
 la lumbre por mil lámparas regada,
 el alma se recoge respetuosa
 de un éxtasis sublime enajenada,
 y al Autor de estas altas maravillas
 le adora desde el polvo y de rodillas.
 

 Ved cómo en raudo, silencioso giro
 van pasando los astros, coro a coro;
 más fugaz y más breve que un suspiro,
 a veces luce un vivo meteoro,
 cual desgranada estrella de zafiro,
 que algún lucero de reflejos de oro
 enviado al suelo habrá con un mensaje
 en misterioso divinal lenguaje.
 

 Mirad cual ruedan por la cóncava urna,
 cual sartal de diamantes, los planetas;
 como el velo de virgen taciturna,
 luciente cauda arrastran los cometas;
 no de otra suerte con su luz nocturna
 rebullen las luciérnagas inquietas,
 inundando los valles y las cumbres
 de repentinas, vívidas vislumbres.
 

 El orbe todo espléndido rutila
 con miríadas de soles y de esferas,
 y el alma, absorta de estupor, cavila,
 si serán esos astros cual lumbreras
 que un ángel las enciende, despabila
 y apaga cuando asoman las primeras
 nubecillas de jalde terciopelo
 con que a la aurora se engalana el cielo.
 

 Cuánto la humana pequeñez contrasta
 con esa obra magnífica y suprema,
 quién sabe si esa bóveda tan vasta
 con la fúlgida y láctea diadema,
 es una breve pieza que se engasta
 en otro inmenso sideral sistema,
 y en serie inmensurable de eslabones
 se entrelazan esferas a millones.
 

 ¡Quién sabe cuántos seres en la altura,
 semejantes quizás a los humanos,
 habitan esos globos de luz pura!
 ¿En los cielos también habrá tiranos,
 y lágrimas y sangre y amargura?
 ¿Habrá guerras allá y odios insanos?
 ¿O son razas que gozan de la herencia
 del no perdido Edén de la inocencia?
 

 En la mar insondable del misterio,
 audaz la mente se fatiga y cansa,
 en vano de hemisferio en hemisferio
 con alas de relámpago se lanza;
 de la ciencia mortal todo el imperio
 no logra conocer esa balanza,
 en que el Sumo Hacedor el orbe pesa
 cual un poco de cieno o de pavesa.
 

 Vos, Señor, que forjasteis sin crisoles
 esos globos de lúcido topacio,
 Vos, que a puñados derramasteis soles
 que el atrio alfombran del azul palacio,
 Vos, que al millar de imponderables moles
 trazasteis una ruta en el espacio,
 decidnos si esos astros vagabundos
 son ángeles o lámparas o mundos.
 

 ¡Qué grande es Sabaot! El orbe todo
 rige con diestra poderosa y fría,
 Él oye complacido, de igual modo,
 del coro angelical la melodía,
 y el zumbido que oculto entre vil lodo
 lanza el insecto cuando muere el día.
 Él cuida del humilde gusanillo
 y del rey astro de fulgente brillo.
 

 Esto nos dicen con su voz sonora,
 los cielos en las noches del estío,
 la majestad de Dios deslumbradora
 se ostenta con grandioso poderío,
 entonces el justo de contento llora
 y se estremece atónito el impío,
 el bullicio del siglo entonces calma
 y sola ante los cielos queda el alma.
 

 Al contemplar los astros no comprendo
 cómo el hombre que hay Dios haya negado.
 ¿Hay quien a este espectáculo estupendo
 no se postre en la tierra anonadado?
 Los cielos van a Dios enalteciendo,
 ¿quién sus dulces hosannas no ha escuchado?
 ¿Podrá negar el polvo vil, la nada
 lo que dice la bóveda estrellada?
 

 Al contemplar los astros se desprecia
 el vano fausto, la mentida gloria;
 ¡cuán menguadas parecen Roma y Grecia!
 ¿Se sabe acaso arriba nuestra historia?
 ¡Y qué! La tierra, presuntuosa y necia,
 ¿es algo más que un átomo de escoria?
 ¡Y por ella misérrimas hormigas,
 nuestras razas se matan enemigas!
 

 Si se anublan de llanto nuestros ojos,
 si la hiel apuramos gota a gota,
 ante el cielo postrémonos de hinojos,
 y esa patria miremos no remota.
 Pasa la vida, pasan los enojos,
 el cáliz del dolor al fin se agota,
 y el alma entonces desatada sube
 a pasearse en los astros, cual querube.