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Contra la marea: 04

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo IV

Capítulo IV

Por la noche, tuvo Rodolfo oportunidad de entablar más inmediata relación con los amigos de la propiedad vecina. Al retirarse más tarde a su alojamiento, logró charlar a sus anchas con Jorge.

El tema escogido fue, naturalmente, la Villa Umbrosa (este era el nombre de la quinta del Doctor) y sus habitantes.

He aquí lo que sobre la materia le comunicó su alegre y decidor amigo:

A pesar de los rigores del luto, la familia Levaresa recibía con frecuencia, durante los veranos, a la familia Álvarez Viturbe. El seco y apergaminado doctor era un respetable médico a quien mucho conocía Rodolfo de nombre, pues su fama en el país, como hombre de ciencia, más dedicado al estudio que al lucro, era considerable.

Este personaje, retraído, discreto, alejado del mundo, formaba singular contraste, por su carácter serio, frío y austero, con su esposa: ejemplar acatado del tipo de la mujer vanidosa, intrigante y ladina.

Y, sin embargo, pocas serían las que, a la edad de doña Melchora, se hallasen dotadas de prendas exteriores más atrayentes que las que a ella la adornaban.

Pequeña y delgada de cuerpo, fina de facciones, burlona en la sonrisa, maligna en el mirar; de modales seductores, de gesto vivo de expresión maliciosa, dejaba entrever, bajo el ruedo de su falda de seda, la punta de un piececito que -irreprochablemente calzado- hubiera podido causar envidia a las muchachas de quince. Otro tanto sucedía con sus manos; blancas, perfectas de forma; cuidadas con esmero; semiprotegidas del contacto del aire por la diáfana red de dos negros mitones que las hacían aparecer más puras aún, más delicadas, más primorosas.

¿Que era mala, perversa, doña Melchora...?

-¿Y acaso el ilustrísimo demonio -había dicho Jorge con su buen humor habitual, cuando su amigo le hiciera la observación-, por ser tan bello no se llamó Luzbel?

El afán constante de doña Melchora era imitar a las de Levaresa.

Dentro del exiguo espacio de su villa se había propuesto reunir, reproducidas en compendio no poco desfigurado, las suntuosidades del palacio vecino. A fuerza de lustre y de artificio había llegado, así, a producir cierto efecto aparatoso y empírico con el cual admiraba a sus visitantes.

En las comidas, sobre todo, era donde doña Melchora daba de sí hasta lo increíble y hacía verdadero derroche de originalidad y de ingenio.

Un sólo rasgo típico bastará para probarlo.

Sabía por experiencia que el buen vino burdeos gana en sabor y en aroma cuando se le entibia un tanto. Pues bien, doña Melchora se aprovechaba maravillosamente de esta circunstancia para el logro de su objeto: colocaban una cantidad dada de un mismo vino en dos botellas iguales; sometía la una a enfriamiento por medio del hielo, y entibiaba la otra en baño-maría preparado ad hoc. Hecha esta operación, decoraba sus botellas con las etiquetas que le convenía exhibir, y que habían sido previa y cuidadosamente arrancadas por su propia mano de otras ya consumidas; y, entregándolas, después, a su correcto y bien adiestrado mayordomo, recomendábale no olvidara cantar, según la moda francesa, el título de las dos supuestas y distintas marcas, al servir de copa en copa el dualizable vino.

Desde su llegada a El Ombú, pudo Rodolfo observar que Miguel no se separaba un instante de Lucía. Jorge iluminó del todo su criterio a este respecto. El elegante Viturbe hacía la corte a la opulenta viuda, y doña Melchora, la más acomodaticia de las madres, protegíale en la empresa; para lo cual se dedicaba a mantener a su hijo único y mimado en un pie de lujo muy superior a su posición real, obligando con ello al pasivo esposo a verdaderos heroísmos de prodigalidad paterna.

Miguel, que había heredado las condiciones morales de la madre, prestábase admirablemente a desempeñar el cómodo y agradable papel de pretendiente. Recién llegado del viejo mundo, donde, por voluntad terminante de doña Melchora, había sido educado a costa de grandes sacrificios, era, a la sazón, un europista de altísima ley. Todo lo inherente a este clásico tipo hallábase corregido y aumentado en él.

Alto, bien plantado, podía considerársele, por su estatura, como el vivo contraste de su madre, a la cual asemejábase, sin embargo, en la hermosura de las facciones. Espécimen completo de lo que en lenguaje de salón se llama un hombre afortunado, era Miguel Viturbe ágil y robusto, elegante en el andar, en el vestir y en los modales. Fascinaba fácilmente con su ligereza, su gracia y su desparpajo.

Más alto, más esbelto que Jorge Levaresa, tenía mucho de parecido con éste en lo charlador, en lo ingenioso, en lo ocurrente; pero se le diferenciaba en algo muy esencial: Jorge atraía por su franqueza, por la sinceridad de todos sus actos; por el timbre simpático de su voz, metálica y sonora; por la viveza de su mirada, abierta y límpida. Miguel llamaba la atención por lo contrario: por lo visiblemente fingido de sus ademanes y palabras; por cierto velo en la voz empañada, silbosa, enronquecida y poco grata al oído; por cierta falta de energía y de fuego en los ojos, que nunca sostenían por más de un segundo la mirada escudriñadora del interlocutor curioso de averiguar lo que tras ella pudiera ocultarse.

Tan varonil éste como aquél, buscaba, sin embargo, de preferencia, y a todo momento, la compañía de las mujeres, con las cuales entreteníase en discutir sobre modas, siendo capaz como ninguno de hacer la más afilada y chistosa crítica sobre un traje mal concebido o mal llevado. En suma: había entre ambos la misma diferencia que existe entre una moneda de oro verdadero, y otra semejante de metal sin valor -nueva, reluciente, primorosamente acuñada- pero falsa.

Diestro en artificios amatorios y seducciones de salón, era Miguel Viturbe, a la vez, gran jugador de whist y de bésigue; prestidigitador de sociedad; declamador de monólogos en francés; músico consumado y acérrimo cotillonista. Usaba monocle y llevaba siempre en la mano, y vuelto al revés, un enorme bastón con el cual jugueteaba incesantemente, balanceándolo y luciéndolo girar entre sus macizos dedos de boxeador.

Era, además, ocioso, noctámbulo y amigo de cenas y jolgorios, y acostumbraba distribuir las horas de su existencia entre el club, sus diversiones y la cama, a la cual, como todo buen vividor, dedicaba el tiempo que otros que no lo son, destinan al trabajo. No ponía un pie en la Bolsa y de ello hacía ostentación, con grande agrado de la madre de Lucía, quien le elogiaba a menudo por esta virtud.

Pero, en cambio, tenía Miguel desarrolladas en extremo dos pasiones: la pasión por los caballos, y la pasión por las armas. Sus talentos en ambos casos eran considerables.

Tipo perfecto, no del sportman, sino del dandy del sport, habíase leído de cabo a rabo cuantos libros de caballerías cayeran en sus manos, llenándosele la cabeza de tales lecturas; bien así como al famoso hidalgo de la Mancha se le llenara en otro tiempo la suya de lo propio; con la única diferencia de que mientras a éste habían interesado con particularidad las hazañas del jinete -su héroe, a aquel trastornábanle el seso tan sólo las de la cabalgadura- su dios: diferencia esencial entre dos quijotismos de índole distinta, pero que, por parecidos caminos, conducen a idéntico fin: la monomanía.

De esta manera, sabíase Viturbe de memoria -y entusiasmábase con invocarlos-, los menores detalles de las vidas de caballos célebres, pudiendo decir a punto fijo cuáles eran los vacíos más notables en los pedigrees que pasaban por las manos de sus amigos, y hallándose en el caso de disertar, con la autoridad de un discípulo de Lord Palmerston, sobre los orígenes de Eclipse, Orlando o el White Turk.

Una simple mirada bastábale para saber si el potrillo X o la yegua Z eran aptos para la carrera o para el paseo, para la caza o para el tiro; y si por sus formas y externas demostraciones tendría el petizo tal más mañas que cualidades, o más imbecilidad que inteligencia.

No era, sin embargo, Miguel, el acaudalado y progresista criador -hombre de gusto y de trabajo que posee en sus estancias valiosos tipos de las más nobles razas caballares extranjeras, cuyos productos tiende a difundir con laudable empeño y beneficio público, dentro del país que habita -era el desheredado de la fortuna, que, sin elementos para realizar tal propósito, busca, ante todo, en la pasión que lo domina, un medio de hacerse notar, de procurarse fondos por los azares del juego, y de sentar plaza de elegante.

El primero obra por convicción, por espíritu de cultura; y si acude a los concursos, lo hace por interés bien entendido, por tendencia al perfeccionamiento.

El otro procede únicamente por haraganería, por vanidad y por moda.

Aquél, procura hacer lucir al caballo.

Éste, que el caballo lo haga lucir.

Eximio en el arte de enseñar a tomar una brida, de colocar en su sitio un arnés, de hacer chasquear donairosamente un sonoro latigazo, de dibujar por medio de las ruedas de su dog-cart, delante de testigos, una curva irreprochable sobre el enarenado sendero de cualquier parque a la moda, sabia también Miguel corregir en otros el más mínimo defecto cometido, a la vez que disertaba como nadie sobre las blanduras o durezas de boca, las gracias de acción, las noblezas de porte y hasta los buenos y malos modales de los hermosos brutos que solían ser sometidos a su autorizada inspección...

Otro tanto le sucedía con las armas. Una hermosa pistola de desafío, una rica y bien templada hoja de Toledo, eran para él lo que para el bibliómano un libro raro encuadernado por Derome o por Boyet.

Tirador eximio, nadie le disputaba la palma en ningún terreno, pues sus actos de destreza eran ya proverbiales. Llevaba siempre consigo un diminuto revólver cargado, y a menudo lo sacaba a relucir para exhibirlo o juguetear con él. Era de aquellos para quienes semejante chiche se convierte en una especie de blasón que se ostenta con orgullo. Lo limpiaba, lo recorría, lo armaba y desarmaba cien veces al mes; y si, por inadvertencia, le ocurría dejarlo olvidado en casa, notábasele tan molesto y contrariado como al miope a quien se le pierden por casualidad los lentes.

Era, en suma, jockey soberano; coleccionista de armas rabioso; palafrenero irremplazable, y tan conocedor del Código del duelo como de las leyes del turf.