Contra la marea: 25

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo XXV

Capítulo XXV

¿Cómo explicar las torturas de la terrible noche que siguió a este día de ansiedades y de angustias mortales?

¡En las puertas de la ruina! ¡Terrible, idea! ¿Conque era cierto que así, de súbito, en unas cuantas semanas solamente podían perderse prestigio, favor, notoriedad, toda una serie de triunfos adquiridos a costa del sacrificio casi heroico de principios arraigados por influjos de la tradición, de la herencia, de un pasado de austeridad y de honra?...

¡La pobreza después de la opulencia! ¿No importaría ello, tal vez, renunciar para siempre a la esperanza de realizar un ideal perseguido durante largos años de sufrimientos y de tolerancias; de irresoluciones y de desmayos; ideal por el cual se luchó con la suerte, con la sociedad, con el amor propio, hasta con la conciencia misma. ¡La pobreza de nuevo! ¿Era ese el fin de aquella brillante jornada emprendida con tanto brío, con tanta fe, con tantos y tan buenos propósitos?

Rodolfo no pudo conciliar el sueño esa noche.

A la mañana siguiente, muy de alba, se instaló en su escritorio.

Perico, admirado de ver abiertas las persianas del cuarto de su amo a hora tan matinal, quiso saber lo que ocurría. ¿Estaba enfermo tal vez el niño?

El niño lo tranquilizó bondadosamente, pidiéndole, enseguida, que lo dejara solo. Cuando hubo salido Perico, dirigiose Rodolfo a un mueble situado en el fondo de la pieza, y abriendo uno de los varios cajones que contenía, sacó de él un cuaderno con apuntes que se puso luego a examinar.

¡Dos millones en unos cuantos meses! ¡Cuán enorme suma para tan corto tiempo! Cosa curiosa. Sentíase asombrado, espantado casi, de lo rápido de la pérdida; y sin embargo, no se le había ocurrido admirarse siquiera cuando se trató de considerar lo brevísimo del lapso empleado en la ganancia de la misma suma.

¡De esas anomalías está formada el alma humana!

Sacó sus cuentas: quedaban aún en dinero efectivo unos ciento veinte mil pesos para ambos... Una miseria según él.

Y, sin embargo ¿cuánto no habría dado en otro tiempo por sólo la mitad de lo que tan desdeñosamente denominaba así?...

Le vino, entonces, la idea de partir utilidades; aún era tiempo de salvar esa cantidad. Sesenta mil pesos no eran, al fin y al cabo, suma tan despreciable.

Pero luego rechazó semejante idea. ¡Cómo!

¿Después de haberse visto encumbrado a lo más alto, bajar, así, hasta el socorrido nivel de lo corriente, de lo meramente vulgar? ¡Imposible! ¡Antes, mil veces, volverá lo de otro tiempo: así, a lo menos, no sería notado, observado, comentado, por aquellos que le habían visto subir.

Pero ¿tenía, acaso, ya, el derecho, la posibilidad siquiera de hacerlo? El Rodolfo Montiano del día, el especulador desacertado, el jugador, el millonario caído se hallaba en el caso de volver a ser el Rodolfo de otro tiempo, aquel a quien se conocía como excelente abogado, como literato de esperanzas, como catedrático lucido, como miembro honorable de la sociedad, en fin, y que, en este triple carácter, podía sentirse orgulloso de sí mismo, por la pureza de su conducta, por el puritanismo de sus ideas y por lo intachable de sus antecedentes? ¡No! ¡Imposible!

Esta triste verdad se convirtió en palpable evidencia para Rodolfo.

Mejor era, pues, intentar un último recurso, y vencer o sucumbir con él. Acabar pronto: eso era lo esencial; dirigirse hacia adelante, por más que el fondo del precipicio estuviera allí, a la vista; abierto, amenazador, negro, profundo...

Resolvió aguardar a Jorge y expresarle su determinación, determinación que seguramente coincidiría con la de su amigo. Entretanto, lo esencial era atender a los asuntos de Lucía. En algunas horas más se abrirían los bancos e iría él personalmente a retirar los depósitos confiados a su vigilancia y responsabilidad.

Se dirigió a colocar el cuaderno de apuntes en su sitio.

Mas, al abrir de nuevo el cajón de donde lo había sacado, hízolo con tal precipitación y violencia que, saliéndose aquél de su base, volcose, y desparramáronse por el suelo todos los demás papeles que contenía.

Iba Rodolfo a recogerlos, cuando de pronto cayeron sus miradas sobre varios rollos de notas y cuentas, entre las cuales se veían dos descoloridos billetes de banco, de valor de doscientos pesos, que él mismo había colocado allí pocos días antes, y olvidado después. Eran falsos y pertenecían, sin duda, a una serie de ellos puestos en circulación desde algún tiempo atrás y denunciados ya como tales al público por la prensa.

Al guardarlos en un momento de apuro, lo había hecho en el propósito de volver a examinarlos más tarde.

lnteresábale conocer su procedencia inmediata, tanto más cuanto que, según lo dedujo entonces, era posible atribuirla a uno de los arrendatarios de Lucía, cierto judío alemán de quien abrigaba Rodolfo serias sospechas, y quien, al pagar en tres ocasiones distintas el valor del alquiler de la finca que ocupaba, había podido entregárselos entre otros legítimos, pues coincidían las fechas de su devolución por parte del banco con las de depósitos en que iba incluido el dinero de tales cobranzas.

Púsose a contemplarlos con marcado interés. Sin que él se diera cuenta del por qué atraían intensamente su mirada.

¡Falsificados! ¡Hasta dónde conducen, se dijo, engolfándose más y más en lo sombrío de sus meditaciones, hasta dónde pueden arrastrar el hambre o la ambición! ¡Pobre humanidad, cada día más menesterosa, más pervertida o más insaciable! ¡Lucha, engaño, anhelo: he ahí nuestra existencia!...

Y este incidente, al parecer sin importancia, el hallazgo casual de dos billetes de banco falsificados, le hizo revolver muchas más ideas en solo una hora de aquella mañana que las que, a propósito de tan siniestro tema, le habían pasado por la mente durante años enteros de su vida.

Perico golpeó a la puerta.

-Los diarios -dijo, entrando.

Rodolfo los tomó y comenzó a recorrerlos. Las cosas, a juzgar por las noticias, que allí encontraba, seguían de mal en peor. Se hablaba con gran insistencia de la corrida a los bancos y se comentaban los hechos producidos a propósito de este sensacional acontecimiento.

Atrajo enseguida las miradas de Montiano un artículo relativo a la falsificación de billetes de diversos tipos, hecho que también preocupaba, como se ha dicho ya, a muchos.

La policía pesquisaba, pero sin resultado aún. Describíase allí minuciosamente el color, la calidad, el aspecto de los tales billetes; indicando con el propósito de poner en guardia al público los defectos, apenas sensibles, de impresión y de forma que se advertían en ellos.

Rodolfo volvió a tomar los ejemplares que tenía en su poder y púsose a examinarlos detenidamente. En realidad, la imitación era admirable.

En esto se hallaba cuando dieron las diez de la mañana. Encargó a Perico que le trajera un carruaje. Firmó un cheque por los seiscientos mil pesos que debían ser pagados en breve; otro por los doscientos mil de Lucía, proveyose de una maletita de mano que solía usar para llevar en ella papeles de importancia y, luego, cuando sintió detenerse el carruaje a su puerta, salió en dirección al banco.