Costumbres literarias: 05
Nota
Costumbres literarias. -Este artículo en que se pretende bosquejar las diversas fases de nuestra vida literaria según las épocas pasada y presente, fue escrito en principios de 1837 para insertarse en el periódico o revista quincenal que empezó a publicar el Liceo artístico y literario de Madrid, especie de álbum en que todos los socios de aquella nueva y brillante corporación, consignaban espontáneamente los frutos de su ingenio.
En todo el artículo domina el pensamiento del autor a saber: la falta de consideración, o de aplicación que entre nosotros cuentan los estudios científicos y literarios por sí mismos; y la sobra de protección indiscreta que suele reclamarse y obtenerse del gobierno, no para los mismos escritos, sino para las personas de los autores, sacándolos de su esfera, y colocándolos en empleos elevados y brillantes que les hacen desdeñar el cultivo de las letras, y hasta renegar de sus antiguos títulos de gloria. -En este punto las opiniones del autor son contrarias, no sólo a las de los gobiernos, sino a las de los mismos literatos, para quienes desearía, sí, una modesta medianía y desahogo; pero no grandes títulos, honores y cargos que los arrancan a sus tareas literarias, y esta convicción es en él tan profunda, cuanto que está persuadido de que si Cervantes hubiera sido director de Rentas o intendente, nunca escribiría el Quijote; Lope y Calderón, si hubiesen llegado a obispos, no habrían dado tanta gloria a la escena española; ni Shakespeare, ni Molière, hubieran enaltecido la francesa, si de pobres y asendereados farsantes, hubieran subido de pronto a ser embajadores, ministros o generales.
En la reacción literaria que se verificaba por aquellos años en nuestro país, al mismo tiempo que la revolución política, o más bien como consecuencia de ella, se observaba desde luego esta tendencia fatal, esta protección funesta, al sentir del autor, hacia las personas de los literatos; la libertad del pensamiento, exento ya de toda traba de censura, el aumento de vitalidad y de energía propia de las épocas de revueltas políticas, de discusión y de lucha; el vigor y entusiasmo de una juventud ardiente, apasionada, y que entraba a figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que éstas se engalanaban y brindaban en su cultivo un magnífico porvenir; todas estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril hacia la gloria política, literaria, artística, hacia toda gloria, en fin, o más bien hacia toda fama y popularidad.
Una parte de ella dedicada a las luchas políticas, a la marcha histórica del país, corrió decidida a verter su sangre generosa en los campos de batalla y en defensa de encontradas opiniones y teorías, o bien a ostentar su elocuente y apasionada voz en la tribuna, su bien cortada pluma en la prensa periódica, su energía y capacidad en los puestos eminentes del Estado. -Otra, más inclinada al halagüeño cultivo de las letras y las artes, se reunió en círculos numerosos, fundó Liceos, Ateneos y Academias, hizo brillar en ellos su talento y su entusiasmo, y ofreció en aquellos magníficos torneos, en aquel público alarde de sus medios, un espectáculo seductor, que imprimió su fisonomía especial a aquella primera época de vitalidad y de energía.
Pero este noble y desinteresado espectáculo duró poco; porque creciendo en los escritores y poetas a par que el orgullo de la gloria, los pujos de la ambición y del goce material en las altas posiciones, y siguiendo el gobierno la máxima de dispensarles esta mentida protección ahogó su porvenir literario a fuerza de honores y empleos, pobló las embajadas y ministerios de poetas y folletinistas, y lo peor del caso es que con este aliciente, con esta risueña perspectiva, dio lugar a la aparición en el palenque literario de una plaga de pseudo-ingenios, dispuestos no a ganar laureles y palmas, sino sueldos y condecoraciones, con sus menguadas coplas, sus erizados discursos, o sus solapados memoriales en guisa de folletín.
El objeto de la segunda nota a este artículo es llamar la atención de los lectores hacia la distinta condición del escritor en la época que acababa de terminar, y más especialmente hacia la rigidez, más bien tiranía de la censura con que tenía que luchar. -Como dato curioso de aquella época no puede dispensarse el autor de reseñar aquí las tribulaciones que hubo de ocasionarle a él mismo la publicación en 1831 de su inofensivo y por lo menos útil libro titulado Manual de Madrid.
Esta obrilla, fruto de sus primeros años juveniles, estaba ya para darse a la estampa en fines de 1830, y presentada al efecto en la escribanía de gobierno del Consejo de Castilla, en los primeros días de enero de 1831, pasó a la censura reservada que prevenían las leyes, y a los pocos días, cuando fue el autor a saber la que había recaído, se halló sorprendido con una rotunda negativa de la licencia de impresión.
Cualquiera puede figurarse el efecto que semejante injusticia haría en un joven autor que después de haber trabajado con entusiasmo en lo que creía hacer un servicio público, y en que fiaba algún título al aprecio de sus convecinos, se le negase ahora la publicidad para la cual tenía hechos además los gastos de láminas e imprenta, no pudiendo siquiera sospechar que ofreciese el menor inconveniente una obrilla tan inofensiva y ajena de las materias políticas o religiosas; y que se le negase, en fin, pura y simplemente sin decirle las razones, más o menos fundadas, de semejante crueldad. -Por los pocos días que habían transcurrido, se conocía claramente que motivos de animosidad personal, más bien que causas suficientes en la misma obra (que no había habido siquiera tiempo de leer), ocasionaban aquella negativa. Pero por otro lado ¿qué enemistad podía tener un joven, hasta entonces no conocido en las letras ni en la política, aunque bien relacionado por su familia y su posición acomodada e independiente? -Por fortuna no se desalentó, ni detuvo mucho en cálculos y consideraciones; antes bien, dando por supuesta cualquiera intriga de escalera abajo, resolvió valerse de todas sus relaciones, de toda su actividad juvenil, para descubrirla y desbaratarla. -En consecuencia de ello visitó uno por uno a todos los consejeros de Castilla, desde el señor Puig Samper, gobernador del Consejo, hasta el señor Pérez Juana, fiscal; desde el juez de imprentas señor Hevia y Noriega, basta el relator señor Fernández Llamazares; y haciéndoles una relación verídica y enérgica del caso, y una indicación del objeto y medios de la obra reprobada, vino a saber, confidencialmente de aquellos señores, que ni tal censura, ni tal repulsa, habían sido cosas del Consejo, el cual ni siquiera había visto la obrita; ni dádose cuenta de ella por el escribano de Cámara y de gobierno. -En obsequio de la verdad, debe consignar aquí el autor, que mereció de todos aquellos respetables magistrados la más benévola acogida, especialmente del ilustrado y severo gobernador señor Puig de Samper, el cual llevó su complacencia hasta el extremo de pedirle el borrador y leerlo todo, y después de mil congratulaciones y expresiones lisonjeras para el autor, trazarle la marcha que debía seguir para pedir la revisión por el Consejo, suponiendo la primera negativa, para no dejar en descubierto a los subalternos que habían intervenido en ella. -Aparapetado, pues, con esta protección, se presentó al siguiente día con su alegato al escribano de Cámara, el cual afectó admirarse de la osadía de un joven que se atrevía a reclamar contra las decisiones del Supremo Consejo de Castilla, y se propuso sin duda contestar con un «Visto» a tan inaudita pretensión. Pero debió de ser grande su asombro, cuando acabado el despacho general de aquel día, el mismo presidente le preguntó -«si tenía para dar cuenta de un pedimento del autor del Manual de Madrid»; -a lo que hubo de responder, no sin confusión, «que lo había dejado en la escribanía». -«Hágalo recoger y dé cuenta al Consejo inmediatamente», dijo el gobernador; -y mientras el escribano salía a cumplir lo mandado, hizo aquel recto magistrado una breve reseña de la obra que había leído, a sus compañeros, y de la superchería de que había sido víctima el autor; conque, y en vista del pedimento, y previa una buena reprimenda al secretario, se acordó pasar la obra con tres luegos, en aquel mismo día a censura del Ayuntamiento de Madrid; el cual la dio tan cumplida, que el consejo acordó insertarla en la real cédula de licencia de impresión con otras expresiones altamente lisonjeras para el autor. -Pero en todo esto pasaron algunos meses y la obra no pudo ver la luz pública hasta fines de 1851. Verdad es que la buena acogida que obtuvo le recompensó de los sinsabores pasados, y no sólo vio agotada en tres meses toda la primera edición, sino que escuchó de boca del monarca, de los ministros y magnates de aquella época los mayores elogios y felicitaciones, recibió oficios laudatorios de las autoridades y corporaciones municipales, y tuvo el gusto de regalar personalmente un ejemplar a los que habían hecho una perra miserable y oculta a su publicación. No dice aquí los nombres de estas personas porque ninguno existe ya.
Sirva esta tercera nota al artículo de Costumbres literarias para confesar el autor que en el párrafo a que se refiere anduvo sobradamente injusto respecto a la calificación de infructífera para las letras que el giro de su discurso le movió a hacer de aquella época gloriosa de reacción y entusiasmo literario. -Con sólo citar los nombres de los señores Toreno y Martínez de la Rosa, Argüelles, Miraflores, San Miguel, Marliani, y otros no menos ilustres que se ocupaban en la historia política del país; con sólo recordar los de Alcalá Galiano, Donoso Cortés, Pacheco, Borrego, Lasagra, Valle, Silvela, Oliván, cuyos escritos tenían por objeto exponer y comentar los principios del derecho político, la economía y administración; y con no más que traer a la memoria los ya por entonces populares nombres de Bretón y Gil Zárate, el duque de Rivas, Roca de Togores, Hartzenbusch, García Gutiérrez y Rodríguez Rubí, gloria y honor de nuestro teatro moderno; los de Zorrilla y Espronceda, la señorita Avellaneda y Enrique Gil, altamente célebres en nuestro lírico Parnaso; de Escosura, Villalta, Navarro Villoslada en la novela; del desgraciado Fígaro, el Estudiante, Abenamar y Fr. Gerundio en la sátira moral y política; y de tantos otros ingenios, en fin, de grande y merecida nombradía como por entonces brillaban en el palenque literario, hay lo suficiente para suponer el prodigioso movimiento intelectual desarrollado repentinamente en aquellos años agitados.
La fundación del Ateneo Científico y la del Liceo artístico y literario, verificadas en 1835 y 36, fueron la señal de dar principio aquella época de regeneración, de entusiasmo y de gloria. Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades, las sesiones de competencia, representaciones y juegos florales de la segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles, para las ciencias de la política, de la administración y de la literatura, no sólo dieron por resultados obras estimables en todos los ramos del saber, sino que presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en suntuosos salones frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido e ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la boca y en la mano su libro o su pincel.
Hoy, como ya decimos anteriormente, pasados aquellos momentos de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia del siglo es a materializar los goces, a utilizar prosaicamente las inteligencias; por eso los liceos y las academias desaparecen; por eso los desamparan los autores, y corren a las redacciones de los periódicos políticos, a la tribuna o a la plaza pública, para conquistar, no aquellos modestos e inofensivos laureles que en otro tiempo bastaban a su ambición, sino los atributos del poder, y los dones de la fortuna. -De los nombres que arriba hemos traído a la memoria, casi todos figuran como ministros, embajadores, jefes políticos, diputados y publicistas, en opuestos bandos y alternando en diversas épocas: algunos como Espronceda y Larra, Villalta y Enrique Gil, han descendido prematuramente al sepulcro, y muy pocos como Zorrilla, Rubí y García Gutiérrez, han preferido conservar su independencia, y su nombre propio y glorioso, aunque sin la adición de una triste excelencia, ni siquiera de una raquítica señoría.
norte, cuando al atravesar la boca-calle de San Marcos vi venir haciendo alarde de su desenvoltura a una manola, para cuyo retrato necesitaría yo la pluma de Cruz o el pincel de Goya. Acompañábanla otras tres mozas, que si la desmerecían en hermosura, la igualaban por lo menos en desvergüenza, y a pocos pasos las seguía un grupo de majos de chaqueta y vara, a quienes ellas tiraban panecillos por cima del hombro.
»Confieso a usted que la vista y la razón se me turbaron al contemplar aquella belleza, y sin ser dueño del primer movimiento, bajéme un poco más el sombrero y me interpuse entre el planeta y sus satélites; pero un mediano garrotazo que sentí en el hombro derecho, me hizo volver en mí, y siguiendo el camino de dicho palo hasta encontrar el brazo que lo blandía, encontré, no sin sorpresa, que estaba pegado a un mozo que yo conocía de varias aventuras anteriores. Esto fue hallarme como quien dice en tierra de amigos, y muy luego lo fueron todos los individuos de ambos sexos que componían aquellas guerrillas, merced a algunas oportunas estaciones que mi bolsillo permitió, donde convino.
»La niña retozona llevaba la vanguardia, y a cada paso nos comprometía en quimeras y reconvenciones, ya insultando a los paseantes, ya espantando los caballos, o cogiendo las ruedas de las calesas, o tirando cáscaras de naranja a los que iban en los coches. Crecía mi amor a cada una de estas barbaridades, y no perdía una ocasión de expresárselo, a lo cual ponía ella mejor cara que uno de los acompañantes, que era el galán, mientras que el marido, que también era de la comparsa, todo se volvía condescendencias y atención.
»Vino la noche, y habiendo manifestado aquella honrada gente que en casa de cierta amiga había baile, nos dimos todos por convidados, y yo el primero me dirigí con más apresuramiento a aquel baile de candil, que si fuera Soirée parisiense o Raout inglés.
»Pasamos desde luego a la calle de San Antón, y en una de sus casas, cuyos pisos eran dos, el de la calle y el del tejado, llamamos con estrépito, y salieron a recibirnos hasta dos docenas de personajes parecidos a los que entrábamos. Por de pronto hubo aquello de negarnos la entrada, amenazas y palos; pero en fin, asaltamos la plaza, y griegos y troyanos, olvidando resentimientos mutuos, improvisamos unas manchegas que hubieran llamado la atención de toda la vecindad, si toda la vecindad no hubiera estado ocupada en otras tales. Siguiéronlas en ingeniosa alternativa boleras y fandango, intermediados con los correspondientes refrescos trasegados del almacén de en frente; y a favor de la algazara que el mosto infundía en la concurrencia, creía yo poder formar con mi consabida pareja la conspiración correspondiente: pero otra más sorda dirigida por el amostazado galán, se formaba a mis espaldas, no sin grave peligro de ellas. Por último, para abreviar; el baile se fue acabando, cuando una patrulla que pasaba hizo cerrar el almacén de lo tinto, a tiempo que éste empezaba ya a obrar fuertemente sobre las cabezas, y ya se trataba de retirarnos, por lo cual echamos el último fandango con capa y sombrero, cuando un fuerte palo, disparado por el furioso Otelo al candilón de tres mechas, que pendía colgado de una viga del techo, hízole saltar en tierra, dejándonos a buenas noches. Aquí la consternación se hizo general; las mujeres corrían a buscar la puerta, y encontrándola atrancada daban gritos furibundos; los hombres repartían palos al aire; rodaban las sillas; estrellábanse las mesas, y voces no estampadas en ningún diccionario completaban este cuadro general.
Si licet exemplis in parvo grandibus uti,
Haec facies Troiae, cum caperetur, erat.
»Pero el blanco de la refriega éramos por desgracia el matrimonio y yo, en cuya dirección disparaban los conjurados sus alevosos golpes, hasta que un agudo grito del marido, que vino al suelo al lanzarlo, dio lugar a que la puerta se abriese, y todos se precipitasen a salir, quedando solamente el ya dicho tumbado en el suelo, sin sentido, y yo con el suficiente para ver que mi pérfida Elena, apoderándose de mi capa y envolviéndose en ella, huía alegremente con sus raptores. A mis voces y lamentos llega una ronda, reconoce al hombre que estaba a mi lado bañado en sangre: «¡Cielos! ¡está muerto!» y yo sin más pruebas que mi dicho, disfrazado vilmente, niego mi nombre, me turbo de vergüenza; y haciendo concebir sospechas de mí, soy conducido a la cárcel pública.
»¡Qué noche, amigo mío! ¡qué noche de desengaños y de amargas reflexiones! Entonces maldije mi indiscreción, me horroricé de mi envilecimiento, conocí, aunque tarde, todo lo criminal de mi conducta, y lamenté mi futuro destino. Pero la Divina Providencia quiso darme sólo un fuerte aviso, pues el hombre a quien creíamos muerto sólo estaba herido, y declaró mi inocencia, con lo cual logré al cabo de algunos días recobrar mi libertad. Mas esta lección, impresa indeleblemente en mi memoria, me hizo renunciar para siempre a aquel género de vida, volviéndome a la sociedad a que pertenecía; y tan fuerte es aún la impresión que en mí dejó aquel suceso, que no he podido disimularlo a la vista de este cómplice de mis extravíos, que rescato hoy para eterna vergüenza mía.»
-Un traje grosero (repuse yo para aplicar la moraleja del cuento) suele inspirar ideas villanas. Usted, señor don Pascual, tiene hijos que no tardarán en ser mancebos: inspíreles usted la misma saludable aversión que usted ha cobrado; procure que su traje sea siempre correspondiente a su clase para que les haga apartarse de aquellos sitios en que teman comprometerla, y sobre todo, créame usted, no les permita en ningún tiempo usar una capa vieja.