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Correspondencia pública

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Escritos de juventud
Correspondencia pública

de José María de Pereda
París, 12 de enero de 1865.

Mi querido Eduardo10: Sé que no me perdonarías nunca que, hallándome en esta célebre capital, dejara de escribirte algunas líneas, siquiera por vía de saludo, al11 través de la distancia que hoy nos separa. Por otra parte, en el deber en que me has puesto de corresponder de alguna manera a las sabrosísimas epístolas que desde esa coronada villa me has dirigido por conducto de nuestra común amiga La Abeja Montañesa, no pudiera yo hallar unas circunstancias más favorables que en las que en la actualidad me rodean para hacer un esfuerzo con el auxilio de mi buen deseo, siquiera reanude todo mí trabajo en perjuicio de tus constantes y amabilísimas lectoras, mis inolvidables paisanas.

Para tratar de ganarme su benevolencia, dado que con tu amistad siempre estoy cumplido, como por nuestra tierra se dice, doy principio a mi primera y acaso única misiva desde aquí, previniéndote que no voy a entonar himnos a la civilización francesa, ni a detallarte la vida íntima de la Francia entera, ni a describirte el carácter verdadero de sus hijos, ni a comentar su influencia política y militar sobre las demás naciones del mundo. Parte de todo esto lo sabes tú mejor que yo, porque, desgraciadamente, hace mucho tiempo que no se habla en España de otra cosa; para el resto se necesita, sobre una fuerza de observación que yo no poseo, largos años de residencia en este país que apenas he visto12 por la superficie. Otra cosa muy distinta sucedería si yo fuera francés y París la capital de España. Desde el embustero Dumas hasta el sinvergüenza13 corresponsal que envió a nuestra hidalga patria L'Illustration al inaugurarse la línea férrea del Pirineo, se nos viene enseñando en diversos estilos que para juzgar a un país lo que menos falta hace es conocerlo a fondo, y que lo único que se necesita es consultar, antes de salir de casa, la opinión que el que hemos de visitar merece al público que ha de leemos. Con esto y con14 media docena de casos particulares, convertidos después sobre el terreno en regla general, basta y aun sobra para presentar a la consideración del mundo una nación en cueros vivos ¡Desdichada Francia si los extranjeros que la visitan la juzgaran desde París con semejante criterio! Si ese torbellino de viles pasiones, de vicios y miserias de todas especies que constantemente asedian al curioso viajero; si ese cieno en que tiene que mancharse aquí el más precavido, porque siempre lo halla al paso, fuera la Francia, no habría un solo hombre que, por bajo que apreciase su decoro, no se avergonzara de ser francés. Ese fabricante que entre reverencias y distinciones te recibe en su establecimiento donde todo se vende, desde la sonrisa de la hermosa dame au comptoir hasta el último clavo de sus lujosos escaparates, y donde todo es falso, desde esas sonrisas hasta el color de las mercancías, hasta las formas de la beldad que la preside por un salario proporcionado a la fuerza de sus hechizos; el commissionnaire, de frac y almidonada corbata, que se presta a todo género de bajezas por algunos sueldos, que él tendría buen cuidado de pedirte si tú no se los ofreces por respeto al elegante atavío que le adorna; ese infinito enjambre de petites dames que, envueltas en sedas y plumajes, subastan sus encantos en calles y cafés; las que pueblan las bailes públicos y entre los salvajes movimientos del cancán más parecen bestias de lascivia que seres de la misma especie que las mujeres honradas; los entes que, con figura de hombre y de hombre joven civilizado, las siguen en tan repugnante certamen; los millares de orgías en que se consumen diariamente caudales inmensos; los charlatanes que explotan, a la luz del día, a los incautos, dándoles grosero barro por oro fino; esa infinidad de industrias ejercidas a la vista de todo el mundo y que no te detallo por no manchar esta carta, pero que demuestran bien claramente que en París se consigue cuanto puede apetecerse, por extraño, por repugnante que ello sea, si se paga y que, como acabo de decirte, es lo primero que salta a los ojos del observador, darían motivos más que suficientes para demostrar que Francia no es otra cosa que el criadero de todos los vicios de la Humanidad y el depósito de todas sus miserias. Pero ¿estaría en lo justo quien tal hiciera? Creo que no.

Mirando la cuestión de buena fe, deteniéndose un poco en15 ciertas manifestaciones que se entrevén bajo tanta barbarie, esos tipos, esas costumbres irresistibles16 a toda persona formada en la atmósfera más pura, son simplemente la escoria que arroja a la superficie el inmenso cráter de un volcán en que se elabora incesantemente una civilización noble y sana. Aun admitiendo, como erradamente se cree por el vulgo, que toda la Francia sea París, deben concederse a esta nación grandes virtudes, porque las hay, y muchas, bajo la capa de cieno que envuelve su capital. Que ellas están en grave peligro con tan insana vecindad no te lo disputaré. Pero ¿por qué hemos de tomar, por ejemplo, por tipo de la buena sociedad de París a la loreta que sobre ligero y fantástico carruaje va a Bologne a hacer ostentación de las brillantes galas de que la surte el último adulador a quien está arruinando, y no a la honrada señora que, en modesto carruaje17, se cruza con ella en el camino para ir a llevar un consuelo a la virtud acrisolada por la miseria en una desabrigada buhardilla? ¿Por qué hemos de juzgar del carácter del ingenio francés por los infames libelistas que viven mordiendo la honra ajena, y por los estafadores de oficio, y no por los grandes escritores de verdadero saber sano talento, y por los industriales honrados? ¿Por qué los gabinetes reservados de los restaurantes, los salones públicos de baile y otros análogos establecimientos que tanto abundan aquí, han de ser para nosotros la norma de esta civilización, y no los grandes monumentos, las innumerables bibliotecas, las galerías artísticas, los establecimientos de Beneficencia, los colegios donde se convierten en hombres útiles a sus semejantes seres privados por la Naturaleza del más importante de sus miembros o de sus sentidos; las sabias academias científicas y tantas otras pruebas de sana civilización como puede ver, siquiera en sus consecuencias, cualquiera que mire a París con ojos de buena fe? Si con ellos hubieran observado a España los franceses que tanto y tan malo han dicho de nosotros, es seguro que la noble patria de Hernán Cortés, de Cervantes y de Murillo les hubiera mostrado algo más grande y verdadero que bandidos en cuadrilla, castañetas, manolas, toreros y mesones en despoblado.

Desde luego, la hidalga acogida que esa nación ha dispensado a semejantes calumniadores debiera ser para ellos una prueba harto elocuente de su alta ilustración.

Soria (Dios le haya perdonado) debió de conocer algo de esto cuando se murió de vergüenza al echarle en cara España su grosera ingratitud. No me prometo lo mismo de Gautier, Dumas y otros cronistas hispanófobos, pues al verlos mintiendo todavía de otros países, juzgo que no es fuerte la vergüenza18.

Muy pocos años ha que una mujer, bailando el cancán en el famoso Mabille, dio en la gracia de levantar la pierna hasta tocarse las sienes con los tobillos19. Este talento sui generis le valió el aplauso y la admiración del público que la contemplaba. Pocos días después, el París de los bulevares, de los cafés y de los bailes públicos no hablaba de otra cosa que de aquel prodigio. Los gacetilleros y caricaturistas la tomaron también bajo su protección, y como todo lo malo que se piensa, se escribe y se pinta en esta capital se consume como pan bendito en el extranjero, la bailarina de Mabille, nadando ya en oro y en diamantes, hizo conocer su nombre a toda Europa. Tú, como yo, estás cansado de oír hablar de la Rigolboche.

En estos últimos días una de las más célebres loretas de París ha hecho almoneda de sus muebles y alhajas, porque así lo quiso el nuevo amante que se ha presentado a reemplazar a tantos otros desplumados por ella. La pasión y la fortuna del sencillo adorador no querían habitar en el alcázar fabricado con las ruinas de sus antecesores. Pues bien: lo más selecto del gran mundo parisiense se presentó en casa de la loreta a pujar el precio de sus favores, llegando a disputarse la adquisición de los objetos más insignificantes con el mismo empeño que si se tratara de los grillos de Colón, del famoso zapato de María Antonieta o del puñal de Bruto. A sesenta libras ascendió el peso de la plata subastada en aquella casa, y a más de 800.000 francos el valor de los diamantes de la loreta.

La madre de tu hija no hubiera dado un céntimo por semejantes tesoros, por no manchar con ellos la honrada medianía de tu hogar.

Una especie de becerro con faldas canta de algún tiempo a esta parte en uno de los cafés más célebres de París en su género20. La voz de esta mujer es áspera y grave y trasciende a tabaco. Sus ademanes, toscos y pesados, como los de un carretero, y la expresión de su canto, del gusto más primitivo, semisalvaje. Su morceau favorito es una copia titulada El bombero. Con esta sola canción ha popularizado tanto su nombre mademoiselle Theresa (así se llamaba la artista), que hoy gana seis mil duros anuales en el café, cuenta con un gran capital en presentes de rica pedrería y se la disputan las damas más a la moda del barrio de San Germán para aprender la canción famosa, pagando a la profesora por cada lección hasta cien francos.

El público que acude al oírla todas las noches es innumerable, y apenas se desocupa una plaza en el café, cuando tiene dos docenas de solicitantes. A duras penas logré yo una mala silla para escuchar por algunos minutos a esta celebridad, que en España habría muerto en su début a tomatazos21.

¿Cómo en medio de un pueblo como éste, tan inmenso, tan lleno de acontecimientos científicos, artísticos y literarios; inundado de sectas, de razas de todos los países del mundo, de cuanto la fortuna y el capricho pueden apetecer; donde todo, hombres y objetos, pasa aquí inadvertido, porque todo es innumerable; cómo, repito, logran fijar la atención pública semejantes miserias, tan despreciables pequeñeces?

Convengamos en que no hay pueblo en el mundo, por civilizado que sea, que no pueda ser presentado ante los demás en el mayor atraso, citando solamente sus debilidades o exagerando sus rancias preocupaciones. Considerado París de esta manera, no tiene en el globo pueblo que lo supere en barbarie.

Y pasemos a otra cosa.

Dicen los que viven aquí constantemente que esta época del año es la en que París se encuentra con su verdadera fisonomía, porque es cuando contiene menos extranjeros. Mucho cuesta creer que22 algunos millares de personas puedan alterar un solo detalle de semejante cuadro; pero hay que aceptar la opinión cuando se ve a este agitado océano doblegarse fácilmente a las impresiones de los acontecimientos más triviales. Las fiestas de Navidad y de Año Nuevo lo transforman completamente en un lugarón de provincia. Se detiene ante una caja de bombones y se divierte como un niño con un bebé o una zambomba. Durante ocho días apenas ha hecho otra cosa que recorrer los barracones que, con motivo de dichas fiestas, se improvisan en los bulevares, semejantes en todo a los que tantas veces has visto y condenado tú en las ferias de Madrid.

Merced a la temperatura rusa que, por mi desgracia, se está sintiendo aquí días ha, los aficionados a patinar han gozado a sus anchas sobre la helada superficie del gran lago de Boulogne. El emperador no ha sido de los que menos partido han sacado de tan frías circunstancias. Y por cierto que en este ejercicio, como en otros muchos de mayor trascendencia, tiene su majestad imperial pocos franceses que le aventajen ni que le alcancen siquiera. Muchas inglesas han lucido, deslizándose sobre el duro cristal, bellísimas... medias encarnadas. Prefiero estos defectos, expuestos sin la menor aprensión, a los postizos primores que a su lado ostentaban las loretas de París.

La alta sociedad ha tenido también su jolgorio sobre el lago, y para que sus resbalones llevasen más solemnidad, los ha dado de noche. El Cuerpo de Artillería cuidó de servir de candelabro en esta especial soirée. Cada soldado tenía una tea en la mano, y estaban formados en línea, siguiendo las orillas del lago. Muchos patinadores llevaban también su correspondiente luz.

El cuadro era magnífico: parecía aquello un coro de demonios bailando sobre la laguna Estigia.

De tejas afuera no hay muchos acontecimientos más que dignos de citar sean. La temperatura no está para bromas. Vámonos, pues, de tejas adentro. En este terreno prescindo de los bailes de la Ópera y de otros de igual colorido, aunque de menos categoría. Para asistir a los primeros necesitamos llevar frac los hijos de Adán, debiendo advertir que las hijas de Eva que en él se encuentran, lo más decente que bailan es el cancán; en cuanto a distinción de cuna, la mujer más blasonada de aquella reunión es una23 loreta. Conozco tu poca afición al frac, y me consta también que si te decidieras a vestir tan solemne prenda no sería para arrastrar lo que ésta representa entre nosotros sobre semejante fango.

En España hay vicios; pero, ¡qué diablo!, dondequiera que ellos están, por lo mismo que son vicios, admiten al hombre mejor cuando más sucio se presenta.

Esto es lógico; pero ¿qué dejan los franceses para la buena sociedad, si a las de trueno las visten de ceremonia? Ya irán apareciendo otros absurdos mayores.

En cuanto a los demás bailes, deben verse una vez, muy de prisa, callar la boca y hacer todo lo posible por olvidar lo que se ha visto, si no se ha de confesar que en la raza humana es donde la madre Naturaleza se esmeró en acumular todo lo brutal, todo lo hediondo, todo lo repugnante que pueda concebirse sobre la haz de la Tierra...

Antes que se me olvide, y hablando de otra cosa:

En el teatro Les Buffes Parisiennes se está representando desde Navidad una revista cómica titulada Roland à rouge veau, parodia de la famosa ópera de Mermet Roland á Roncesvaux, cuyos dos títulos se pronuncian lo mismo, y, sin embargo, como tú sabes, significan cosas muy distintas. El principal objeto de esta revista es que salen a relucir todos los acontecimientos más notables del año anterior, es presentar en todos sus más bellos detalles a las actrices de la compañía, vistiéndolas con los trajes más ricos y caprichosos, significando con ellos determinados hechos o personas. Preciso es confesar que Los Bufos han hecho una exposición primorosa con la de sus artistas.

En rubio, en moreno, en blanco, en alto, en bajo, en grueso, en flexible...; en todos colores, formas y tamaños, este teatro ha presentado una colección de actrices para todos los gustos y para todos los temperamentos, dado, por supuesto, que haya sido de verdad tanta belleza, lo cual no me atrevo a jurar, pues aquí se falsifica hasta el aire que se respira.

Prescindiendo, desde luego, de todas las inconveniencias de forma que contiene la susodicha fiera, entre ellas la de ser representada en gran parte desde los palcos por el célebre Desiré (que indudablemente es un buen actor cómico) y algunos otros artistas, y omito también todo juicio sobre los muchísimos despropósitos que la adornan, todos del verde más rabioso, paso a hablarte del episodio para mí, y creo para ti lo será también24, el más interesante de la función.

Llega el cuadro... yo no sé cuántos, y la escena representa una estación del ferrocarril del Norte de España (fíjate bien en esta circunstancia geográfica). A la izquierda se lee en un tablero, sobre una mala barraca, el siguiente primor: Buffetas de la Jara, y a la derecha, junto al tejadillo de otra pobre choza, este pedacito de sal: Chofe de la Jara.

Este, es decir, el jefe de estación, que es un mozo al estilo de Sierra Morena, con polainas, manta al hombro, faja, calañés y guitarra, sale trinando de ira, y no sé por qué, y gracias a unas coplas que entona y a los arrumacos que le hacen tres o cuatro jembras de saya corta con volantes, chaquetilla de alamares y clavel en las orejas, se calma un tantico. Pero hete aquí que vuelve a ponerle una cantárida el alcalde del pueblo, una aldehuela que se ve a lo lejos, el cual alcalde gasta sotana, corbata blanca y sombrero de totorga. Quéjase a gritos la muy digna autoridad, y en ello conviene, con razón el macareno chofe de la Jara, porque desde que hay ferrocarriles no se ve un caminante en aquellos desfiladeros por un ojo de la cara, por lo cual no se gana un cuarto y está el pueblo en la última miseria.

En esto llega un tren a la estación, y entre los muchos viajeros que se presentan en escena, viene el famoso Fígaro. Los franceses no saben dar un paso sin acompañarse de Fígaro o de Polichinela, personajes a cuál más ridículos25 e insoportables26. El sempiterno barbero, que, según canta, trae mucha hambre, pide un morceau para acallarla. «¿Un morceau? -dice el chofe, que lo oye-. Al momento. ¡Ea, niñas! -añade, dirigiéndose a las mozas que antes he mencionado27-. Vaya un cachito de gloria por la salud de este caballero». Y acto continuo la gente forma corro, el chofe empuña la guitarra, una de las mozas las castañuelas, y, al son de las coplas que entona el primero, baila la segunda un jaleo..., con perdón de los que saben bailar la Cámara y la Nena.

El público aplaude a rabiar; y con ese vagido que le es característico en tales casos, pide que se repita le caleo. Al acabarse la danza, Fígaro hace saber al chofe y a la compañía que el morceau que él ha pedido no es de música ni de baile, sino de carne con patatas. Produce esta rectificación una pequeña reyerta, amontonase la gente, óyese el pito de la locomotora, corren al tren los viajeros... y se cambia la decoración... ¿Qué te parece, amigo mío? ¿Puede darse una pintura de España en un estilo más clásicamente francés? Sin embargo, es preciso advertir que no pecan de ignorancia los autores al escribir semejantes desatinos. La causa de ellos es el público, que se los exige. Este es el verdadero primo, el único bárbaro de la función.

Y a propósito de teatros. Cuando te lamentes de la situación en que se hallan los nuestros, no envidies la en que se encuentran, en general, los de por acá. Exceptuando un par de ellos, en los cuales se observa algún respeto al arte y a la buena educación, los demás no tienen nada que echar en cara, salvo el decorado, a nuestros antiguos corrales. Los actores, con palabras, con gestos y con cabriolas, se burlan del público a más no poder; en las piezas no hay que buscar pensamiento ni literatura: son, por lo general, un conjunto de episodios sin orden ni concierto, en los cuales se deleita más la vista que el entendimiento. A la existencia de obras como éstas prefiero la actual esterilidad de nuestros escritores. La claque llega aquí a un grado inconcebible. Aplaude al actor cuando sale, cuando habla, cuando calla, cuando se equivoca y cuando se retira. Si se cambia una decoración, aplausos; si suena la orquesta, aplausos, y cuando deja de sonar, también. Contribuye a hacer más notable esta plaga la fatal costumbre de que estén todos los alabarderos en un grupo, en unos teatros, arriba, y en otros, abajo. De esta manera, la salva sale siempre de un solo punto, y siempre con un mismo, sonido, que, en fuerza de ser incesante e inoportuno, llega a hacerse insoportable. Vender en la sala, a grito pelado, naranjas, periódicos y otras menudencias durante los intermedios es la cosa más corriente.

Añade a esto la incomodidad de las localidades por su mezquindad y mala distribución. No busques recreo para la vista, porque no existe telón afuera. Los palcos son cajones amontonados, donde las señoras se colocan a la sombra y prensadas como sardinas en banasta. Una cosa es de admirar, sin embargo y es la que envidio: el lujo y la propiedad con que se presentan los actores y la escena. Cierto es que si no fuera por esta circunstancia no habría público que sufriera las piezas que hoy se representan con gran aceptación en la mayoría de los teatros de París.

Para ver una obra de buena ley y bien representada es preciso ir al teatro Francés28, en el cual alternan con el viejo repertorio de Corneille, Racine y Molière las poquísimas producciones contemporáneas que logran la honra de ser admitidas allí.

Los actores de este teatro son lo mejorcito de la casa. No me atrevo a entrar en comparaciones sobre este punto evocando recuerdos de nuestra patria, porque la seria declamación francesa tiene un estilo que le es peculiar, y a ella se amoldan los actores; si estuviera yo más acostumbrado a este estilo, podría decirte: cuatro Romeas tiene Francia; es decir, París, o, si no, no tiene ninguno. Por de pronto, limítome a consignar otra vez que no puede admitírse en declamación otro estilo que el de la verdad. Yo he visto que la Humanidad, proceda del país que se quiera, llora y ríe lo mismo en todas partes cuando llora y ríe de veras.

El gran mérito de Romea consiste precisamente en saber dar libertad a su genio sin salirse jamás de la verdad. De que ésta se atropella en la escena francesa a cada paso, certifico. Qué valor tenga el genio de los que no la respetan más, es lo que aún no me atrevo a decir, por si acaso me equivoco. Debo confesar que el conjunto de cada compañía es aquí más igual que en España, lo cual, unido al lujo del aparato escénico, hace que las obras se representen como nunca las vemos representadas ahí.

Está alcanzando grandes aplausos la nueva ópera cómica, o séase zarzuela, Le capitaine Henriot. Este protagonista es el famoso bearnés conocido en la historia de Francia con el nombre, de Enrique IV. La obra es interesante, aunque recorre en su desarrollo lo cómico, lo dramático, lo político, lo galante, lo histórico y lo fantástico, a todo lo cual se presta perfectamente el carácter, del más popular de los monarcas franceses.

Por cierto que anda en el ajo un tal don Fabricio, capitán español, traidor, avaro y tunante, que no hay más que pedir. «A fe -dije para mi gabán al considerar a este personaje- que aún eres poco si ha de vengar en ti la Francia todos los traidores y canallas franceses que andan por el teatro español».

Supongo que esos ingenios arreglistas habrán echado ya el ojo, y hasta las tijeras, al libro de Le capitaine Henriot. Veremos en qué transforman a don Fabricio. Ya me lo barrunto: suizo o napolitano. Yo le haría francés, y estaríamos en lo justo. Y basta por hoy de teatros. Está prohibido en Francia fumar a dos leguas a la redonda de ellos, y yo rabio al llegar aquí por echar una cigarreta. Il est défendu de fumer ici. Este maldito cartel le persigue a uno en París como el espadón de Damocles. Te digo que con esta prohibición y con el frac del baile de la Gran Ópera tiene bastante para aburrirse el lucero del alba.

Entre los espectáculos más notables aquí durante el invierno merecen citarse los conciertos públicos, donde los artistas de mérito tienen ocasión de darse a conocer. Noches pasadas tuve el gusto de aplaudir en uno de estos salones a nuestro compatriota el señor Manini, hermano de los conocidos editores de este nombre. Dicho artista, muy joven aún, reúne grandes condiciones para la carrera que ha adoptado. Su voz es de mucha extensión, y sabe darle tanta gracia en los cantos ligeros y de ejecución como energía en los dramáticos29. En algunos teatros principales de Italia ha sido brillantemente acogido ya, lo cual me hace creer que no tardará en ocupar un puesto principal en este teatro italiano. Manini reúne a las excelentes condiciones de su voz y de su escuela de canto una figura muy simpática y unas maneras sumamente distinguidas.

He asistido a la última conferencia pública de Alejandro Dumas sobre las obras de su gran amigo Delacroix. Algunos periódicos satíricos de aquí han puesto en ridículo por estas causeries al autor in partibus de Los tres mosqueteros. Yo no por30 menos haber oído de cerca al novelista contemporáneo más popular de Europa, y a quien, si bien se debe silbar por su poca conciencia, hay que admirar por su mucho talento. El otro Alejandrito, el de La Traviata, se ha casado estos días, como habrás leído en los periódicos, con una princesa, no sé de qué ni de dónde; averígüelo Vargas. Para mí las princesas de los Dumas tienen algo de las emperatrices de Don Quijote.

A propósito de este manchego insigne: ¿conoces la edición ilustrada por Gustavo Doré? Más valdrá que no la conozcas, pues así te ahorras los malos ratos que a mí me causa verla en estas librerías, sin atreverme con ella porque cuesta un sentido. Es un verdadero monumento digno en todo del ilustre Cervantes, salvo los defectos de la traducción, que son inevitables, aun tratándose de una pluma tan avezada al idioma español como la de Viardot... «Señor -digo para mis adentros, cuando veo tan honrado a Don Quijote en estos escaparates-, ¿no es una lástima que estos franceses no quieran hacernos igual justicia en otras cosas? ¿No es un dolor que teniendo tanto gusto, tanto talento, sean tan ligeros cuando hablan de España?».

Y ya que de libros tratamos, ¡cuánto me aflige ver que sólo como una rareza se encuentran los autores modernos españoles en estas librerías, una de las tentaciones más irresistibles de París! Desgraciadamente para nosotros, hay que convenir en que no tiene la culpa de ello el desdén de los franceses.

Otra cosa bien distinta me sucede al recorrer las galerías del Louvre, donde se exhiben como reliquias las obras de Murillo, de Velázquez, de Ribera y otras no menos famosos pintores españoles. Mas de estos asuntos y algunos otros de parecido género no quiero hablarte en esta carta, que va tomando mayores dimensiones que las convenientes.

Por los periódicos madrileños he visto que está Castilla transitable, y que a la copiosa nevada que la tapó todita ha surgido un sol alegre y consolador. Dichosos vosotros. Desde que aquí me hallo no he podido ver de qué color es su señoría. Por algunos momentos he creído entreverle allá arriba, muy alto, muy pálido y muy frío, pero sin llegar el más vigoroso de sus rayos a la más alta de estas torres. Cualquiera pensaría, al contemplar sus remilgos, que teme manchar sus luces en el lodo de París; lodo, amigo Eduardo, del cual no puedes formarte una idea, y que está amasado y batido por millares de pies y de ruedas, y alimentado por los hielos, las nieves y el agua, que alternan aquí con una constancia y una copiosidad desesperante. Y basta de fango31.

Si las circunstancias lo permiten, volveré a escribirte32, y entonces te hablaré de muchas cosas que hoy no caben ni deben entrar en esta carta; si así no sucede, paciencia y tan amigos como siempre.

Por de pronto, agradéceme, ya que no el interés de los párrafos que anteceden, pues maldito el que en mi concepto encierran, cuando menos el tiempo que, para escribirtelos, he cercenado del que destino al brujuleo, como diría señor José, y al esparcimiento del ánimo entre las curiosidades de París.

Siempre es tu amigo con todo su corazón,


Pepe


Excelentísimo, ilustrísimo, altísimo, distinguidísimo y resaladísimo señor don Manuel Pérez de la Vega, indiano de Vendejo.


Santander, 20 de agosto de 1886.


¿Conque hubo manos profanas que osaron sustraer, rebañar, trincar, o sease apandar, algunos números de los que remitimos a V. S. I. bajo discreta faja? ¡Ah pícaros! ¿Y no temieron, si son paganos, las iras de los dioses, y si creyentes, la justa venganza del Cielo? Caigan, pues, sobre ellos todas las plagas de Egipto, y las chinches de Europa, y los cínifes de América, y las pestes de Asia, y hasta las fieras del África salvaje; caigan, sí, porque si feo y escandaloso es el delito, funestas, estridentes, astringentes, prepotentes, pestilentes han sido las consecuencias, pues que no nos quedan más ejemplares de aquel número, que voló y desapareció de nuestras manos, arrebatado por las del público, ansioso de conocer, palpar, saborear, sorber y mascar la donosa, prodigiosa y espantosa producción de V. S. I. que sustentaba, contenía, encerraba y sostenía. ¿Y qué nos habla V. S. I. de precio? Jamás La Abeja Montañesa cobrará favores tan señalados; que señalado favor es el que hizo V. S. I. a nuestro periódico, dándole, con su citado pacto, mayor ensanche, más dilatada fama, más extensos horizontes. Así, pues, oro molido que fueran los papiros ejemplares, perlas preciosas, mirras de Oriente, incienso de la Arabia, gases del boquerón del muelle, gratis se los enviaríamos y aún quedáramos muy agradecidos. En cuanto al pico de la suscripción, V. S. I. lo remitirá cuando lo tenga a bien, y no se hable más de esto.

Recibimos los impresos que acompañan a su muy discreta y erudita carta, y los hallamos, como todo lo que a V. S. I. se refiere, honrosísimos, grandilocuentes, excelentes, candentes, sorprendentes, contingentes, emovientes y convenientes.

Trabajos ímprobos, penalidades rudas y otros análogos excesos nos han impedido dar pronta, enérgica, contundente, adyacente y prominente respuesta a su primera carta. Eche, V. S. I. sobre nuestra involuntaria falta un aluvión de esa tempestad de bondades que le caracterizan, señalan, marcan y determinan, mientras queda, como siempre, a las órdenes de V. S. I. toda confusa, conmovida y condensada,

La Redacción



(De La Abeja Montañesa.)

29 de agosto de 1886.


Notas:

10: «Querido amigo». (N. del E.)
11: «a». (N. del E.)
12: «visto aún por». (N. del E.)
13: «archifamoso». (N. del E.)
14: «con relación de media», etc. (N. del E.)
15: «entre», en lugar de «en». (N. del E.)
16: «repugnantes». (N. del E.)
17: «modesta berlina». (N. del E.)
18: «aprensión». (N. del E.)
19: «la cabeza con el pie». (N. del E.)
20: Suprimido «en su género». (N. del E.)
21: «ignominiosamente». (N. del E.)
22: «que apenas llega a algunos», etc. (N. del E.)
23: Suprimido «es una». (N. del E.)
24: Suprimido «el». (N. del E.)
25: «ridículo». (N. del E.)
26: «insoportable». (N. del E.)
27: Suprimido «que antes he mencionado», y en su lugar, «macarena». (N. del E.)
28: «teatro de la Comedia Francesa». (N. del E.)
29: Suprimido desde «su voz es de», etc. (N. del E.)
30: Borrada la palabra que falta. (N. del E.)
31: Suprimido el párrafo completo. (N. del E.)
32: Suprimido hasta «paciencia, y si no, tan amigos», etc. (N. del E.)