Correspondencia privada
No puedo más, mi querida Laura. Estoy rendida, fatigada; apenas me quedan fuerzas para escribirte esta carta que te prometí al avisarte mi llegada a esta ciudad de las sardinas, como ahí la llamábamos, o de las anomalías, como la llamo ahora que la conozco mejor. ¿Qué habrás dicho de tu amiga que tan mal te corresponde? Quince días sin escribirte llevando veinte de ausencia. Soy una ingrata, Laura; una desnaturalizada; y con todo, yo quisiera verte en mi lugar; estoy segura de que te sucedería lo mismo que a mí. Arrastrada de placer en placer, sin permitirseme volver los ojos hacia ninguna de mis viejas afecciones, me han conducido hasta hoy, pequeño paréntesis abierto en tan larga serie de fiestas, momento de respiro que aprovecho para consagrarme toda a tu memoria.
¿De dónde sacaste la peregrina idea de que el carácter montañés era frío y atrabiliario? No lo conoces, Laura, o mejor dicho, te ha engañado una falsa apariencia. ¿Te acuerdas de Enriqueta? Ya sabes su manera de vivir: capaz de estarse la mitad del año impasible, indiferente a todo cuanto la rodea, si un día se la precipita en la corriente del mundo es preciso decirle: «¡Deténte!», y a las voces no bastan las fuerzas humanas para que se detenga en su furiosa marcha. Tal es este pueblo, según lo que llevo observado. Insensible e incansable en su postración, el día que despierta no lo alcanza un galgo.
Cumpliendo con lo ofrecido, voy a referirte, aunque a paso redoblado, mi vida y milagros desde que estoy en esta ciudad, si posible me es en medio del laberinto que me rodea y con los pobres recursos de mi ingenio... Este trabajo pudiera yo tenerlo bien excusado, ahora que me acuerdo, si estos escritores provincianos fueran un poco traviesos; pero, hija, son tan sosos, por desgracia... Bien haya nuestro Pedro Fernández, con sus temas cartas. ¡Jesús, cuánto me acuerdo de él! Si en un simple chocolate sabe encontrar sobrado asunto y materia más que abundante para... una molienda lo menos, ¿qué no haría aquí donde el caracas es un artículo de primera necesidad? Decididamente, los hombres como nuestro cronista madrileño son un adelanto más del siglo, pero que en provincias ha de tardar mucho en aclimatarse. Chica, ¿sabes que son muy vanidosos los provincianos? Yo pensé que España era la corte; pero quizá son tan diferentes de esos hombres estos otros. Tan diversas sus ocupaciones, tan opuestas sus ideas. Pero con todo, y digan éstos lo que quieran, esto de hallarse una en letras de molde y siempre más linda o tanto por lo menos de lo que somos, podrá no ser muy útil para los positivistas del otro sexo; pero ¿agradable? ¡Bah!, y, sobre todo, amiga, si para contar los grandes hechos de los hombres ha habido siempre poetas inspirados, ¿qué mucho que las mujeres tengamos para nuestra vida social panegiristas en prosa? Te repito que Pedro Fernández va haciendo falta en Santander...
Vamos al caso. Apenas llegué, y con el polvo aún del camino, me llevaron a una romería. ¿Sabes lo que es una romería? Ya has visto, a San Isidro y San Antonio de la Horia; pues bien: colócales sobre verdes y olorosas praderas; quítales aquellos tinajones nauseabundos de buñuelos, sus anaquelerías de venenosas botellitas, sus tiovivos y estridentes caramillos; su movimiento todo de mercado público, y dales, en su defecto, platos de bacalao, pellejos de vino de Rioja, tamboriles y panderos, trajes tan variados y pintorescos como un plan de banderas, y una concurrencia que, vista, desde lejos, se mueve de abajo arriba, como los pistones de un cornetín, y tendrás una idea de este espectáculo montañés, tan frecuente como los santos del calendario, pues en verano es raro el que no tiene romería. La gente de buena sociedad tomaba antes parte en ellas, aun, que desviándose algunos pasos del grupo común, bailando a la altura de su dignidad al compás de una mala orquesta. Hoy es muy distinto. Los inconvenientes de un baile improvisado sobre rústico pavimento y sin otro resguardo que un círculo de curiosos hicieron pensar seriamente a los aficionados sobre la manera de aumentar el deleite sin ofender la tradición, y, en efecto, del prado abierto se fueron a la murada huerta, que adornaron con gallardetes y banderas, y siempre a las inmediaciones al lugar de la romería.
Más tarde se juzgó prudente, respetando la disculpa de la festividad, ahorrarse la molestia de un largo camino trayendo el baile a las puertas de la población, y así se hizo, por lo cual, y vista la proximidad de la vivienda de cada uno, se rodeó el circo de farolillos de papel y se prolongó el jaleo una hora más de lo acostumbrado. Después recordaron los aficionados, visto que en algunos días clásicos de romería el tiempo lloriqueaba, que la gente de pro no necesita las romerías para hacer su gusto... Y sus piruetas; y en su consecuencia, apagóse el raquítico alumbrado de las huertas extramuros, buscóse otra dentro de la ciudad, y a los faroles humildes de papel sucedieron radiantes mecheros de gas bajo cerrados, aunque, rústicos, pabellones, haciéndose los bailes domingueros. Así el asunto, y con cierto carácter de inamovilidad, el baile se hizo típico, las toilettes se estudiaron más, la hora de la concurrencia se retardó y, por consiguiente, la de término, que se fue aproximando cada vez más al día siguiente. Por todas estas razones, la afición fue creciendo, y la concurrencia se aumentó notablemente. A la sencilla lista de suscripciones sucedió una constitución fundamental: la mísera y asequible cuota individual de catorce reales o cuatro pesetas se elevó a dos napoleones de entrada, y uno por cada baile, y el local que a todos parecía cómodo y elegante al principio, se juzgó sombrío y miserable cuando se hallaron dentro de otro fantástico y provocador que llegó a sustituirle, el cual, a su vez, fue sustituido este año por otro más grande y más ostentoso.
Este es el que yo he llegado a conocer y que te juro no cambiaría por el mejor salón de invierno de Madrid. La concurrencia es inmensa, la animación extraordinaria. Y ríome yo de debilidades. El miércoles oímos la una y media, bailando aún... a la intemperie, y nada..., ni un constipado. Aquí que nadie nos oye: las mujeres nos hacemos más frágiles de lo que somos en realidad. ¡Ay Laura, si vieras qué pinta saqué del baile! Con el polvo de la huerta y el relente de la noche, llevaba un revoque general que daba miedo. ¡Cómo baila esta gente, qué afición tan decidida!... De lo otro, nada; mucho palique, mucha vulgaridad, indianos restaurados, pollos de Universidad, retahílas incomprensibles medio en hebreo y la mitad en castellano. Los que algo prometen no se acercan. ¡Groseros! ¿Querrás creer, Laura, que el ambigú tiene más partidarios que nosotras? ¿Que hay hombres, y muchos, que van al baile arrastrados por los atractivos de su pequeña fonda? Esto me carga, y me temo que pueda producir serios compromisos. ¡Mira que son muchas las botellas que se destapan!... Y échate a discurrir si la costumbre toma cuerpo, porque estamos en minoría. Quisiera hacerte una pintura fiel del aspecto exterior del baile y del ambigú a él adjunto, porque bien lo merece la deslumbrante perspectiva que presenta entre las tinieblas de la noche; pero sobre no sentirme con fuerzas para ello, tampoco me sobra el tiempo de que puedo disponer. En su defecto, te recomiendo el Boletín de Comercio del día 16: en él hallarás para el caso más aún de lo que necesite tu curiosidad.
Después que te informes, hazme el obsequio de transmitir el papelito con una caricia de mi parte a El Cócora, cuyo amigo sabrá utilizar mejor que nosotras aquel modelo de descriptiva plástica. Pero con mucho cuidado, niña; no haga el diablo que te pille esta carta y me encocore con uno de los linternazos de costumbre. Mira, Laura: aunque no soy literata, ni poetisa, ni escritora de moda y otros géneros, como doña María Pilar Sinués del Marco; en fin: aunque no me he dado al público, ni siquiera con mis iniciales, te juro que ese Cócora me da miedo: es tan reparón y tan..., y luego sabe tanta ortografía y es tan descarado... ¡Ah!, si yo supiera escribir y tomar puntos de estilo, como tomo los de las medias..., pobre de él. Por si acaso, no le digas nada.
Volvamos al principio de nuestro asunto.
Como te he dicho, apenas llegué a ésta comenzaron las romerías, alternando con los bailes campestres y los paseos de la Alameda. Romea y la Berrobianco acababan de marchar de este teatro, dejando al público alborotado y con todos los síntomas del que se halla decidido a emprenderla con lo primero que le pongan delante hasta la llegada de las corridas, motivo esencial de tan inusitada efervescencia. Arjona, con toda su compañía, se anunciaba con un abono por dieciséis representaciones dramáticas. El eclipse de sol, estando Santander en lo más oscuro de la faja sombría, excitaba también la curiosidad y aguijoneaba nuestra impaciencia; y como si esto fuese poco, se presenta el Himalaya en esta bahía, con las comisiones de astrónomos extranjeros. Agrega a esta serie de pasatiempos los baños de mar y las peregrinaciones a Renedo, a Guarnizo y el Astillero; a pasear unas veces y a comer otras con familias conocidas y que están veraneando en estos pueblos, y dime si me habrá quedado tiempo ni para reflexionar sobre el que voy pasando. Por supuesto, que ya no hay fonda ni casa de huéspedes que pueda recibirlos: la afluencia de forasteros es incalculable.
¡Qué mal hiciste, Laura, en no acompañarme en mi expedición!
No sé si es porque nunca he salido hasta hoy del casco de Madrid; pero se me figura que ni en París debe gozarle tanto como en Santander en los cuatro meses de verano. ¡Si vieras qué bella es esta campiña, qué verde, qué frondosa! Y luego, el mar, y la bahía. ¿Qué vale el estanque del Retiro? Lo menos tiene esta bahía veinte como él; pero qué digo veinte... y también veintidós... Y la mar dice mi patrona que tiene lo menos treinta bahías, conque figúrate lo que será. La primera vez que me embarqué fue en un bote para ir a ver al Himalaya. Tuve miedo: agua, agua siempre, y luego tan hondo... ¡Ay, qué horror! ¿Sabes lo que es el Himalaya? Es un vapor inglés colosal; figúrate la casa de Cordero sobre el estanque grande; no, figúrate que todo el Campo del Moro es agua, y también la plaza de Oriente, y Palacio encima con tres palos muy altos y una chimenea en lugar de la cúpula de la capilla; no hallo otra comparación que hacerte de este buque, porque la falúa de su majestad es muy pequeña y es el único barco que tú conoces.
Los oficiales ingleses son bastante buenos chicos; pero gastan unas patillas muy feas y tienen la visera muy larga. Me gustan más los marinos españoles que voy conociendo aquí. Por lo demás, son muy amables en su idioma y a su manera. ¡Y qué paciencia han necesitado! Desde la punta del muelle a San Martín, donde estaba el vapor, había constantemente un cordón de botes conduciendo curiosos: los puentes del Himalaya, así por lo espaciosos como por lo concurridos, parecían la calle de Alcalá, y sus magníficas cámaras y demás departamentos me recordaban, viéndolos atascados de personas boquiabiertas y preguntonas, al Museo de Pinturas en domingo en que no llueve, o al salón bajo de Trinidad durante las rifas de la Inclusa. Por eso te dije antes que la llegada de este buque había sido un motivo más de bulla y de divertimiento. Algo mejor nos lo proporcionó que el tan decantado eclipse. Nos quedamos por un momento completamente a oscuras, y pare usted de contar; otro tanto hubiera hecho un chaparrón vulgar o una tronada de verano. A haberse dado el espectáculo por una Empresa particular, como verbi gratia, don Justo Hernández, el público la hubiera silbado y reclamado el valor de la entrada, que en esta ocasión fue gratis, y es lo mejor que tuvo la función.
Pocos días después, el 25, fue la primera corrida de toros, motivo que acabo de inundar la población de forasteros, y pásmate, hizo que el severo Gobierno de la Gran Bretaña mandase, a solicitud de los tripulantes, detenerse hasta el 26 en este puerto al Himalaya.
Durante la corrida pude observar mejor que nunca que el carácter montañés es capaz de todo. La plaza estaba llena y la bulla aturdía, mareaba; me parece a propósito que en tal público entraba por más el afán de hacer ruido que el caudal de chistes. Las montañesas, bellísimas, encantadoras, hay que confesarlo. En cuanto a afición, no sé hasta dónde alcanza la que tienen a los toros; pero si no es tanta como la de las madrileñas, tienen, en cambio, un aspecto tal de indiferencia durante los sangrientos lances, que aterra. Desdichado el hombre que pierda su corazón entre estos aparentes hielos del norte de España. Estremécete, Laura: la mayor parte de los caballos que van pereciendo son veteranos de la campaña de África. Tal vez alguno de ellos condujo a Pedro Mur al campamento enemigo; tal vez los otros salvaron con su ligereza y noble obediencia la vida de otros tantos guerreros, y todos ellos de seguro sirvieron a la causa de la civilización contra la barbarie. ¿Qué dirían si pudiesen hablar, cuando el toro desgarra sus ijares? ¡Oh! Seguramente, antes de lamentar la ingratitud de los hombres, pensarían, más nobles que éstos, que aún duraba la campaña, o que en vez de conquistadores volvimos a España conquistados. Si así paga la patria los servicios que se le prestan, me alegro de haber nacido mujer.
¡Ay, amiga mía, qué público tan grosero!
¡Pues no ha dado en la gracia, cuando entramos las mujeres en los palcos, de silbar y armar estrepitosa algazara desde los tendidos, porque aquellas localidades, tras estar en forma de gradas que hay que saltar de la más alta a la más baja, no tienen más pantalla que un transparente enverjado de madera! Esta conducta es dos veces estúpida, como dije el primer día que la noté: primero, porque se falta con ella al respeto que se nos debe aun en una plaza de toros, y segundo, porque ya que los imprudentes de los tendidos tratan de explotar los descuidos de la Empresa constructora de la plaza, con, seguirían mejor su objeto calladitos y disimulados. Mas ¿a qué extrañar esto en un público que arroja frascos y botellas a la cuadrilla porque el presidente manda tocar a banderillas?... ¿Y a qué extrañarnos de todo ello cuando sucede en un recinto donde entra la unción antes que el público? Dejemos la parte trágica y vamos a la cómica. Cúchares brindó la muerte de un toro a la salú de los ingleses del Himalaya y a la de la reina Victoria. Los favorecidos arrojaron más tarde un bolsillo bien repleto al espada, justamente con una invitación a toda la cuadrilla para aquella misma noche en el vapor. Los invitados no se hicieron esperar y fueron recibidos a bordo por toda la tripulación formada como en parada. El comandante presentó solemnemente al matador, como él decía, a la tripulación; comenzaron los obsequios, y a la mañana siguiente partió de esta bahía el colosal Himalaya, llevándose las comisiones de astrónomos, que si no pudieron estudiar bien a su gusto el eclipse de sol, en cambio, por ellos, el Gobierno de Londres tendrá la satisfacción de saber facultativamente lo que son en España una corrida de toros y dos bailes de campo. No perdió el tiempo el Himalaya.
La segunda corrida estuvo bastante mejor que la primera; es decir, hubo más porrazos, más sangre y más alaridos. Si anhelas más pormenores, ahí está La Abeja Montañesa, que te los dará. Lee sus revistas de toros. Si yo conociera al revistero ya le diría cuatro verdades. ¿A que es él uno de los que silban y fugean a las de los palcos? ¡Tanto rigor para la cuadrilla y tanta tolerancia para el público! ¿Para qué es la Prensa, señor? Para llamar sardinas y arcos de violín a los pobres y apuestos caballos procedentes de África y quejarse del toro que desbarriga pocos. ¡Oh filantrópico revistero! Y mañana hablará muy serio de humanidad y civilización. ¡Qué farsa, Laura, qué farsa es todo lo de este mundo!
Para dar las corridas restantes nos han dejado dos días de respiro, que terminan hoy; éstos son los que aprovecho para escribirte y descansar, porque te repito que estoy fatigada, muerta de cansancio.
Entre tanto, el pobre Arjona sigue trabajando con toda su excelente compañía, y sólo cuenta de público con el que no cabe en los demás espectáculos. «Arjona por Arjona -parece que se han dicho todos-, me voy con el de la plaza». Y cuidado que es lástima, porque en el teatro se están representando cosas muy buenas. La otra noche me hicieron llorar con Los lazos de la familia; pero ya se ve: Arjona hacía un tipo tan bueno; Tamayo, un marido tan... ¡ay, qué marido, Laura; así lo quisiera yo! ¡Me daba una rabia de la Rodríguez porque no le quería perdonar! Luego, la Hijosa, tan cándida y espontánea, figuraba una hija tan mona; en fin, que presentaron un cuadro final que partía el alma.
Sobre ello y la inflexibilidad del carácter de aquella mujer le diría yo al amiguito Larra cuatro cosas...; pero como ni siquiera me llamo María del Pilar Sinués del Marco, me callo. Tú ya conoces a Albalat; pues, amiga, cada vez está más oportuno y más gracioso. Este público le requiere con entusiasmo, y me alegro, porque me gusta mucho... (como actor), maliciosa.
No te cito más trabajos de la compañía, porque, sobre ser muchos, todos van a conciencia y no sé por cuál decidirme; además, esta carta se va haciendo tan larga como insípida, y yo necesito descansar, y descansar mucho, porque no es poco lo que aún me resta por andar. Por de pronto, faltan dos corridas de toros, varias romerías y muchos bailes de campo, y para antes de diez días se espera, por larga temporada , a sus altezas los duques de Montpensier. Excuso decirte que con este motivo se proyectan grandes cosas..., y, en fin, Laura, que la temporada promete; mucho, mucho siento que no estés aquí.
Di a Luisito...; pero no le digas nada, porque a medida que veo el mundo voy cambiando de opinión. No seas charlataria, ¿eh?, que demasiado a tiempo lo sabrás.
Contéstame luego, y yo, a mi vez, te informaré de cuanto ocurra digno de nuestra atención. Entre tanto, espera un millón de besos, que no te envío ahora porque el cartero no los utilice, y sé tan feliz como desea tu tierna amiga, Carolina.
(De La Abeja Montañesa.)
28 de julio de 1860.