Contra la marea: 36

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVI

Dos segundos después el tren se ponía en marcha.

Eran la diez de la mañana.

Desde las ventanillas veíase el cielo encapotado y el campo triste y sombrío. Soplaba el Pampero, sacudiendo con fuerza el ramaje seco y amarillento de los árboles, y aun dentro del vagón se sentía la temperatura desapacible. Hacia un lado, y a no larga distancia, divisábanse las aguas del río, turbias, cenagosas, agitadas; y, hacia el otro la barranca, que se extendía y extendía, perfilando sus contornos sobre el fondo del horizonte, brumoso y obscurecido.

Varios pasajeros conversaban; otros reían alegremente, o contemplaban con aire distraído el desolado paisaje.

Rodolfo, inquieto, febril, se removía en su asiento; sacaba su reloj; se levantaba; volvía a su sitio, y, una vez de nuevo en él, apoyaba la frente contra el vidrio de la ventanilla, y, hundiendo la mirada en el espacio, quedábase, por fin, inmóvil, sumido en profunda meditación.

Pero una especie de ira reconcentrada se apoderaba luego de todo su ser. Aquel paisaje que huía velozmente ante sus ojos, le producía vértigos; aquella trepidación incesante; aquel ruido de rodajes y hierros entrechocados; aquellas carcajadas alegres; aquella indiferencia colectiva, en fin, respecto del estado angustioso de su ánimo, lo irritaban y le hacían daño.

Parecíale que el tren no se deslizaba con velocidad suficiente. Su impaciencia hubiera querido darle alas para hacerlo llegar cuanto antes a su destino. Cada detención forzosa, por breve que fuera, se trocaba para él en momento de verdadero martirio.

Mil ideas se agitaban, entre tanto, dentro de su cerebro, bullendo turbulentamente allí, ora siniestras, ora exaltadas; ora angustiosas, ora tristes: ideas de venganza, de terror, de remordimiento, de amargura, de pesar ¡ninguna de esperanza!...

Su situación era, en efecto, por demás cruel. Podría llegar a tiempo y evitar el duelo de su amigo, que era lo esencial. Pero lograr esto último importaba poner su propia vida a merced de su adversario. Salvar a Levaresa significaba reemplazarlo. Y reemplazarlo, era caer, seguramente, en el campo del Honor bajo una bala certera de Viturbe.

Miguel era tirador eximio, probado, infalible. Y con un enemigo al frente tan odiado como Rodolfo no era probable que su pulso fallase por vez primera.

Rodolfo no podía, pues, dejar de darse cuenta de su situación. No era, por cierto, valor material lo que le faltaba para arrostrarla: al contrario: la idea de verse, por fin, frente a frente con su perverso adversario, con el autor probable de todos su males, inundaba su alma de una especie de júbilo feroz...

Pero ¡en qué momentos se presentaba aquel lance! En los instantes mismos en que Lucía acababa de abrirle un cielo de esperanzas; cuando su honor no había sido aún puesto en salvo, ni podría serlo a menos de que él viviese; cuando se hacía del todo necesaria su rehabilitación completa ante el concepto de su amada, quien, sin duda, sentía a esas horas afligida su conciencia por dudas que no sólo no le había sido dado disimular, sino que, por lo contrario, se traicionaban en aquella frase: sufro, confío y espero; expresión fiel, elocuentísima, de un sentimiento íntimo arrancado por fuerza de lo hondo del pecho, en un instante de suprema duda y de afán supremo...

La restitución íntegra del dinero extraído; la averiguación, la prueba completa de que el incendio no había sido un crimen; un porvenir entero de dicha; la realización del más caro ideal; amor, riqueza, ventura ¡todo eso entregado al azar; puesto a merced de un instante de fatalidad o de buena suerte!

-Pero luego pensó en las eventualidades. El desvío inconsciente del brazo de su adversario; el error de una línea; un segundo de vacilación por parte de éste podían salvarle. Mas ¿y las condiciones completas del duelo? ¿Acaso las conocía él del todo? Y podían establecerse, siquiera, condiciones tratándose de un caso tan singular como el que habría de producirse ante la aparición imprevista, en el terreno mismo, del verdadero adversario, del verdadero ofendido, de aquel que era, al mismo tiempo, un enemigo mortalmente odiado?...

Al llegar a esta consideración, Rodolfo no pudo evitar un movimiento involuntario de angustia. ¡Terrible ley social! -se dijo para sí, al mismo tiempo que cierta sensación intensa, mezcla de amargura, de cólera y de recelo, oprimía su pecho dolorosamente, arrancándole un hondo suspiro, que trató de reprimir en vano.

Durante varios momentos permaneció pensativo, con la cabeza apoyada, como antes, sobre el vidrio de la ventanilla, oyendo, sin escucharla ya, la alegre y bulliciosa conversación de sus compañeros de viaje, mientras el tren, lanzado a todo vapor, acortaba más y más el espacio que aún lo separaba del punto de su destino.

Cerca de media hora transcurrió así. El tren se detuvo, por última vez.

Al emprender de nuevo la marcha, lo hizo con lentitud, alejándose poco a poco de las barrancas vecinas y aproximándose al lecho del río. Pero, al bajar después por un plano inclinado del camino, hízolo con la velocidad del viento, devorando las dos leguas que aún faltaban para el término del viaje, cruzando praderas y sauzales, describiendo desvíos al través de alcantarillas y pequeñas calzadas; hasta que, de pronto, a la vuelta de una curva y en dirección hacia el nordeste, allá enmedio del brumoso horizonte, surgieron, destacándose fantásticamente, las enhiestas mansardas del palacio de Levaresa, con sus flechas puntiagudas y sus crestas de labrado zinc. Más lejana, divisábase, entre cercos y arboledas, la masa negruzca del edificio del doctor Álvarez Viturbe, la Villa Umbrosa.

La casita del ombú, situada entre ambas construcciones, pequeña, nítida, abrillantada por la lluvia, semejaba una paloma blanca y era la única pincelada de luz en el fondo obscuro de aquel sombrío cuadro.

Rodolfo se estremeció al contemplarlo...