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Contra la marea: 01

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo I

Capítulo I

Dibujando los perfiles de su masa labrada y blanquizca sobre el fondo luminoso del horizonte, que los fuegos de un espléndido crepúsculo enrojecían; esbelto, airosamente asentado en lo alto de la barranca, desde donde se dominaba el majestuoso lecho del río, veíase El Ombú, palacio moderno, de propiedad de la joven y hermosa viuda de Levaresa.

A lo largo de la colina extendíase una no interrumpida sucesión de quintas, rodeadas de árboles las unas, solitarias enmedio del campo las otras; encerradas o divididas; la mayor parte, por cercos de alambres o similares hileras de arbustos.

Lucía -que este era el nombre de la dama- habitaba la suntuosa mansión sin más compañeros que su madre -doña Mercedes- y los dos hijitos que le habían quedado de su matrimonio.

Allí, en indolente placidez, disfrutaba la familia durante seis meses de cada año del panorama excepcional descubierto ante su vista, a la vez que le era permitido gozar de las ventajas de un clima deleitoso, a que daban mayor excelencia las sanas emanaciones del parque y las refrescantes brisas del río.

Aquella tarde, poco después de la puesta del sol, un joven de aspecto modesto, pero distinguido, llegaba de la capital a la posesión de Levaresa.

Cuando el carruaje que lo conducía se detuvo frente a las escalinatas, la viuda y su madre hallábanse sentadas alrededor de una liviana mesita portátil, dispuesta con frascos de licores y tazas de la China, en las cuales humeaba, acabado de servir, un café de aroma exquisito. Tres o cuatro personas acompañaban a los dueños de casa.

Grande fue el placer que experimentó el visitante al divisar entre ellas a Jorge Levaresa, amigo íntimo suyo. Ocho días antes se habían despedido en la ciudad ambos jóvenes con el deseo de volver a encontrarse pronto.

Al saludar el recién llegado a la hermosa propietaria, lo hizo con ademán marcadamente respetuoso, pudiendo observarse que ésta y su madre devolvían ese saludo de modo cortés, aunque exento de toda demostración expresiva.

En cuanto a Jorge -primo de Lucía-, el estrecho apretón de manos con que recibió a su amigo, demostró a las claras el placer con que le veía llegar.

Los desconocidos se inclinaron ceremoniosamente.

Eran estos: una señora, linda cincuentona, que aún conservaba muchos de sus pasados atractivos físicos; un joven de elevada estatura y presencia nada vulgar; y otro caballero, casi anciano ya, enjuto de cuerpo, moreno de tez y dotado de facciones nobles y austeras.

-El doctor Álvarez Viturbe, nuestro vecino. Su esposa e hijo, Miguel, dijo Lucía.

Y luego, indicando al visitante con el abanico.

-Rodolfo, añadió; el hijo de don Julio, empleado que fue de mi marido.

El caballero de más edad volvió a inclinarse. Pero la señora y el mozo, por lo contrario, parecieron hacer alarde de indiferencia ante esta llanísima presentación: la primera echándose hacia atrás en su asiento, el segundo limitándose a pasear por la persona del presentado una de esas insolentes miradas de «alto a bajo» que tanto lastiman o desconciertan.

La actitud del joven Rodolfo fue, sin embargo, reposada, correcta.

Y había motivos para lo contrario. Por vez primera después de la muerte de su padre se presentaba así, sólo, delante de personas a quienes habíase acostumbrado a considerar como a sus superiores. Eso, por una parte, y, acaso, acaso, por otra, aquel tono o modo particular con que la arrogante dama había pronunciado la palabra empleado, al referirse a su respetable antecesor; modo o tono en el cual, si bien se advertía algo de sincera condescendencia, notábase mucho de obligada urbanidad, ya que no de orgulloso y mortificante desdén.

Disimuló, sin embargo, dando con ello prueba de dignidad y tino superiores; afrontó valerosamente la situación y estuvo discreto.