Contra la marea: 19
Capítulo XIX
En tales reflexiones se hallaba Rodolfo cuando resolvió abandonar momentáneamente los salones y salir afuera a respirar.
La hora de la cena se aproximaba. Según lo ideado por Lucía, debía aquélla servirse al aire libre, en los jardines del parque, bajo la luz tenue de los centenares de farolillos chinescos y venecianos que, como se ha dicho, hallábanse colocados ex profeso. El aspecto que presentaba en esos momentos el parque, era, pues, realmente encantador, casi feérico.
Algunas máscaras habían salido ya. Entre tanto, los sirvientes daban la última mano a las mesas, de a dos, cuatro y hasta ocho asientos que, para el caso, habían sido dispuestas con variada y artística profusión.
Durante algunos momentos se paseó Rodolfo por los jardines. La careta lo sofocaba. Con el propósito de aislarse, dirigiose hacia el fondo del extenso parque, buscando un sitio donde poder quitársela sin ser visto, pues, al contrario de lo que generalmente sucede en esta clase de recepciones de carnaval, a tan avanzada hora de la noche ningún concurrente al baile se había despojado de la suya. Y Rodolfo tenía mayor interés que otros en no darse a conocer por el momento.
Echó a andar, y alejándose más y más, alcanzó hasta un kiosco totalmente solitario -especie de glorieta rústica donde no llegaba más luz que la vaga y difusa claridad de los focos eléctricos distantes, atenuada, a su vez, por la intercepción del follaje que la cubría.
Era el sitio que buscaba Montiano. Penetró, pues, en él, y, una vez adentro, seguro de que nadie podía verle, se arrancó el antifaz, como quien arroja de sí un peso abrumador y, dejándose caer sin fuerzas sobre un banco que se encontró a mano, púsose a meditar.
Unos cuantos minutos habrían transcurrido apenas, cuando sintió el rumor de pasos acelerados. Cogió precipitadamente el antifaz, se lo puso de nuevo, y valiéndose de la relativa obscuridad de su escondite, asomó la cabeza fuera de la glorieta.
Dos bultos se aproximaban por uno de los senderos más tortuosos y sombríos.
De pronto nada más divisó; pero, fijando luego la atención, pareciole distinguir en ellos a una persona vestida de disfraz, empeñada en seguir a otra que no llevaba careta ni dominó.
Picado de curiosidad, salió disimuladamente y se ocultó tras del frondoso ramaje. Una vez allí, púsose a observar y a escuchar atentamente.
La misteriosa pareja se aproximaba más y más...
No le fue preciso aguardar largo tiempo.
A la luz vaga que hasta allí se difundía, reconoció, al punto, a Rosa, la muchacha lavandera. Caminaba ésta precipitadamente, mientras la máscara (el mismo dominó de lazos verdes en el hombro que tanto había llamado a Rodolfo la atención en el baile por haberle visto en dos o tres ocasiones observando de cerca a Lucía y luego en compañía de doña Melchora), apretaba a su vez el paso, y la seguía de cerca.
Una sospecha, que pronto se convirtió en certidumbre, iluminó el cerebro de Rodolfo.
-¡Necio de mí! -se dijo, dándose un golpe en la frente-. ¿Cómo no lo había adivinado antes? ¿Quién sino él podía ser? Y luego ¿su estatura, su manera de andar, poco comunes, no debieron revelármelo desde el principio? ¡Necio de mí! -volvió a decirse con rabia. Y retuvo un movimiento involuntario que casi le hizo abalanzarse sobre la máscara con el propósito de abofetearla en el rostro.
El recuerdo de la promesa hecha a Lucía lo contuvo.
Miguel Álvarez Viturbe (que no de otro se trataba) había abandonado el baile en persecución de Rosa. Ésta, por la dirección que llevaba, parecía encaminarse, de vuelta ya del espectáculo, a su casita, situada a no larga distancia de allí, como se sabe. Y la muchachuela huía de él, a no dudarlo, a juzgar por su actitud.
Pero Viturbe era ágil. Al llegar a la glorieta misma, alcanzó a su perseguida, y, enlazándola por el talle, la detuvo; al mismo tiempo que con palabras de fuego y promesas diabólicas trataba de fascinarla, después de haberse quitado el antifaz...
Rosa se resistía; pero se resistía sin fuerzas para luchar; sin energías suficientes que oponer al vigoroso enlace, a la porfiada y perturbadora insistencia del apuesto y atrevido mozo...
Desde el sitio donde se encontraba Rodolfo veía la escena; la veía desarrollarse detalle por detalle. El verdugo y la víctima estaban allí: el uno arrogante, robusto, seductor, cegado por la pasión; la otra humilde, débil, impotente para la defensa; condenada fatalmente y de antemano a sucumbir, por la triple razón de su condición social, del sitio donde en ese momento se encontraba y de los antecedentes y emociones de aquella noche de espectáculo, esencialmente propicio para subyugar sus sentidos y extraviar su criterio. Y, como para embargarla más, para marearla y adormecerla, los ecos de la orquesta llegaban hasta sus oídos; dulces todavía, aunque medio apagados por la distancia y por el rumor de la brisa que sacudía las hojas de los árboles. Y, luego, el crujir de la seda del elegante dominó; la emanación de los voluptuosos perfumes de que se hallaba éste impregnado, por el contacto con las aristocráticas parejas en el baile, y por la acción comunicativa de la atmósfera de los salones, cuajada de aroma de flores y esencias exquisitas...
Ante esta escena, Montiano no pudo contenerse. No se detuvo a meditar si tenía o no derecho para hacer lo que iba a hacer. Sus instintos solos obraron en tal ocasión, impulsándole como bajo la fuerza de un resorte irresistible. Afianzose la careta, saltó de su escondite y, rápido como un rayo, cayó sobre Viturbe. Con una mano le empuñó vigorosamente por el cuello, y desprendiendo al mismo tiempo, con la otra, el brazo que aprisionaba el talle de la muchacha, se lo retorció cruelmente.
Entonces el verdugo, convertido a su turno en víctima, lanzó un grito de dolor, en circunstancia que la víctima verdadera, medio desfalleciente ya, empezaba a doblegarse como un junco que se aja al contacto y calor de la mano que lo ciñe.
Recuperó Rosa de pronto sus fuerzas, se irguió, y, sin atinar a darse cuenta de quién era su oportuno -o inoportuno- salvador, echó a correr, cubriéndose la cara con entrambas manos...
Viturbe se repuso sólo entonces de su sorpresa. Volviose hacia Montiano y trató de abalanzársele a su vez...
Pero Rodolfo no le dio tiempo para ello. Antes de que su agresor pudiera tocarle, se arrancó el antifaz, y retrocediendo un paso:
-¡Cuídate -le dijo, con voz imperiosa-; cuídate, miserable, de tocarme! Si en una ocasión te salvé la vida y en otra perdoné, no por ti, bien lo sabes, la ofensa sangrienta que me hiciste y cuyas responsabilidades no tuviste siquiera el valor de arrostrar, ¡en la tercera no sabría contenerme!
Y enseguida miró a su enemigo de frente, en los ojos mismos, como si deseara hacer penetrar esa mirada bien adentro, allá en lo hondo de la suya...
Viturbe se llevó instintivamente la mano al bolsillo donde guardaba el revólver...
-¡Eso es -dijo desdeñosamente Montiano, al observar tal movimiento-. ¡Un asesinato! ¡La hazaña sería digna de ti! Puedes perpetrarla cuando quieras: estoy indefenso.
Y se cruzó de brazos.
Viturbe retiró la mano amenazadora y retrocedió, a su vez, un paso.
-¡Has hecho bien -dijo, después de un momento de silencio, apretando los dientes-, has hecho bien en invocar el recuerdo que evocaste! Te debo, en verdad, la vida. Justo es que salve en esta ocasión la tuya. ¡Mas no lo olvides: desde hoy quedamos cancelados!...
Y volviendo a Rodolfo la espalda, se dirigió hacia El ombú.
Montiano lo siguió de cerca.
Cuando llegaron ambos al centro del parque, la cena y el bullicio estaban allí en su apogeo: la fiesta de la hermosa viuda debía durar aún unas cuantas horas.